Soderbergh juega con nosotros y nos somete a una ambiciosa terapia, donde se dan la mano las luces y las sombras más relevantes de los sentimientos del ser humano. Este recorrido, de parte de los pecados capitales, comienza con una clara denuncia a ese afán incombustible por hacer dinero del hombre moderno que, le lleva una vez sí y otra también, al límite del más profundo de los abismos. Ese voraz viaje de subidas y bajadas siempre acaba en la sempiterna pregunta: ¿qué hay detrás de esa brillante torre de marfil? Sin embargo, la deslumbrante frialdad de Soderbergh no se queda sólo ahí, sino que reconvierte esta loable denuncia al establishment (abrumadoramente retratada por la industria cinematográfica en los últimos tiempos), en una progresiva experimentación acerca de los poderosos vínculos que unen a las debilidades del ser humano con sus sueños. Y como tales, salen retratados unos protagonistas que, a medida que avanza la película, van mostrándonos sus últimas intenciones, esas que se esconden tras la frontera más invisible de la codicia. Aquí la codicia no es la causa final, sino el camino que nos lleva a lo largo de una acción que, mostrada de una forma inteligente, gira en varias ocasiones con la intención de llevar al espectador a discernir qué hay detrás de todo aquello que se nos cuenta, pues como ocurre casi siempre, nada es lo que parece, y el film de denuncia se transforma en un thriller al uso, pero eso sí, distinto pues está filmado por la mano de un Soderbergh que, de nuevo se vale de su caústica frialdad y del guión de Scott Z. Burns, para tratarnos como personas adultas que somos.
La incertidumbre que acecha a los protagonistas está perfectamente anclada en una banda sonora a cargo de Thomas Newman apenas perceptible, pero que para aquel que tenga oídos y quiera escuchar, se acerca mucho a ese rompeolas sonoro que Mark Isham desplegó en la película Crash (2004) y que se comporta como una fina pátina que recorre no sólo la mirada de los actores, sino también la acción del film, internándonos en los vericuetos psicológicos más oscuros del ser humano a través de un suspense que, en su tramo final, se convierte en un tira y afloja constante entre médico y paciente. Emily y el Dr. Banks son la réplica perfecta entre el bien y el mal que se entrecruzan y mezclan casi a cada paso, pues la fragilidad de una eficaz y convincente Rooney Mara es el contrapunto perfecto de la terquedad en la búsqueda de la verdad de un bien asentado Jude Law en su papel de psiquiatra. En ese turbio enfrentamiento del ser humano consigo mismo es donde, por fin, Soderbegh sitúa su película, para intentar desenmascarar las últimas intenciones de los protagonistas y así dejarnos sumidos en el suspense invisible de la duda, porque en este intrincado laberinto de los sentimientos, la codicia no es sólo la del dinero y el enriquecimiento rápido. Entonces, ¿cuál es?, se preguntarán ustedes. Pero ese es el último escalón tras el que se esconde la frontera más invisible de la codicia, y ese es el paso final que debe dar el propio espectador para resolver el enigma final.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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