Y el verbo se hizo carne, y
expiación del sufrimiento, del dolor y la pérdida, igual que si todo formara
parte de la melodía de una balada del tormento donde cada nota busca la
redención: de ella, de él, de los sueños, de la propia carne. La sangre no es
solo menstruación sino el desalojo de los anhelos no declarados en forma de
intenciones siempre malditas. Incidir en la pena también es la posibilidad de
salir de ella. En Espejo negro los versos son tan duros como el barro reseco del
camino, como los puñales clavados en el alma, como tú y yo. Miriam
Reyes explora el reverso de los sueños donde no hay un lugar para las
princesas. Ella prefiere ser tan real como salvaje es la vida del artista. Ha
pasado mucho tiempo desde que en el año 2001 DVD poesía publicara el
primer poemario de la poeta gallega, pero regresar a su poesía es volver a
intentar materializar el primer sueño o asistir incrédulos a la primera
menstruación. Sus melodías proceden de las cuerdas de una lira que llora y se
estremece, y se cuela entre sus versos, incitándonos a dejar la inocencia a un
lado para bucear en lo más oscuro de nuestro corazón. Pulsiones que se adentran
en el fondo del bosque sin la necesidad de otear el horizonte, pues esa línea
imaginaria está dentro de uno mismo. Hay líneas, que no siempre son rectas,
sino que deambulan caprichosamente en forma de zig zag a lo largo de la
superficie en la que son dibujadas. Los poemas que conforman Espejo
negro son los versos de una balada del tormento, pero no nos importa,
porque ese camino que nos propone Miriam está plagado de los rasguños
que un día nos hicieron los gatos del tiempo: «Mi padre enfermo de sueños/ en
el asfalto incandescente de cien mil melodías caminados/ bajo el sol vertical
perdió sus pies/ y apoyado en sus rodillas sigue buscando/ el camino de vuelta
a casa».
Espejo negro es un lugar donde
la familia es el primer soporte al que acudir cuando ya estamos manchados de
fango. Difícil parto el de la vida bañada de iniciales reproches: «No mamá/ no
quiero que mis hijos coman tierra/ no quiero que me devoren», para de ese modo
intentar salir de nuevo a flote, porque la hija manchada de la sangre de la
madre quiere ser también tierra y mar, sol y fuego, por mucho que se niegue a
sí misma la posibilidad de un nuevo alumbramiento: «Eventualmente paso días
sangrando (por negarme a ser madre)./ El vientre vacío sangra/ exagerado e
implacable como una mujer enamorada». Amor teñido también de sangre, sexo libre
de taras, sexo a secas, sexo desnudo de sueños y promesas: «Amo a ese hombre
misógino./ Deseo su sexo descarado que pasea de aquí para allá/ que entra donde
como y cuando él lo desea/ vomita su odio en mí y se va». Las fronteras del
deseo están llenas de espinos o tojos con sus puntas afiladas. En Espejo
negro los pinchazos son alertas; sirenas de socorro para seguir huyendo
hacia el abismo. Manicomios sin prozac, camas envueltas con sábanas negras. La
ausencia del color es el mayor tributo a la luz, esa que camina con paso firme
por nuestras entrañas; un lugar para el que no hay llaves ni contraseñas,
porque ahí abajo, en lo más hondo, es donde se encuentra la clave de nuestra
existencia: «No tengo casa a la que volver/ ni esperanza de la que colgarme/
por eso camino».
Ángel Silvelo Gabriel.
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