martes, 25 de junio de 2024

PESSOAS, 28 HETERÓNIMOS ESPERANDO A FERNANDO PESSOA: LA MULTIPLICIDAD DEL ALMA


 

Los Pessoas que Ricardo Ranz despliega en este libro son dibujos con alma propia. Existen muchos Pessoas en el mundo, pero sin duda, los del artista leonés son algunos de ellos. Saltando, bailando, con paraguas, suspendido del aire, derrochando tinta, con el alcohol y el tabaco teñidos de un color que resaltan cada una de sus ilustraciones. Una multiplicidad que no es ajena a Ricardo Ranz, porque cuando se desdobla en los diarios de Franz Frichard: «Mis logros, tan íntimos que solo los conoce la vida. Mis sueños tan silenciosos que solo los escucho yo» se hace un auto-Pessoa que busca, explora e investiga aguas adentro. En esos límites que tanto miedo nos da visitar, y que son nuestra esencia y sus múltiples vertientes. Ricardo Ranz, también en este caso ejerce de filósofo espiritual, y nos recuerda que somos seres multidisciplinares y de múltiples voces, por mucho que nos cueste reconocer lo contrario, pero para eso está entre otros motivos este Pessoas, 28 heterónimos esperando a Fernando Pessoa, para mostrarnos la multiplicidad del alma. Una perfecta excusa para revisitar la figura del poeta portugués y sus múltiples voces a través de las 28 voces que lo reinterpretan o revisitan. 28 voces que simulan al tranvía 28 de Lisboa. Un artefacto de color amarillo que recorre aquellas calles y rincones que formaron parte del devenir vital y onírico de un escritor preñado de personajes a los que dio luz y vida propia. 

La variedad de posturas y expresiones. La soltura en los trazos. El acierto en los colores. Y la inigualable caricaturización de los múltiples retratos de Pessoa que, Ricardo Ranz ha conseguido inmortalizar, le proyectan como un heterónimo más de las andanzas e incertidumbres del portugués más universal del siglo XX. Sus imágenes se proyectan como ecos sonoros materializados en líneas, trazos y gamas cromáticas que se quedan incrustados en nuestro imaginario colectivo y que, compiten de tú a tú, con las figuras que del poeta se distribuyen por la Casa Fernando Pessoa de Lisboa. Unas y otras, son el espíritu que le reafirman como un elemento ornamental que complementan a la perfección su vida y su obra. Esa multiplicidad se asimila a las huellas que nos llevan por un viaje nuevo y distinto, porque de estos Pessoas que representan a tantos Pessoas saltamos al abismo que supuso y sigue siendo El libro del desasosiego. A la brisa que en La Baixa nos llega desde el Tajo. A los adoquines que nos recuerdan al hombre que no pisaba el suelo. A las múltiples moradas que habitó el cuerpo humano que sostenía a su sombrero, sus gafas y su bigote isósceles. A los escaparates de una Olissipo que nos hablan de la grandeza de un hombre universal, que va mucho más allá del reclamo publicitario y turístico de una nación que lo ensalza como estandarte universal de su fisonomía física e intelectual. Una fisonomía infinita pues en su día rebasó los límites del Cementerio dos Prazeres donde fue enterrado, para ser aposentado entre los más grandes portugueses de todos los tiempos. Y, por si esta excusa visual y poética no fuera suficiente para revisitar al poeta, aquellos lectores que se acerquen a este libro de libros, debe pararse a leer con detenimiento la gran introducción de Manuel Moya, el mejor especialista español sobre la vida y la obra de Pessoa. Manuel, en apenas ocho páginas y un poema, nos desglosa el alma del poeta portugués y sus mundos adyacentes. Una magnífica apertura de lo que es y representa la obra del poeta portugués. Hombre de hombres que, como nos recuerda el poeta Juan Carlos Mestre, en las palabras preliminares que abren este libro: «Volverá como el rey Don Sebastián rodeado de pasteleros e impostores. El hombre. El hombre que le tenía miedo a un árbol». Quizá, por eso, Pessoa dijo: «Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida». Y en esa eterna búsqueda del presente exento de futuro, abordó todo aquello que su mente tuvo a bien vislumbrar o explorar. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 20 de junio de 2024

STEFAN ZWEIG, EL MUNDO DE AYER: EL MALTRECHO ANHELO DE LA UNIÓN ESPRITUAL DE EUROPA

 




«Acojamos el tiempo tal como él nos quiere». Esta frase de la obra Cimbelimo de Shakespeare abre estas memorias de un europeo, que el escritor austríaco Stefan Zweig tituló como El mundo de ayer. Esta frase, en sí misma, tiene la peculiaridad de ser como una doble página de una misma idea. Por un lado, porque nos traslada al pasado y nos invita a recuperar aquello que nos aconteció, y por otro, porque manifiesta un deseo: convertirnos en una materia porosa del tiempo que nos ha tocado vivir como si fuésemos una parte de un falso presente, ya que el tiempo pasado lo es. Además, también podríamos darle al menos un tercer significado: el del viaje como trayecto vital que nos dispone a tener que elegir entre varios itinerarios. En este sentido, Zweig opta por el más complejo: «Desde mi primera pieza, Tersites, nunca me había dejado de preocupar el problema de la superioridad anímica del vencido […] tratando de ayudar a los demás me ayudé a mí mismo». Esa ONU ambulante en la que Stefan Zweig convirtió a su vida le llevó a conocer, primero Europa y, más tarde, parte del resto del mundo. Ahí, en ese deambular, donde no eran necesarios ni los pasaportes ni las fronteras, inició un largo trayecto que le trasladó desde la sociedad tranquila de la Viena que le vio nacer al caos que se implantó en toda Europa y el mundo con las dos Guerras Mundiales. Antes de que todo eso llegara, el escritor austríaco nos muestra una sociedad en la que su vida está impregnada de arte, y de la especial sensibilidad que sus conciudadanos muestran hacia la cultura. Un modo de estar en la vida con un único afán: el de ser los mejores. Esa explosión cultural en la que se desarrolla la primera parte de su vida le lleva a aborrecer el gimnasio —nombre con el que se conocía la escuela o el instituto—, y le lleva a lanzarse a esa otra vida que existe fuera de él, junto a sus compañeros. De ahí nacerán su interés por la música y la poesía, que desembocará en la publicación de sus primeros poemas. Unos versos nacidos de su pasión por el lenguaje y alejados de la experiencia. En este sentido, es llamativo el apartado que reserva a la iniciación sexual de su generación, encorsetada por la forma pacata y distante de llevarla a cabo, ya que se circunscribía a los gestos, las miradas, o las visitas a las casas de citas para burgueses. Sin embargo, lo más importante de este despertar a la vida lo constituye su acceso a la universidad, y el hecho de que tras publicar sus primeros poemas conoce a Theodor Herlz, el redactor del folletín Neue Freie Press, al que presenta un pequeño trabajo poético que le publicará; una noticia que le llevará a ganarse el respeto de su familia y a trasladarse seis meses a Berlín donde continuará con sus estudios universitarios. Es estancia en la capital alemana, por primera vez en su vida, le permitirá abrirse a la vida con total libertad. Este hecho, sin duda, marcará su ritmo vital para siempre, porque más adelante le abrirá las puertas de muchas ciudades europeas (Zurich, París, Londres, Roma, Ostende, Munich…) y, sobre todo, a entrar en contacto con grandes personalidades culturales de su tiempo: Rudolph Steiner, Rainer Maria Rilke, Rodin, Yeats, Walter Rathenau, Romain Rolland, Maxim Gorki, etc. Por ejemplo, su encuentro con el poeta Emile Verhaeren, del que dirá que: «en aquellas tres horas llegué a querer a la persona tanto como la he querido después toda mi vida», le influirá de tal modo que cambiará el inicio que tenía proyectado acerca de su obra literaria, dado que, tras conocerle, decidió dedicar sus próximos dos años a traducir la obra completa de éste. Un trasunto que marcó de una forma definitiva su posicionamiento creativo, y también le llevó a reforzar su afición por el coleccionismo que, al principio fue acumulando en una casa de las afueras de Viena. Allí depositó, por ejemplo, el dibujo Rey Juan de William Blake adquirido en el Museo Británico de Londres gracias a su amigo Archibald G. B. Russell (un dibujo que desde entonces le acompañará ya casi toda su vida). O también uno de los poemas más bellos de Goethe, así como autógrafos de poetas, actores y cantantes; manuscritos originales (una página de una galerada de Balzac), o los borradores de poesía o composiciones musicales. 

El mundo de ayer, como el resto de la obra del escritor austríaco, transcurre a lo largo de los años bajo una escritura cuidada y un ritmo que evita los afluentes o las largas descripciones que lo conviertan en aburrido, como muy bien nos explica el propio Zweig cuando aborda el reconocimiento literario que él nunca ha buscado, o nos expresa las pautas que él cree debe poseer todo escritor a la hora de forjar su estilo literario. Este es un libro en el que hay múltiples anécdotas culturales y, quizá, la más llamativa de todas ellas sea el aciago destino que fue de la mano de sus primeras obras de teatro y las muertes de los actores (Adalbert Matkowsky o Joseph Kainz) justo antes de estrenarlas, o del óbito del nuevo director del Burgtheater de Viena, Alfred Baron Berger, antes del estreno de su obra La casa a orillas del mar; o más tarde la de su amigo y actor italiano Alexander Moissi en 1931. Un sino, que le hizo desistir, durante mucho tiempo, de volver a escribir un texto teatral y que, de alguna manera, podría simbolizar la orfandad cultural y su conversión en un futuro apátrida, que le perseguiría hasta el final de sus días en Brasil. 

Dentro de su innato europeísmo hay que destacar su encuentro en París con Roman Rolland, en la casa de éste cercana al bulevar de Montparnasse. Tanto es así que Zweig lo recuerda como uno de los días más luminosos de su vida. Aquella conversación le hizo comprender que su deber no consistía en hacer frente a la perspectiva, posible a pesar de todo, de una guerra europea. Un hecho que ocurrió cuando estaba de vacaciones en Ostende, lo que le obligó a regresar a Viena de inmediato. A partir de ahí, comienza un lento pero interminable peregrinaje por toda Europa. Primero, cuando fija su residencia en la casa de Salzburgo, cercana a la frontera alemana, que abandonará de una forma definitiva veinte años después. Aquí, Zweig nos muestra que hay tantas vidas como caminos tomar. Ritmos vitales que nos llevan a esos lugares que nunca teníamos pensado ir. A esas metas que se fueron tropezando en nuestras vidas sin desearlo. Y a esos fracasos que derrumbaron los grandes esfuerzos que nos llevaron a intentar conquistar una meta de por sí imposible. París y, finalmente Londres, o Bath, donde se encontraba cuando se declaró la IIGM, le ayudaron a huir de las sombras que le persiguieron a lo largo de su vida: «El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo este tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad.» 

Esa vida, más allá de la sombra que siempre le persiguió, le llevó a mirar más allá de las fronteras físicas o de las banderas, para entregarse de na forma apasionada a materializar su anhelo de la unión espiritual de Europa. Un deseo que él no vio materializado. Sin embargo, su espíritu de concordia sí venció tal y como él lo concibió cuando Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi y Paul-Henri Spaak, conocidos como los padres de Europa, fundaron la Comunidad Europea (CE) tras la IIGM. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 17 de junio de 2024

ERWIN OLAF, NARRATIVAS DE EMANCIPACIÓN, DESEO E INTIMIDAD: MIRARNOS A NOSOTROS PARA MIRAR AL OTRO

 


Una premisa: mirarnos a nosotros para mirar al otro. De ahí nace un juego de espejos y espejismos que nos atrae y nos rechaza. Imán y repelente que nos une y nos separa. Sinergias y sus transparencias que aluden a una forma de contar el mundo. Su exilio. La derrota. La libertad del yo. La emancipación del otro. Así, imagen tras imagen, composición tras composición surge el niño que fuimos que apunta al hombre que ahora somos. Dedo que traspasa la barrera del tiempo para llevarnos hacia el pasado desde un presente también lejano. Viaje provocador y, a la vez, mutilado por el dolor que provoca. Un dolor, del que esa distancia busca refugio en la intimidad y el deseo que nunca se apaga o se frena. El deseo por crear, por interrogarnos acerca de la inmaterialidad escondida en el infierno que alimentamos y nunca se apaga. Miradas que, como muy bien nos expresa Erwin Olaf en la exposición Narrativas de emancipación, deseo e intimidad (PHotoESPAÑA 2024, del 10 de mayo al 14 de julio en la Sala de Exposiciones del Centro Cultural Fernando Fernán Gómez de Madrid), buscan el letargo de la melancolía y la trasgresión del recuerdo con imágenes sobrecogedoras, exultantes o evanescentes. Miradas que se plasman en diálogos que resucitan nuestra capacidad de análisis a la hora de mirarnos a través del majestuoso espejo que nos ofrece el artista holandés en esta magna exposición acerca de los sentimientos humanos y los sentidos a través de los que éstos nos llegan. Sus fotografías tienen la potencia que envuelve a las míticas imágenes cinematográficas que se quedan adheridas a nuestra memoria, y a la intensidad de la evocación que nos llega a lo largo del tiempo. Imágenes y sensaciones que se yuxtaponen a los vídeos que se nos muestran en espacios oscuros que representan templos de recogimiento y veneración hacia aquello que a Erwin Olaf le sale de sus entrañas. 

Narrativas de emancipación, deseo e intimidad posee una plasticidad única, por intensa y militante. Una plasticidad que va desde la profunda melancolía que se recoge en la tristeza, hasta la búsqueda de una soledad y un silencio que busca refugio en plena naturaleza sin olvidar la estética arriesgada y delatora de los cuerpos desnudos que se exhiben y las múltiples interpretaciones que éstos nos sugieren. A lo que habría que añadir el minucioso estudio de los rostros humanos, y la potencia que éstos nos transmiten a través de la mirada, donde sus ojos y facciones, sus encuadres y posturas nos dicen tanto o más que el propio retrato en sí. Hombres y mujeres, niños y adultos. Todos los seres humanos posibles y las diferentes razas que habitan nuestro planeta se dan cita tras la cámara de un Erwin Olaf, que los adivina y nos los muestra de una forma sencilla, pero intensamente serena y reveladora. En esa forma de mirar tan particular y única nos acerca al ser humano sin más ambages que la verdad de su objetivo y su afán por llevarnos a realizar el viaje que él ha hecho. Un viaje hecho imágenes que alcanza su lado más íntimo en la última parte de la exposición, donde el artista holandés adopta el papel de protagonista y nos ofrece una multitud mágica y directa de su propio confinamiento durante la pandemia. Instantáneas de no vida, que poco a poco se van convirtiendo en autorretratos bicolores con supremacía del blanco y negro que nos alertan de un final: el propio. Un magnífico ejemplo de cómo romper la distancia entre realidad y ficción con una propuesta basada en la valentía de mirarnos a nosotros para mirar al otro. 

Ángel Silvelo Gabriel.