Palabras emborronadas que buscan
los huecos más oscuros del deseo. Y lo hacen sin miedo, a través de un meditado
reto: «Mi cuerpo desnudo está aquí/ y no en otra parte./ Pasa y verás lo que
hay/ tras el esmalte de dientes./ Pasa y verás». Un reto que se convierte en cuerpo
y en anhelo como si todo se redujese a un maldito combinado sólido y etéreo.
Los versos de Miriam Reyes son materia pura, porque se pueden palpar, sobar,
acariciar, desear. Sin embargo, verter el jugo más profundo del deseo en
nuestras entrañas nos puede llevar hasta un precipicio en forma de oscura
grieta, o a la tierra de los acantilados, esa donde la luz nos ciega y el
viento nos rompe las ganas de vivir. Una vida que, en La bella durmiente, es el
ascenso y la caída de un ángel, pues la mujer-poeta que se esconde tras estos
versos derrama gotas de esperanza cargadas de sangre. Parto difícil que deviene
en un feroz y precoz aislamiento: «Ya me lo decía mamá: —Así como eres no va a haber
quien te lleve./ No hizo falta que nadie me llevase para irme/ pero tenía
razón,/ soy imposible». Imposibilidad de ser dentro de sí misma, e imposibilidad
de ser a través de los demás..., y ahí nace esa voz de los deseos oscuros que
no se gritan, pero que se sienten igual que cuando la alimaña se apodera de la
soledad en el silencio oscuro de la noche. Fuera de la luz color plata nada
queda, pues los riesgos corren entre nuestras piernas, donde el sexo húmedo y
caliente siente el dolor de la espera, y donde se pregunta: «Mi vientre es mi
mundo interior:/ el espacio vacío/ de todo lo que fui dejando por el camino./
El mejor lugar donde buscarme». El riesgo de esconderse también es el de
aceptar el reto de tener que salir de nuestro escondite: «El cielo azul
enmarcado por los huecos que abrieron las bombas/ las hierbas cubriendo los
arcos derruidos/ el sendero de escombros y piedras./ Camino recorriendo todas
las señales/ de la vida que queda y de lo muerto./ Por dentro yo/ soy como
estas ruinas». Sin embargo, por mucho que huyamos nuestra condena es infinita,
porque si superamos ese miedo a ser, llegaremos a sentir ese otro miedo; el
miedo a soñar con el deseo. Deseo funesto el que desemboca en el amor; amor
frío que nos produce pánico y terror: «(Cuando un hombre tiembla al tocarte/ no
te olvidas de él./ Nunca, aunque no llegues a amarle)». Qué mejor forma de huir
del amor que buscar exilio en el sexo sin hijos al que le delata su pasión por
los huesos. Esqueletos del alma abstraídos de la verdad; verdad perdida en
alguna parte recóndita de nuestra conciencia. Quién quiere conocer la verdad del
apátrida: «Yo quiero soy tierra/ como tierra tiemblo bajo tu pecho/ te como te
escupo me/ trago tus huesos./ Tiene que ser así,/ fuera de mí eres un extraño/
duermas los años que duermas a mi lado». Exilio no forzado que solo pretende
ser una nueva búsqueda, la de uno mismo más allá de los muelles de un colchón
desgastado: «Si me preguntas/ te digo que sí para no entrar en detalles/ para
que duermas tranquilo y riendas en la oficina./ La mentira es a menudo más
fácil y espontánea». Es mejor derramar el vaso, cuando todavía no se encuentra lleno
de falsas esperanzas, que acudir al rescate del náufrago en alta mar. A pesar
de todo, Miriam Reyes no se rinde: «Todas las noches lleno mis bolsillos
de piedras/ me encierro en el garaje/ y meto la cabeza en el horno./ Entonces
me quedo dormida». Sueño infinito el de la paz que habita en la nueva tierra,
esa cuyas coordenadas son las del infinito; ese lugar donde la bella durmiente
avista de nuevo la luz y la pureza de su alma: «Pura para que no me pudra el
asco». Una transparencia no exente de falsos reflejos manchados de los huecos
más oscuros del deseo: «Sleepy Beauty se despereza/ sus párpados parecen
escobas/ que barren las sucias pelusas de los sueños/... Despierta de una vez/
estúpida muchachita/ aquí no se viene a dormir./ En París a los sapos se los
comen las ratas».
Ángel Silvelo Gabriel.
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