De la cultura que nos asola y, a su vez presume de manifestar un extremo buenismo hacia todo aquello que le rodea, nace esa ridícula necesidad de demostrar continuamente una empatía pegajosa hacia el otro. Una empatía que está muy por encima de nuestras posibilidades. Buenismo a raudales sea de la naturaleza que sea y que, a ser posible, tape todo aquello que no somos ni nunca seremos. Y todo ello camuflado bajo una pátina de mentiras patológicas asfixiantes. Citas inalcanzables, por rebuscadas e inconexas. Planteamientos guais adornados de una simpleza enfermiza. Narrativas de un estilo directo forjados en la nada. Una nada barroca y repelente cuando lo elevamos todo al mundo de los fantasmas. En este sentido, Hollywood y su industria nunca serán conscientes del año que han hecho a la humanidad. De esa contracultura guay hemos llegado a la estructura creativa de unos autores que se pasan de originales y no saben qué contar para ser tenidos en cuenta (si Fitzgerald y sus guiones cinematográficos engendrados entre copa y copa levantaran la cabeza). Algo parecido a todo esto le ocurre a Lorrie Moore en su última novela. Lejos de su faceta de gran cuentista, la escritora norteamericana nos ofrece una historia desencajada de misterios inconexos y sin sentido, por mucho que intente hacernos cómplices de la idea del “doble”, tanto en el ámbito narrativo como en el de los personajes. Historias duplicadas que tratan de encontrarse en el tiempo, pero no en la narración, y de ahí su contrasentido. De esa polaridad inconexa es de la que adolece una historia pensada para un público muy específico, el norteamericano, al que, por cierto, le guste y disfrute con las referencias bélicas de su guerra civil, y las literarias del gótico americano del siglo XIX, pero que fuera de ahí no se entienden.
A pesar de todo, Moore, en esta novela claustrofóbica por lo encerrada que está en sí misma, trata de mostrarnos a la muerte (uno de sus temas recurrentes) desde la doble perspectiva de la enfermedad y el suicidio, e intenta crear una atmósfera con tintes morbosos o de humor negro en ocasiones. Nada malo si no fuera por los tintes localistas de alguno de ellos, a los que la autora trata de contraponer una narración ágil basada en diálogos muy dinámicos. Si este no es mi hogar, no tengo hogar intenta abrir nuevos caminos tanto en su estructura narrativa como en la forma que aborda los temas trascendentales que caracterizan la obra de una Lorrie Moore que en esta ocasión se ha pasado de original y, por tanto, se queda a mitad de camino en cuanto a sus pretensiones. Tanto o más cuando se pierde en referencias furibundas hacia Donald Trump, y el miedo que les suscita la libertad de voto a las clases intelectuales norteamericanas. Un proceso al que quizá tengan que enfrentarse de nuevo en muy poco tiempo, lo que nos traerá un sinfín de novelas innecesarias sobre este mismo tema.
Esta novela que lucha contra sí misma desde la primera página, acaba presentando su armisticio narrativo cuando termina por limitarse al mundo a los fantasmas (un arrebato que no acaba de funcionar en ningún momento), por mucho que la autora busque similitudes con Faulkner a la hora de recrearnos una vida más allá desde la materialidad de los vivos. En ese largo viaje por autopistas y carreteras interminables que nos recuerdan a Paul Auster, sus protagonistas tratan de sobreponerse a la muerte y crear una vida de muertos vivientes que no acaba encajando más que en el repetitivo y contradictorio mensaje sobre la inmaterialidad del ser humano y su finitud al que Moore trata de darle una consistencia que no termina de encontrar. Quizá, porque estemos ante una delirante sucesión de misterios inconexos y sin sentido.
Ángel Silvelo Gabriel.