La estela de una vida en formato
desayuno, justo lo que dura un café con leche que, en este caso, se convierte
en un café con sombrero, al que acompañan unas estupendas ilustraciones de Antonio
Santos que, a modo de pastas, reconfortan y dan luz y color –aunque
sean en blanco y negro— a las palabras de un Jesús Marchamalo, breve,
conciso y sutil, como una sonrisa y la mejor de las intenciones. Intenciones
acertadas y certeras, como una lanza que asoma sobre el banco de una diana,
pues en el arte de la concisión en el que se recrea Marchamalo, adivinamos y
vemos una vida, la de uno de los grandes de la literatura al que le ha salido
un apéndice: un sombrero. Bombín en el que refugiar su caos y sus ideas. Kafka
y sus innumerables moradas. Kafka y las laberínticas calles de Praga. Kafka y
su tardanza. Kafka y el amor. Kafka y su sombrero… Magnífico retrato este que nos
ofrece Marchamalo, cargado de la admiración y del respeto que
desprende alguien a quien se adora, y que nos narra, casi sin que se note, lo
esencial de una vida. Las palabras de Marchamalo se desplazan por la
biografía del autor de, El proceso,
dando protagonismo a esos sucesos que, por sonoros y relevantes, recorren la
biografía del escritor. Detalles más conocidos unas veces, y más íntimos otras,
que nos llevan de la mano por esa vida real que corre paralela a la literaria,
y nos aproxima, casi sin quererlo, al Kafka que deambulaba por las calles
de Praga cubierto de sombrero, traje oscuro y zapatos relucientes. Delgado,
flaco, enjuto, y quizá, ensimismado en su particular recreo de ensoñaciones e
ideas. Laberínticos pensamientos sustentados en las firmes pisadas de un firme piso
adoquinado de calles y plazas, solo contrapuesto por el eco de los artesanos relojes
o las puntiagudas cubiertas de unos edificios altos y estrechos.
Poco menos de un siglo después,
la tuberculosis se llevó a Kafka en Kierling, como antes lo
hizo con Keats en Roma. Uno y otro deambularon, cual náufragos, en la
sinrazón del dolor, el frío y el calor de unos pulmones teñidos por la
maldición. Uno quiso que todo lo escrito en vida desapareciera con él, y el
otro lo confió todo a su famoso epitafio. Uno y otro alcanzaron la gloria
literaria sin llegar a saberlo. Uno y otro han dejado una huella imborrable a
lo largo del tiempo.
Delicioso este Kafka con
sombrero.
Ángel Silvelo Gabriel.
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