lunes, 23 de septiembre de 2024

LORRIE MOORE, SI ESTE NO ES MI HOGAR, NO TENGO HOGAR: MISTERIOS INCONEXOS Y SIN SENTIDO


 

De la cultura que nos asola y, a su vez presume de manifestar un extremo buenismo hacia todo aquello que le rodea, nace esa ridícula necesidad de demostrar continuamente una empatía pegajosa hacia el otro. Una empatía que está muy por encima de nuestras posibilidades. Buenismo a raudales sea de la naturaleza que sea y que, a ser posible, tape todo aquello que no somos ni nunca seremos. Y todo ello camuflado bajo una pátina de mentiras patológicas asfixiantes. Citas inalcanzables, por rebuscadas e inconexas. Planteamientos guais adornados de una simpleza enfermiza. Narrativas de un estilo directo forjados en la nada. Una nada barroca y repelente cuando lo elevamos todo al mundo de los fantasmas. En este sentido, Hollywood y su industria nunca serán conscientes del año que han hecho a la humanidad. De esa contracultura guay hemos llegado a la estructura creativa de unos autores que se pasan de originales y no saben qué contar para ser tenidos en cuenta (si Fitzgerald y sus guiones cinematográficos engendrados entre copa y copa levantaran la cabeza). Algo parecido a todo esto le ocurre a Lorrie Moore en su última novela. Lejos de su faceta de gran cuentista, la escritora norteamericana nos ofrece una historia desencajada de misterios inconexos y sin sentido, por mucho que intente hacernos cómplices de la idea del “doble”, tanto en el ámbito narrativo como en el de los personajes. Historias duplicadas que tratan de encontrarse en el tiempo, pero no en la narración, y de ahí su contrasentido. De esa polaridad inconexa es de la que adolece una historia pensada para un público muy específico, el norteamericano, al que, por cierto, le guste y disfrute con las referencias bélicas de su guerra civil, y las literarias del gótico americano del siglo XIX, pero que fuera de ahí no se entienden. 

A pesar de todo, Moore, en esta novela claustrofóbica por lo encerrada que está en sí misma, trata de mostrarnos a la muerte (uno de sus temas recurrentes) desde la doble perspectiva de la enfermedad y el suicidio, e intenta crear una atmósfera con tintes morbosos o de humor negro en ocasiones. Nada malo si no fuera por los tintes localistas de alguno de ellos, a los que la autora trata de contraponer una narración ágil basada en diálogos muy dinámicos. Si este no es mi hogar, no tengo hogar intenta abrir nuevos caminos tanto en su estructura narrativa como en la forma que aborda los temas trascendentales que caracterizan la obra de una Lorrie Moore que en esta ocasión se ha pasado de original y, por tanto, se queda a mitad de camino en cuanto a sus pretensiones. Tanto o más cuando se pierde en referencias furibundas hacia Donald Trump, y el miedo que les suscita la libertad de voto a las clases intelectuales norteamericanas. Un proceso al que quizá tengan que enfrentarse de nuevo en muy poco tiempo, lo que nos traerá un sinfín de novelas innecesarias sobre este mismo tema. 

Esta novela que lucha contra sí misma desde la primera página, acaba presentando su armisticio narrativo cuando termina por limitarse al mundo a los fantasmas (un arrebato que no acaba de funcionar en ningún momento), por mucho que la autora busque similitudes con Faulkner a la hora de recrearnos una vida más allá desde la materialidad de los vivos. En ese largo viaje por autopistas y carreteras interminables que nos recuerdan a Paul Auster, sus protagonistas tratan de sobreponerse a la muerte y crear una vida de muertos vivientes que no acaba encajando más que en el repetitivo y contradictorio mensaje sobre la inmaterialidad del ser humano y su finitud al que Moore trata de darle una consistencia que no termina de encontrar. Quizá, porque estemos ante una delirante sucesión de misterios inconexos y sin sentido. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 19 de septiembre de 2024

MARGUERITE DURAS, EL AMANTE DE LA CHINA DEL NORTE: LA POLIFONÍA DE LOS ECOS DEL AMOR A TRAVÉS DE LOS RECUERDOS


 

La vida va y viene, y en ese tobogán de idas y venidas, días y estaciones, el tiempo nos trae otras vidas, otros recuerdos que estaban dentro de nosotros para llegado el momento reclamar su protagonismo. Algo así le ocurrió a Marguerite Duras cuando se enteró de la muerte del protagonista chino de esta novela en el año 1990. De ese amor fragmentado en recuerdos nace esta historia ya narrada en su anterior novela El amante. Una historia que, al contrario que la antedicha, profundiza más en la historia familiar de la autora compuesta por la madre, su hermano mayor, Paulo su hermano pequeño y Thanh, el joven camboyano que adoptó su madre y a quien la escritora dedica la novela. Con un lenguaje entrecortado, fílmico por la brevedad de las frases y la estructura de los párrafos, Duras nos va narrando los momentos y las escenas que vivió en Indochina cuando apenas tenía 15 años. Ese tul del tiempo que lo entrevera todo y no nos deja adivinar con nitidez nuestro pasado es el que la autora aparta para afrontar cara a cara su pasado y ese primer amor del que nunca se recuperó. Quizá no hay nada más perverso que ser víctima de ese primer amor que te marca durante toda la vida si sólo se alimenta de los recuerdos. Pero, en este caso, la icónica Duras juega con él y los destellos que logra captar a través del tiempo y los ecos que éste produce son únicos y magistrales, porque esta reescritura de una misma historia es un texto perfecto y sublime en cuanto a los ecos del pasado que se hacen presentes y su poder de repetición. Pocos autores como Marguerite Duras han logrado dar a la repetición la categoría de esencia. Esencia domesticada por su forma de narrar y dejar en el aire una idea, un espacio o un sentimiento. Una indeterminación de la vida que nos recuerda a cada instante su fragilidad. 

El amante de la China del Norte nos sumerge en el mundo de los deseos y los miedos que éstos conllevan cuando se trata de romper barreras temporales y costumbres ancestrales que, sin embargo, serán la razón del fracaso de una relación condenada a morir desde un principio. De ese tormento surge y se afianza la relación entre la niña de quince años y el chino de veintisiete. De su apasionado encuentro nace una oda a ese fanatismo de los sentidos que conocemos como amor. Amor pleno de pasión y llanto, cercanía y distancia, rito y trasgresión. Aquí, Duras convierte a la palabra en algo tan matérico que la transforma en el cuerpo de los amantes, o en la estancia en la que yacen sus cuerpos. Esa forma de ver el pasado y el amor está marcada por la polifonía de los ecos del amor a través de los recuerdos y que, en esta novela, van más allá del amor entre la protagonista y el chino, para desdoblarse a su vez en una elegía del amor. Amor carnal, pero también fraternal. Amor con sus juicios y tragedias que, en ocasiones, llega al amor incestuoso que, narrado por la autora francófona, está exento de todo pecado, por estar abordado desde una postura más cercana a la dicha del que lo da todo —y con ello cubre el tormento y el desasosiego del otro— que al pecado carnal. 

La vida que nos plantea Marguerite Duras es una desfragmentación del mundo que siempre anda persiguiendo a los desdichados y sus tragedias. A los hechos puntuales de unas vidas que las marcan para el resto de su existencia. Un mundo en el que la escritora ensalza su capacidad para crear una atmósfera de nostalgia y pérdida a la vez, y donde ambas nos someten a un idilio entre lo que una vez fue y lo que nos es mostrado. Una forma de entender la literatura a la que Duras impregna de grandes dosis visuales con las que llega muy cerca del alma y la memoria del lector, porque como dice el refrán: «Una imagen vale más que mil palabras». 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 17 de septiembre de 2024

BILL VIOLA (1951-2024): EL ARTISTA QUE CONVIRTIÓ EL VIDEO-ARTE EN PURO SENTIMIENTO

 



En un mundo gobernado por las imágenes no cabe un mayor reto que hacer de ellas no sólo un mero escaparate de vivencias, vacuas la mayoría de ellas y sin ningún interés para el resto de la humanidad, sino una epifanía de los sentimientos humanos. Sensaciones que, en la mente y en la ejecución visual y estética que les dio Bill Viola, interpelan a la fusión del espacio que nos separa de la pantalla para convertirlo en algo mágico, pues consigue anular esa distancia hasta hacerla invisible (ficción y realidad unidas en un único plano). En esta sociedad donde todo parece estar al alcance de un click, no hay nada subversivo que ralentizar las imágenes mediante la técnica del slow film hasta convertirlas en un grito de guerra contra la frialdad y el hedonismo de la nueva sociedad woke que nos gobierna, porque no hay nada más atroz y ridículo que la yuxtaposición continua de imágenes sin más sentido que el del protagonismo no reclamado. Esa falsedad, entre otras consecuencias, es la que asesina día a día la experiencia del arte y nos hace confundir lo banal con lo auténtico que nace de la conciencia y experimentación. Herramientas que Viola exploró hasta llegar a esos espejos de lo invisible en los que se han convertido una gran parte de sus video instalaciones. De ahí la importancia que, con el paso del tiempo, las obras y vídeos del artista norteamericano tendrán en un futuro no tan lejano, porque son el mejor antídoto y el mayor legado que se nos puede dejar contra la omnipresencia de lo anodino, además de ser una barrera necesaria para evitar la catástrofe que conlleva todo arranque de exposición vital que nada tiene que ver con el arte. ¿Qué es el arte, entonces? En el caso de Bill Viola fue la expiación del mundo sensible y la posibilidad de mostrarnos cómo somos en los momentos más trascendentes de nuestras vidas. El amor, el odio, el nacimiento, la muerte, la alegría, la tristeza, o el milagro del renacimiento surgen en sus instalaciones como la conciencia de aquello que los seres humanos hemos olvidado con excesiva facilidad: la de mostrarnos tal y como somos, y no cómo queremos que los demás nos vean. Esa distancia ha sido la que el video-artista fulminó en post de una verdad incontestable: la de la realidad sin filtros, la de la lucha por la supervivencia ante la catástrofe, o la debilidad de las personas ante la fuerza de una naturaleza que en ocasiones se nos muestra tan devastadora como purificadora. Esa sensación a la hora de experimentar, mostrar e influir sobre todo aquel que se acerque a sus montajes hacen de la obra de Viola una biografía universal de lo que somos y hacia dónde nos encaminamos. Sus imágenes surgen de la necesidad de la búsqueda de ese más allá que en demasiadas ocasiones está al alcance de nuestras manos y sin embrago obviamos por pura distracción, el gran mal de la sociedad moderna. Viola nos habla en su obra de esa atención necesaria, plena y directa, a la par que sencilla, por la inmediatez de sus propuestas. Una sencillez que sólo es la excusa para adentrarnos en un universo único, por sensible y onírico, por auténtico y real, por expresivo y diferenciador. Viola nos hace viajar hacia el interior de nuestra esencia. Hacia aquello que nos moldea como personas. Hacia aquello que denominamos como alma. Un componente de nuestra personalidad que ha sido aplastado por la indigencia del falso reality en el que nos desenvolvemos. No hay nada más anodino que una sonrisa en Instagram, justo lo opuesto a lo que Viola dedicó su vida: la expiación de lo esencial, y de la materia oscura de la que estamos hechos, pues el video-artista convirtió su arte en puro sentimiento. Bill Viola ha conseguido con su obra que seamos conscientes de ese recogimiento íntimo y personal que logra sentirnos vivos y ser nosotros mismos sin tener la necesidad de exponerlo. Un recogimiento que nos lleva hasta el más puro anonimato, sin duda, la mejor herramienta a la hora de enfrentarnos a nuestros miedos y fobias. Bill Viola fue capaz de ver aquello que nadie ve. Fue el mago que nos acercó a lo que creíamos que no existía para ofrecernos la oportunidad de verlo y, sobre todo, sentirlo, porque su arte es un arte de la exaltación de los límites del ser humano a través de los sentimientos. No en vano, sus creaciones se asemejan mucho a las ventanas del alma.

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 16 de septiembre de 2024

ANGÉLICA LIDDELL, DÄMON, EL FUNERAL DE BERGMAN: RESONANCIAS ALREDEDOR DE LA MUERTE


 

¿Qué hay más vulnerable que mostrarnos desnudos ante los demás? En este caso, no se trata de hacerlo por puro exhibicionismo, sino con la intención de arrancarnos el corazón y mostrárselo a los otros sangrante en nuestra mano. Quizá lo hagamos por el miedo ante la muerte, o por el pánico ante la decrepitud de nuestro cuerpo o nuestra mente: «Sigo trabajando para no perder la razón de puro terror». Todas ellas son manifestaciones de un final. El de la intimidad. El de la vida. El de la lucidez. De esos espacios sumidos entre tinieblas nos habla una vez más Angélica Liddell, una vez más, instaurada en ese viaje sin retorno al óbito. Al propio, y al de un mundo al que ella se enfrenta con todas sus fuerzas. Su teatro es un arte a la contra. Una respuesta a sus preguntas que van desde la provocación a la búsqueda del silencio. Una falta de palabras que se capta muy bien en el monólogo de esta obra, Dämon, el funeral de Bergman, porque quizá sea el menos original que la hayamos escuchado. El teatro es el arte de la palabra y la furia al expresarlo no basta para armarlo del valor que atesora. Sin embargo, lejos de esa primera percepción, y a poco que nos detengamos en contemplar su plática y la forma de llevarla a cabo, lo que más aflora en esta larga representación de dos horas y media es la soledad. Esa de la que Liddell se hace acompañar en sus largas caminatas diarias. Palabras que se ahogan en esas diatribas que siempre dan vueltas sobre lo mismo, pues se nutren de una soledad muda reconvertida en ira hacia los demás y sus formas de vida, relación y expresión. En este sentido, en esta obra no cabe sino una agonía vital en la que, poco a poco, se abren paso con fuerza la ceremonia y el rito. Rito religioso y católico —en sus diferentes variantes— que es expresamente representado en la última parte de esta función dedicada precisamente a la muerte y funeral de Bergman, el gran cineasta sueco al que Liddell rinde homenaje y pleitesía, devoción y ternura, honor y gloria. Para, en el fondo de todo ello, subyacer sus imposturas contra el miedo que la atrapan y zarandean. Una provocación a la que ella responde con su concepción del arte. Provocación que, aparte de ser una de las características de su teatro, ella vuelca llena de rabia al inicio de la obra contra la crítica francófona que la vapuleó tras su paso por el pasado Festival de Aviñón. Un parlamento que obvia expresamente a la crítica española por considerarla inexistente o falta de valor en sí misma. Provocación, provocación, y provocación… 

Dämon, el funeral de Bergman está concebido en tres partes y como una larga ceremonia de vivos-muertos y de muertos-vivos, en la que al final de la misma también hay espacio para el dramaturgo sueco August Strindberg y su obra El sueño, de la que Bergman era un gran admirador. Más allá de la palabra, en este homenaje al arte en sí mismo, también hay espacio, un gran espacio, para la música que a veces hace de elemento distorsionador del texto y la propia música y, sobre todo, para esa concepción estética en rojo y blanco que la preside. Rojo de sangre y muerte, y blanco de pureza y esperanza. Un color blanco que, al inicio de la obra, preside la escena en la que ella se limpia —con el agua limpia y clara derramada en una palangana— sus partes pudendas, con las que más tarde bendecirá a los espectadores de las primeras filas. Un agua, no bendita, que en sí misma ya es una advertencia para todos aquellos que no estén acostumbrados al lenguaje nada convencional de la Liddell sobre el escenario. Una escenificación de la escatología que de nuevo ella hace acompañar con la desnudez de su cuerpo apenas tapado con una fina bata de seda blanca tan entreabierta que nos la deja ver como vino al mundo. Otra forma más de hacer frente a sus obsesiones, y que muy bien podríamos interpretar como un desafío a la enfermedad y a la vejez a la que se declara cercana: «La enfermedad es la historia más importante de nuestras vidas». Una declaración a la que acompaña con una puesta en escena final y coral de gran impacto visual y estético, sin duda, otro de sus puntos fuertes a la hora de ejecutar sus obras sobre los escenarios. «El teatro es tiempo, y el tiempo mata», nos recuerda en un momento dado, para que no se nos olvide uno de los mensajes principales de esta obra. 

Dämon, El funeral de Bergman acaba, por extraño que nos parezca en la carrera de Angélica Liddell, con un canto a la esperanza. No sólo por la sublimación del arte en sí mismo que ella refleja en la obra de Bergman, sino también por un epílogo teñido con la palabra alegría: «Por fin puedo darle forma a la alegría, esa alegría que a pesar de todo se esconde dentro de mí, y a la que nunca he dado vida en el trabajo». Un punto y final que quizá nos muestre a una Liddell más abierta al prójimo y menos encerrada en sí misma. Una Liddell, quien sabe, si más cercana a la esperanza en un mundo que, a pesar de todo, ya no será tal y como un día lo conocimos. 

Ángel Silvelo Gabriel