Acaso, la sensación de libertad
que experimentamos a través de los travelling a los que Walter Salles nos somete
en algunos de los desplazamientos de los protagonistas de On the road, en su huida
hacia adelante por toda la ancha y amplia geografía de los EE.UU., sea el único
momento en el que el director brasileño, junto a su guionista José
Rivera, se acerquen de verdad al espíritu rupturista de unos jóvenes a
los que ya no les sirven las normas de una sociedad que para ellos está
trasnochada y caduca. Esa sensación de libertad es la que nos lleva a querer
sacar el brazo por la ventanilla del coche imaginario en el que nos hayamos montamos,
y que representa la línea del horizonte que divide la realidad de la ficción,
porque ese es, sin duda, el auténtico e icónico mensaje que el malogrado Jack
Kerouac llevaba tatuado en su alma. No tuvo mucha suerte a lo largo de
su vida, murió joven (a los 47 años), se empapaba en alcohol cada vez que tenía
que hacer frente a una entrevista, y dejó este mundo con la amarga sensación de
no llegar a culminar ese proyecto fundamental que para él representaba la
necesaria búsqueda de una paz interior que, sin embargo, siempre acababa agitándole
sus demonios. Por ejemplo, esa desazón se hizo corpórea cuando tardó más de
diez años en ver publicada On the road.
Él la escribió allá por el año de 1947, bajo el símbolo de la ignorancia de un
mundo que todavía no estaba preparado para leer ese testamento vital, su
testamento, que entre otras cosas, suponía una ruptura total con los
fundamentos de una sociedad que salía de la II Guerra Mundial y de las
estructuras económicas intervencionistas de un New Deal pensado para salir a flote
del crack de 29, y que ahora de nuevo se disponía a experimentar un nuevo
empuje económico derivado de la reconstrucción de una Europa destruida. Ese era
el escenario visible de un mundo que, sin embargo, para algunos jóvenes
norteamericanos transcurría paralelo a sus vidas, y que ellos desde luego no
aceptaban como guía espiritual de las mismas. El jazz, el bebop (con Charlie
Parker a la cabeza), la libertad sexual y las drogas eran los componentes
de un campo de entrenamiento en el que ellos querían fajarse para hacer frente
a sus vidas. Aunque por encima de toda esa pirámide vital, se alzaba la
necesidad de libertad de unas almas que vagaban sin otro ritmo que el diapasón
de sus corazones. En este sentido, no nos debería de pasar desapercibido, como
le ha ocurrido al bueno de Walter Salles en la película, que para Sal Paradise (alter ego de Jack
Kerouac) esa forma de vida iba más allá de la simple experiencia, pues
era su manera de afrontar la creación; la creación literaria que se refugia en
la inmediatez al estilo del más puro ritmo de jazz que, en este caso, acabarían
desembocando en lo que más tarde se conocería como la prosa espontánea de la que bebieron artistas y cantantes como Bob
Dylan y que William Burroughs transformó en el cut-up (que también influyó en artistas como Ian Curtis, David Bowwie o Patti
Smith); un método que él popularizó con su obra El almuerzo desnudo.
Por todo ello, esta versión de On
the road presenta en su debe la falta de transmisión del verdadero
karma de la beat generation que, va
mucho más allá, de las borracheras sin límite o el sexo sin fronteras sentimentales
al uso, y a la que sin duda, le habría venido muy bien unas mayores dosis
literarias a modo de voz en off que nos narrase el verdadero proceso
compositivo de esta magna obra que cubre tanto un gran espacio físico como
vital, y donde la sensación de pérdida es continua, pues todos y cada uno de los
protagonistas, si exceptuamos a Dean Moriarty,
sabían que esa forma de vida en sí misma estaba abocada al fracaso, pues antes
o después, la sociedad reclamaría su vuelta a los métodos tradicionales de
andar y vivir por la vida, y que para Kerouac se traducían en el regreso a
la casa de su madre donde se dedicaba a escribir. Tampoco se deja ver en la
pantalla la sensación de road movie
que viene intrínseca en la historia de On the road, que, sin embargo, mejora
su discurso narrativo en una segunda parte donde se aproxima un poco al lado
más íntimo de un distante, en apariencia, Sal
Paradise (Sam Riley) lo que nos reporta una estructura más homogénea del
film, y nos permite entrever esa necesidad de búsqueda de uno mismo del
protagonista.
Jack Kerouac se muestra
deudor de la poderosa prosa de Henry Miller, sin duda, un precursor
de su espacio narrativo y que de una forma posterior, podemos ver también
reflejada en la novela El último de los
Savage, del escritor norteamericano Jay McInerney, donde se nos narran
las aventuras de otro gran buscavidas al estilo de Dean Moriarty en On the road. Pero más allá de esta
obra, que supuso el testamento literario y vital del futuro movimiento hippie, la
novela de Kerouac fue el inicio de un caldo de cultivo que conllevó también
el inicio de los movimientos de la lucha por la paz que nacieron en los EE.UU. a
finales de los sesenta, cuyo uno de sus puntos culminantes fue el libro Testimonio
en Chicago de Allen Ginsberg, donde el propio
poeta recoge el delirante proceso que contra él se inició tras los disturbios
acaecidos en agosto de 1968 en la Convención del Partido Demócrata en la ciudad
de Chicago, donde un gran número de jóvenes se reunieron para pedir el cese de
la guerra de Vietnam al grito de su mítico poema Howl (Aullido): «He visto a las mejores mentes de mi generación
destruidas por la locura». Quizá no cabe mejor ejemplo para argüir el
axioma inicial del que hemos partido, On the road como el mejor ejemplo de
la línea del horizonte que divide la realidad de la ficción.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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