sábado, 26 de octubre de 2024

PEGGY GUGGENHEIM, CONFESIONES DE UNA ADICTA AL ARTE: EL ESQUELETO DE UN TREPIDANTE TRAVELLING VITAL


 

El tiempo pasa a gran velocidad y, más, si no nos paramos a contemplarlo. Algo que, por ejemplo, le ocurrió a Peggy Guggenheim tal y como nos narra en este recorrido por el mundo del arte del siglo XX que entremezcla la autobiografía, las memorias y el diario sin apenas darnos cuenta. De lo lejano a lo cercano, de lo íntimo a lo social, o de lo abstracto a lo realista. Ella nos esboza su vida dedicada al arte en capítulos, aunque más bien cabría decir que en cada punto y aparte de cada capítulo, porque la azarosa vida de la norteamericana está tan repleta de acontecimientos que nos recuerdan a las piezas de un puzle, donde cada personaje que entra en su vida es una ficha del mismo. Muchas piezas que, en sí mismas no valen nada, pero que también sin cada una de ellas nunca tendríamos ni la amalgama de sensaciones que recrean ni el dibujo completo de su existencia. Atrevida y a veces descarada, cosmopolita sin ser excluyente, o mordaz alternando dosis de cariño, su estrategia vital-literaria se desarrolla a través de una prosa ágil, dinámica y divertida. Peggy nos narra su vida con un desapego que la hace encantadora, pues nada se salva de su juicio y ternura. Todo lo narra como si estuviese dando forma a una gran escultura, cuyo resultado final es el esqueleto final de un trepidante travelling vital, en el que su talento para mostrarnos las obras de los artistas que al inicio del siglo XX supieron romper con todo lo anterior, la convirtieron no sólo en un mecenas de casi todos ellos, sino en una galerista con una mirada muy especial hacia el arte, pues gracias a ella se difundieron con más amplitud las obras de los artistas que coparon todos los ismos artísticos de principios y mediados del siglo  pasado. Artistas que ayudó a afianzar o a descubrir no sin esfuerzo y una generosa inversión económica. Artistas, entre los que quizá, Jackson Pollock sea su gran hallazgo, tal y como la propia Peggy nos va descubriendo a lo largo del libro. Un hallazgo del que se encontraba muy satisfecha, a pesar de los vaivenes personales que mantuvieron entre ambos hasta la muerte del pintor. 

Confesiones de una adicta al arte, es precisamente eso, una descripción continua y constante de las múltiples exposiciones, viajes y relaciones de amistad y amorosas de una mujer que concibió la vida como un cúmulo de sensaciones que siempre exploraban la escala más alta de su particular sinfonía existencial, porque nunca se conformó con menos. Su temperamento la condujo a situaciones únicas y lugares exóticos como su viaje a la India o Ceilán, donde recaló en la isla de Taprobane. Una isla que, el escritor norteamericano Paul Bowles, incansable viajero compró, y en la que no le importó mojarse en culo en las aguas del Indico con tal de llegar a ella. Sin embargo, su carácter de exploradora de nuevas sensaciones y experiencias, le llevó a abandonar pronto los EE.UU. y hacer de Londres y, sobre todo París, su casa, hasta que descubrió Venecia y cayó rendida a sus encantos, lo que no le ocurrió, por ejemplo, con la burocracia italiana y las múltiples trabas que le pusieron para llevar sus obras desde Nueva York a Italia. En este sentido, La Bienal fue su plataforma más influyente de cara a poder contar con un museo permanente en el que poder exhibir su extenso catálogo de obras de arte. Un empeño que por fin consiguió llevar a cabo en el palacio Vernier de los Leones sobre el Gran Canal de Venecia, actual Museo Peggy Guggenheim. Un espacio al que siempre se mostró fiel y en el que viviría treinta años. Un enclave donde su legado sigue vivo bajo la dirección de su nieta Karol Veil, y en cuyo jardín descansan sus restos mortales bajo una lápida en la que se lee: «Aquí yace Peggy Guggenheim. 1898-1979», y junto a ella, otra, que tiene grabada la siguiente inscripción: «Aquí yacen mis amados bebés» con los nombres, fecha de nacimiento y de defunción de los 14 perros que tuvo a lo largo de su vida. 

Peggy Guggenheim en Confesiones de una adicta al arte, se muestra a sí misma como una fiel representante de un mundo que ya no existe, porque entre otras cosas, tal y como nos dice al final de este libro, no puede comprar obras de arte por su elevado coste económico, algo que ella sí puedo hacer con anterioridad. Un mundo del arte que, como ella lo concibió, dejó de existir para comportarse como un mero valor bursátil más, ya que muchos de los compradores de arte hoy en día se limitan a almacenar sus grandes adquisiciones en una caja fuerte esperando a que suba su cotización en el mercado financiero. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 17 de octubre de 2024

RICARDO MARTÍNEZ-CONDE, VA AMANECIENDO: EL SILENCIO, UNA FORMA DE HABITAR EL MUNDO

 


El universo, aquel que va desde la Tierra al cielo o desde la luna al infinito, se congela cuando en él reina el silencio, pues no hay una mejor forma de habitar el mundo. Aquel que contiene vidas, sensaciones, pero sobre todo dudas ante el pasado, el presente o el futuro. El silencio es el narrador de las múltiples experiencias la efímera existencia que habitamos. El silencio como metáfora de la vida, el amor y el paso del tiempo: «No ha sido en vano. El amor/ (que nació en silencio) quedó/ prendido en un pliegue inadvertido;/ un truco ingenuo del cielo/ entre ella y yo». Amor que permanece del alba al ocaso y se pregunta a dónde va. En Va amaneciendo, Ricardo Martínez-Conde emprende un camino, el de la discordia consigo mismo, con la luna, el mar y la naturaleza. Todo parece condenado a habitar en una sombra: «¿Más allá no hay tiempo? Pero sí/ la sombra; es mejor suponer». Y de ese suponer la duda reina en lo más angosto del camino, porque mira hacia el pasado y a la quietud del tiempo. Ese observar el pasado que ahora nos conduce a la nada, o como nos dice el poeta: «A la sombra como el revés del tiempo». De ahí nace el yo poético más sincero, porque nace de las entrañas y no de la sabiduría: «No lo sé, en verdad/ Sólo sé que mañana es Invierno/ (tal vez hoy, por lo que parecen decir/ el gorrión y la hoja que tirita)/ Aparenta ajena, como casi siempre, esa/ revelación de la realidad que esperamos;/ se resiste a decir el nombre, el lugar:/ su argumento de vida/  No lo sé, en verdad/ No lo sé por mí/ (creo saberlo desde mí). 

Como nos dice Alfredo Ovilo en la introducción: «Nadie busque ritmo o rima fáciles, ni la voz de la razón o sombras de realidad (o de vigilia) en estas páginas: caminan por un sueño efímero al que hay que dejarse arrastrar por una atracción que no explican sus palabras, impregnadas de memoria, como si cada una fuera la llave de un secreto que apela a la noche, al origen, a lo humano y sus ceremonias, a lo natural, y también a la nada (que es la soledad).» Una soledad rodeada de naturaleza a través de árboles, pájaros, y mar, sobre todo ese mar y sus olas que, con su movimiento, nos anuncian que son un trasunto del tiempo y la soledad: «Y el mar… Posar el pie desnudo/ en la arena, esperar la ola liberada ya del peso/ de la significación mas guardando,/ como ha de ser, el sentido del mar/ Tal como le ha de suceder–camino hacia la Nada/ al hombre que se aleja.» Ese hombre que se aleja hacia la Nada nos lleva de la vereda donde se dan la mano los dioses perdidos, sean éstos los que sean, porque no hay mayor verdad que la sostenida por la observación de la realidad y su proximidad a la extrañeza o la duda: «El que observa busca un fin», sea éste el que sea. Quizá, por todo ello, la voz poética se pregunta: «¿Qué será mañana?», por mucho que nos sumerjamos en el silencio como forma de habitar el mundo. 

«Sería necesario tener un corazón de verdad,

a la altura de las rocas, para decir con propiedad

qué se espera cuando la luz muere y

se extiende el silencio.»

 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 15 de octubre de 2024

PAUL AUSTER, BAUMGARTNER: LA SOLEDAD DEL TIEMPO

 



El tiempo, en ocasiones, se convierte en una balsa sobre la que flotar a través de los recuerdos. El pasado visto de esta forma es un remansiño de paz que busca lo que otrora nos hizo felices y, por ello, regresamos a él en busca de aquellos acontecimientos en principio triviales y que sin embargo reposan en nuestra memoria de una forma indeleble. Y si lo hacemos es para alzarlos a la categoría de mitos. Mitos de una vida trazada con mano temblorosa, lo que no impide que los veamos con firmeza o los hayamos experimentado con la fuerza más poderosa del mundo. En este sentido, la literatura es una buena forma de trabajar el tiempo. La soledad del tiempo podríamos decir si nos acercamos a la última novela que Paul Auster publicó antes de morir. Esta elegía sobre Anna, la esposa fallecida del protagonista, le sirve al autor para desdoblarse en dos: lo que fue y lo que ha sido. De ahí, que Paul Auster sea Baumgartner, y Baumgartner Paul Auster, en una sucesión ilimitada de giros, experiencias y vicisitudes cotidianas que de una u otra forma siempre nos llevan hasta el azar o, mejor dicho, a la importancia del azar en nuestras vidas, y más, en la biografía literaria del escritor norteamericano como nos demuestra al inicio y al final de esta novela. Un contrapunto de la sociedad actual en la que muchos se creen inmortales cuando, sin ser conscientes de ello, una ligera brisa puede acabar con sus vidas y borrar de su espíritu la voluntad del junco de volver siempre al lugar y forma iniciales. Nuestra capacidad, por tanto, de volver a ser aquello que fuimos nos es extirpada desde el instante que nacemos, salvo claro está, que volvamos a hacerlo a través de los recuerdos. Auster, en esta ocasión, lo intenta mediante los textos intercalados de la mujer de su protagonista, Anna, lo que le sirve al autor para hablar de sí mismo a través del otro. Un estilo indirecto con el que quiere marcar una distancia entre el pasado y el presente. Un presente, sin embargo, impregnado del pasado. Ese mirar atrás y el regreso a su juventud y, la intrínseca necesidad de recuperar la felicidad que un día se tuvo, nos hablan de un final, un final tranquilo que convierte a esta novela en un largo epitafio literario que lucha contra la soledad del tiempo. Una actitud de estar en la vida que Sam Shepard expresa de una forma brillante en la que también fue su última novela, Espía de la primera persona: «Hay momentos en que no puedo evitar pensar en el pasado. Sé que es en el presente donde hay que estar. Siempre ha sido el sitio en el que estar. Sé que gente muy sabia me ha recomendado permanecer en el presente el mayor tiempo posible, pero a veces el pasado se presenta sin previo aviso. El pasado no aparece por completo. Siempre reaparece por partes.» Y, Baumgartner, es el despiece de una vida por partes. 

Baumgartner también representa el amor y el apego hacia la persona amada que va más allá de nuestro efímero cuerpo. El amor, como parte esencial de eso que denominamos alma. Alma como expresión inmaterial de la esencia de cada ser humano. Ahí es donde Baumgartner es más vulnerable ante la ausencia de su esposa muerta. De ahí, que la importancia del amor en esta historia le sirva a Baumgartner (Auster) como lírico homenaje a su esposa Anna (Siri). Un homenaje que él convierte desde el principio en palabras que adquieren el formato de textos, notas y últimas intenciones del escritor hacia la esposa desaparecida; palabras que tienen en común una misma piedra de toque: la necesidad de expresar el amor infinito hacia la persona que ya no está y sin embargo sigue marcando el rumbo de nuestra vida. En ese camino entre, deambulante y sinuoso, el protagonista de esta novela divaga y retrocede sobre sí mismo: «Qué escritor o artista no vive en ese territorio cambiante entre la autoestima y el desprecio de sí mismo», nos dice cuando nos habla acerca de por qué no se le había ocurrido antes publicar los poemas de Anna. Una muestra más de que ella, sin duda, es el timón de esta narración y la heroína de una historia de redención y gloria, porque al final todos expresamos la necesidad de salvarnos por muy metidos que estemos en la sima de la vida y, quizá, no halla mejor forma de hacerlo que a través del amor. De este modo, la forma de narrar de Auster sobre Anna es una demostración de la sublimación hacia el otro cuando el tiempo nos deposita en el instante final. Un tiempo en el que ya no cabe la posibilidad de la duda, aunque sí de volver a vivir envuelto en una felicidad verdadera. Felicidad desde el dolor y la proximidad de la muerte, lo que la convierte en auténtica. 

Algo parecido, pero desde un punto menos emotivo, pero no menos intenso, es la reflexión que sobre el tiempo, la vida y el azar hace Auster a través de los recuerdos que, en principio, nacen de situaciones intrascendentes y, sin embargo, nunca se olvidan como, por ejemplo, la que nos narra acerca de la niña que un día vio en el tren, o el niño del metro de París. Una nueva demostración de ese azar, tan presente en nuestras vidas, que nos castiga y premia a partes iguales sin que seamos conscientes de ello hasta que se nos presenta delante de nosotros y no nos deja decidir. Un azar que podríamos expresar que es contrario a la memoria y que, en esta novela, Auster la trae a colación cuando nos habla de sus historias familiares con su padre, madre y hermana. Todas ellas encaminadas a dibujar ese perfil humano del que se despide. Una narración de los inicios vitales que se transforma en una manifestación contraria a la soledad y la vejez que él experimenta y explora en esta tranquila despedida sin otra pretensión que el ajuste de cuentas con la soledad del tiempo. Una despedida donde la literatura se nos presenta como la última posibilidad de la esperanza. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 2 de octubre de 2024

KENZABURO OÉ, LA PRESA: ADOLESCENCIA, LIBERTAD Y MUERTE

 


El ansia de exploración en la adolescencia es el mayor aliado de las nuevas experiencias. Figuras virtuales que, cuando traspasan la mera anécdota, se convierten en trágicas en el instante que son las protagonistas de situaciones no previstas o deseadas en la calidez y candidez de una persona inmadura. Algo parecido es lo que le ocurre al protagonista de esta historia cuando se ve inmerso en un juego que le domina el espíritu, sobre todo, cuando quiere elevar sus experiencias a la categoría de mito. Un mito alegórico que deja de serlo en el momento en el que debe enfrentarse a la más pura e inoportuna realidad, donde el encuentro con el otro (otro totalmente distinto a lo conocido), trasciende en un manantial de sensaciones nunca antes vividas. De esta forma, Kenzaburo Oé, en su novela corta, La presa, nos propone una sucesión de realidades y contratiempos que, a él, le sirven para hacernos reflexionar sobre el rechazo al extranjero, o a lo desconocido, por el simple hecho de ser diferente. La localización de esta historia en la guerra del Pacífico le permite al escritor japonés situar a su protagonista en una aldea perdida en mitad de un bosque donde la naturaleza es la verdadera dueña de las vidas de unos seres humanos aislados del mundo. De ahí, que el avión norteamericano que cae en el bosque se nos presente como el antagónico a esa civilización milenaria. El choque entre ambos mundos dará pie a las distintas fases que experimentamos ante lo desconocido: el miedo y la desconfianza, la aceptación y la cercanía, y la imposición de una trágica realidad que viene marcada más allá de los límites de ese mundo subterráneo y aislado que se nos presenta. Con matices que nos recuerdan al libro de William Golding, El señor de las moscas, en el que también se describe la tiranía de unos chicos que confunde la libertad con la muerte, nos invita a revisitar el trinomio: adolescencia, libertad y muerte desde la inicial inocencia de un niño, hasta el abrupto y trágico enfrentamiento con la edad adulta de su protagonista (a su vez narrador de esta novela). Una novela escrita con intensidad y lirismo, ambas características de la técnica narrativa del escritor japonés que, en este caso, trata de revisitar las consecuencias que para él y el resto de la humanidad tuvieron los lanzamientos de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. De ese desconocimiento del que nos habla aquí, es de donde surge el miedo que llevó al ser humano a renegar de sí mismo para aniquilarse como nunca antes lo había hecho. Esta singular forma de llegar desde lo particular a lo general, convierten a La presa en un magnífico ejemplo del odio con el que se cubre el cotidiano día a día de la humanidad, siempre más preocupada en defender lo suyo que en llegar a un acuerdo con el otro. 

La presa nos muestra lo peligroso que es convertir en dogma las ideas que exploran mitos erróneos basados en viejos planteamientos de dioses caídos, por mucho que quieran mostrarnos el ímpetu que guarda la relación entre adolescencia, libertad y muerte. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 23 de septiembre de 2024

LORRIE MOORE, SI ESTE NO ES MI HOGAR, NO TENGO HOGAR: MISTERIOS INCONEXOS Y SIN SENTIDO


 

De la cultura que nos asola y, a su vez presume de manifestar un extremo buenismo hacia todo aquello que le rodea, nace esa ridícula necesidad de demostrar continuamente una empatía pegajosa hacia el otro. Una empatía que está muy por encima de nuestras posibilidades. Buenismo a raudales sea de la naturaleza que sea y que, a ser posible, tape todo aquello que no somos ni nunca seremos. Y todo ello camuflado bajo una pátina de mentiras patológicas asfixiantes. Citas inalcanzables, por rebuscadas e inconexas. Planteamientos guais adornados de una simpleza enfermiza. Narrativas de un estilo directo forjados en la nada. Una nada barroca y repelente cuando lo elevamos todo al mundo de los fantasmas. En este sentido, Hollywood y su industria nunca serán conscientes del año que han hecho a la humanidad. De esa contracultura guay hemos llegado a la estructura creativa de unos autores que se pasan de originales y no saben qué contar para ser tenidos en cuenta (si Fitzgerald y sus guiones cinematográficos engendrados entre copa y copa levantaran la cabeza). Algo parecido a todo esto le ocurre a Lorrie Moore en su última novela. Lejos de su faceta de gran cuentista, la escritora norteamericana nos ofrece una historia desencajada de misterios inconexos y sin sentido, por mucho que intente hacernos cómplices de la idea del “doble”, tanto en el ámbito narrativo como en el de los personajes. Historias duplicadas que tratan de encontrarse en el tiempo, pero no en la narración, y de ahí su contrasentido. De esa polaridad inconexa es de la que adolece una historia pensada para un público muy específico, el norteamericano, al que, por cierto, le guste y disfrute con las referencias bélicas de su guerra civil, y las literarias del gótico americano del siglo XIX, pero que fuera de ahí no se entienden. 

A pesar de todo, Moore, en esta novela claustrofóbica por lo encerrada que está en sí misma, trata de mostrarnos a la muerte (uno de sus temas recurrentes) desde la doble perspectiva de la enfermedad y el suicidio, e intenta crear una atmósfera con tintes morbosos o de humor negro en ocasiones. Nada malo si no fuera por los tintes localistas de alguno de ellos, a los que la autora trata de contraponer una narración ágil basada en diálogos muy dinámicos. Si este no es mi hogar, no tengo hogar intenta abrir nuevos caminos tanto en su estructura narrativa como en la forma que aborda los temas trascendentales que caracterizan la obra de una Lorrie Moore que en esta ocasión se ha pasado de original y, por tanto, se queda a mitad de camino en cuanto a sus pretensiones. Tanto o más cuando se pierde en referencias furibundas hacia Donald Trump, y el miedo que les suscita la libertad de voto a las clases intelectuales norteamericanas. Un proceso al que quizá tengan que enfrentarse de nuevo en muy poco tiempo, lo que nos traerá un sinfín de novelas innecesarias sobre este mismo tema. 

Esta novela que lucha contra sí misma desde la primera página, acaba presentando su armisticio narrativo cuando termina por limitarse al mundo a los fantasmas (un arrebato que no acaba de funcionar en ningún momento), por mucho que la autora busque similitudes con Faulkner a la hora de recrearnos una vida más allá desde la materialidad de los vivos. En ese largo viaje por autopistas y carreteras interminables que nos recuerdan a Paul Auster, sus protagonistas tratan de sobreponerse a la muerte y crear una vida de muertos vivientes que no acaba encajando más que en el repetitivo y contradictorio mensaje sobre la inmaterialidad del ser humano y su finitud al que Moore trata de darle una consistencia que no termina de encontrar. Quizá, porque estemos ante una delirante sucesión de misterios inconexos y sin sentido. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 19 de septiembre de 2024

MARGUERITE DURAS, EL AMANTE DE LA CHINA DEL NORTE: LA POLIFONÍA DE LOS ECOS DEL AMOR A TRAVÉS DE LOS RECUERDOS


 

La vida va y viene, y en ese tobogán de idas y venidas, días y estaciones, el tiempo nos trae otras vidas, otros recuerdos que estaban dentro de nosotros para llegado el momento reclamar su protagonismo. Algo así le ocurrió a Marguerite Duras cuando se enteró de la muerte del protagonista chino de esta novela en el año 1990. De ese amor fragmentado en recuerdos nace esta historia ya narrada en su anterior novela El amante. Una historia que, al contrario que la antedicha, profundiza más en la historia familiar de la autora compuesta por la madre, su hermano mayor, Paulo su hermano pequeño y Thanh, el joven camboyano que adoptó su madre y a quien la escritora dedica la novela. Con un lenguaje entrecortado, fílmico por la brevedad de las frases y la estructura de los párrafos, Duras nos va narrando los momentos y las escenas que vivió en Indochina cuando apenas tenía 15 años. Ese tul del tiempo que lo entrevera todo y no nos deja adivinar con nitidez nuestro pasado es el que la autora aparta para afrontar cara a cara su pasado y ese primer amor del que nunca se recuperó. Quizá no hay nada más perverso que ser víctima de ese primer amor que te marca durante toda la vida si sólo se alimenta de los recuerdos. Pero, en este caso, la icónica Duras juega con él y los destellos que logra captar a través del tiempo y los ecos que éste produce son únicos y magistrales, porque esta reescritura de una misma historia es un texto perfecto y sublime en cuanto a los ecos del pasado que se hacen presentes y su poder de repetición. Pocos autores como Marguerite Duras han logrado dar a la repetición la categoría de esencia. Esencia domesticada por su forma de narrar y dejar en el aire una idea, un espacio o un sentimiento. Una indeterminación de la vida que nos recuerda a cada instante su fragilidad. 

El amante de la China del Norte nos sumerge en el mundo de los deseos y los miedos que éstos conllevan cuando se trata de romper barreras temporales y costumbres ancestrales que, sin embargo, serán la razón del fracaso de una relación condenada a morir desde un principio. De ese tormento surge y se afianza la relación entre la niña de quince años y el chino de veintisiete. De su apasionado encuentro nace una oda a ese fanatismo de los sentidos que conocemos como amor. Amor pleno de pasión y llanto, cercanía y distancia, rito y trasgresión. Aquí, Duras convierte a la palabra en algo tan matérico que la transforma en el cuerpo de los amantes, o en la estancia en la que yacen sus cuerpos. Esa forma de ver el pasado y el amor está marcada por la polifonía de los ecos del amor a través de los recuerdos y que, en esta novela, van más allá del amor entre la protagonista y el chino, para desdoblarse a su vez en una elegía del amor. Amor carnal, pero también fraternal. Amor con sus juicios y tragedias que, en ocasiones, llega al amor incestuoso que, narrado por la autora francófona, está exento de todo pecado, por estar abordado desde una postura más cercana a la dicha del que lo da todo —y con ello cubre el tormento y el desasosiego del otro— que al pecado carnal. 

La vida que nos plantea Marguerite Duras es una desfragmentación del mundo que siempre anda persiguiendo a los desdichados y sus tragedias. A los hechos puntuales de unas vidas que las marcan para el resto de su existencia. Un mundo en el que la escritora ensalza su capacidad para crear una atmósfera de nostalgia y pérdida a la vez, y donde ambas nos someten a un idilio entre lo que una vez fue y lo que nos es mostrado. Una forma de entender la literatura a la que Duras impregna de grandes dosis visuales con las que llega muy cerca del alma y la memoria del lector, porque como dice el refrán: «Una imagen vale más que mil palabras». 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 17 de septiembre de 2024

BILL VIOLA (1951-2024): EL ARTISTA QUE CONVIRTIÓ EL VIDEO-ARTE EN PURO SENTIMIENTO

 



En un mundo gobernado por las imágenes no cabe un mayor reto que hacer de ellas no sólo un mero escaparate de vivencias, vacuas la mayoría de ellas y sin ningún interés para el resto de la humanidad, sino una epifanía de los sentimientos humanos. Sensaciones que, en la mente y en la ejecución visual y estética que les dio Bill Viola, interpelan a la fusión del espacio que nos separa de la pantalla para convertirlo en algo mágico, pues consigue anular esa distancia hasta hacerla invisible (ficción y realidad unidas en un único plano). En esta sociedad donde todo parece estar al alcance de un click, no hay nada subversivo que ralentizar las imágenes mediante la técnica del slow film hasta convertirlas en un grito de guerra contra la frialdad y el hedonismo de la nueva sociedad woke que nos gobierna, porque no hay nada más atroz y ridículo que la yuxtaposición continua de imágenes sin más sentido que el del protagonismo no reclamado. Esa falsedad, entre otras consecuencias, es la que asesina día a día la experiencia del arte y nos hace confundir lo banal con lo auténtico que nace de la conciencia y experimentación. Herramientas que Viola exploró hasta llegar a esos espejos de lo invisible en los que se han convertido una gran parte de sus video instalaciones. De ahí la importancia que, con el paso del tiempo, las obras y vídeos del artista norteamericano tendrán en un futuro no tan lejano, porque son el mejor antídoto y el mayor legado que se nos puede dejar contra la omnipresencia de lo anodino, además de ser una barrera necesaria para evitar la catástrofe que conlleva todo arranque de exposición vital que nada tiene que ver con el arte. ¿Qué es el arte, entonces? En el caso de Bill Viola fue la expiación del mundo sensible y la posibilidad de mostrarnos cómo somos en los momentos más trascendentes de nuestras vidas. El amor, el odio, el nacimiento, la muerte, la alegría, la tristeza, o el milagro del renacimiento surgen en sus instalaciones como la conciencia de aquello que los seres humanos hemos olvidado con excesiva facilidad: la de mostrarnos tal y como somos, y no cómo queremos que los demás nos vean. Esa distancia ha sido la que el video-artista fulminó en post de una verdad incontestable: la de la realidad sin filtros, la de la lucha por la supervivencia ante la catástrofe, o la debilidad de las personas ante la fuerza de una naturaleza que en ocasiones se nos muestra tan devastadora como purificadora. Esa sensación a la hora de experimentar, mostrar e influir sobre todo aquel que se acerque a sus montajes hacen de la obra de Viola una biografía universal de lo que somos y hacia dónde nos encaminamos. Sus imágenes surgen de la necesidad de la búsqueda de ese más allá que en demasiadas ocasiones está al alcance de nuestras manos y sin embrago obviamos por pura distracción, el gran mal de la sociedad moderna. Viola nos habla en su obra de esa atención necesaria, plena y directa, a la par que sencilla, por la inmediatez de sus propuestas. Una sencillez que sólo es la excusa para adentrarnos en un universo único, por sensible y onírico, por auténtico y real, por expresivo y diferenciador. Viola nos hace viajar hacia el interior de nuestra esencia. Hacia aquello que nos moldea como personas. Hacia aquello que denominamos como alma. Un componente de nuestra personalidad que ha sido aplastado por la indigencia del falso reality en el que nos desenvolvemos. No hay nada más anodino que una sonrisa en Instagram, justo lo opuesto a lo que Viola dedicó su vida: la expiación de lo esencial, y de la materia oscura de la que estamos hechos, pues el video-artista convirtió su arte en puro sentimiento. Bill Viola ha conseguido con su obra que seamos conscientes de ese recogimiento íntimo y personal que logra sentirnos vivos y ser nosotros mismos sin tener la necesidad de exponerlo. Un recogimiento que nos lleva hasta el más puro anonimato, sin duda, la mejor herramienta a la hora de enfrentarnos a nuestros miedos y fobias. Bill Viola fue capaz de ver aquello que nadie ve. Fue el mago que nos acercó a lo que creíamos que no existía para ofrecernos la oportunidad de verlo y, sobre todo, sentirlo, porque su arte es un arte de la exaltación de los límites del ser humano a través de los sentimientos. No en vano, sus creaciones se asemejan mucho a las ventanas del alma.

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 16 de septiembre de 2024

ANGÉLICA LIDDELL, DÄMON, EL FUNERAL DE BERGMAN: RESONANCIAS ALREDEDOR DE LA MUERTE


 

¿Qué hay más vulnerable que mostrarnos desnudos ante los demás? En este caso, no se trata de hacerlo por puro exhibicionismo, sino con la intención de arrancarnos el corazón y mostrárselo a los otros sangrante en nuestra mano. Quizá lo hagamos por el miedo ante la muerte, o por el pánico ante la decrepitud de nuestro cuerpo o nuestra mente: «Sigo trabajando para no perder la razón de puro terror». Todas ellas son manifestaciones de un final. El de la intimidad. El de la vida. El de la lucidez. De esos espacios sumidos entre tinieblas nos habla una vez más Angélica Liddell, una vez más, instaurada en ese viaje sin retorno al óbito. Al propio, y al de un mundo al que ella se enfrenta con todas sus fuerzas. Su teatro es un arte a la contra. Una respuesta a sus preguntas que van desde la provocación a la búsqueda del silencio. Una falta de palabras que se capta muy bien en el monólogo de esta obra, Dämon, el funeral de Bergman, porque quizá sea el menos original que la hayamos escuchado. El teatro es el arte de la palabra y la furia al expresarlo no basta para armarlo del valor que atesora. Sin embargo, lejos de esa primera percepción, y a poco que nos detengamos en contemplar su plática y la forma de llevarla a cabo, lo que más aflora en esta larga representación de dos horas y media es la soledad. Esa de la que Liddell se hace acompañar en sus largas caminatas diarias. Palabras que se ahogan en esas diatribas que siempre dan vueltas sobre lo mismo, pues se nutren de una soledad muda reconvertida en ira hacia los demás y sus formas de vida, relación y expresión. En este sentido, en esta obra no cabe sino una agonía vital en la que, poco a poco, se abren paso con fuerza la ceremonia y el rito. Rito religioso y católico —en sus diferentes variantes— que es expresamente representado en la última parte de esta función dedicada precisamente a la muerte y funeral de Bergman, el gran cineasta sueco al que Liddell rinde homenaje y pleitesía, devoción y ternura, honor y gloria. Para, en el fondo de todo ello, subyacer sus imposturas contra el miedo que la atrapan y zarandean. Una provocación a la que ella responde con su concepción del arte. Provocación que, aparte de ser una de las características de su teatro, ella vuelca llena de rabia al inicio de la obra contra la crítica francófona que la vapuleó tras su paso por el pasado Festival de Aviñón. Un parlamento que obvia expresamente a la crítica española por considerarla inexistente o falta de valor en sí misma. Provocación, provocación, y provocación… 

Dämon, el funeral de Bergman está concebido en tres partes y como una larga ceremonia de vivos-muertos y de muertos-vivos, en la que al final de la misma también hay espacio para el dramaturgo sueco August Strindberg y su obra El sueño, de la que Bergman era un gran admirador. Más allá de la palabra, en este homenaje al arte en sí mismo, también hay espacio, un gran espacio, para la música que a veces hace de elemento distorsionador del texto y la propia música y, sobre todo, para esa concepción estética en rojo y blanco que la preside. Rojo de sangre y muerte, y blanco de pureza y esperanza. Un color blanco que, al inicio de la obra, preside la escena en la que ella se limpia —con el agua limpia y clara derramada en una palangana— sus partes pudendas, con las que más tarde bendecirá a los espectadores de las primeras filas. Un agua, no bendita, que en sí misma ya es una advertencia para todos aquellos que no estén acostumbrados al lenguaje nada convencional de la Liddell sobre el escenario. Una escenificación de la escatología que de nuevo ella hace acompañar con la desnudez de su cuerpo apenas tapado con una fina bata de seda blanca tan entreabierta que nos la deja ver como vino al mundo. Otra forma más de hacer frente a sus obsesiones, y que muy bien podríamos interpretar como un desafío a la enfermedad y a la vejez a la que se declara cercana: «La enfermedad es la historia más importante de nuestras vidas». Una declaración a la que acompaña con una puesta en escena final y coral de gran impacto visual y estético, sin duda, otro de sus puntos fuertes a la hora de ejecutar sus obras sobre los escenarios. «El teatro es tiempo, y el tiempo mata», nos recuerda en un momento dado, para que no se nos olvide uno de los mensajes principales de esta obra. 

Dämon, El funeral de Bergman acaba, por extraño que nos parezca en la carrera de Angélica Liddell, con un canto a la esperanza. No sólo por la sublimación del arte en sí mismo que ella refleja en la obra de Bergman, sino también por un epílogo teñido con la palabra alegría: «Por fin puedo darle forma a la alegría, esa alegría que a pesar de todo se esconde dentro de mí, y a la que nunca he dado vida en el trabajo». Un punto y final que quizá nos muestre a una Liddell más abierta al prójimo y menos encerrada en sí misma. Una Liddell, quien sabe, si más cercana a la esperanza en un mundo que, a pesar de todo, ya no será tal y como un día lo conocimos. 

Ángel Silvelo Gabriel

martes, 25 de junio de 2024

PESSOAS, 28 HETERÓNIMOS ESPERANDO A FERNANDO PESSOA: LA MULTIPLICIDAD DEL ALMA


 

Los Pessoas que Ricardo Ranz despliega en este libro son dibujos con alma propia. Existen muchos Pessoas en el mundo, pero sin duda, los del artista leonés son algunos de ellos. Saltando, bailando, con paraguas, suspendido del aire, derrochando tinta, con el alcohol y el tabaco teñidos de un color que resaltan cada una de sus ilustraciones. Una multiplicidad que no es ajena a Ricardo Ranz, porque cuando se desdobla en los diarios de Franz Frichard: «Mis logros, tan íntimos que solo los conoce la vida. Mis sueños tan silenciosos que solo los escucho yo» se hace un auto-Pessoa que busca, explora e investiga aguas adentro. En esos límites que tanto miedo nos da visitar, y que son nuestra esencia y sus múltiples vertientes. Ricardo Ranz, también en este caso ejerce de filósofo espiritual, y nos recuerda que somos seres multidisciplinares y de múltiples voces, por mucho que nos cueste reconocer lo contrario, pero para eso está entre otros motivos este Pessoas, 28 heterónimos esperando a Fernando Pessoa, para mostrarnos la multiplicidad del alma. Una perfecta excusa para revisitar la figura del poeta portugués y sus múltiples voces a través de las 28 voces que lo reinterpretan o revisitan. 28 voces que simulan al tranvía 28 de Lisboa. Un artefacto de color amarillo que recorre aquellas calles y rincones que formaron parte del devenir vital y onírico de un escritor preñado de personajes a los que dio luz y vida propia. 

La variedad de posturas y expresiones. La soltura en los trazos. El acierto en los colores. Y la inigualable caricaturización de los múltiples retratos de Pessoa que, Ricardo Ranz ha conseguido inmortalizar, le proyectan como un heterónimo más de las andanzas e incertidumbres del portugués más universal del siglo XX. Sus imágenes se proyectan como ecos sonoros materializados en líneas, trazos y gamas cromáticas que se quedan incrustados en nuestro imaginario colectivo y que, compiten de tú a tú, con las figuras que del poeta se distribuyen por la Casa Fernando Pessoa de Lisboa. Unas y otras, son el espíritu que le reafirman como un elemento ornamental que complementan a la perfección su vida y su obra. Esa multiplicidad se asimila a las huellas que nos llevan por un viaje nuevo y distinto, porque de estos Pessoas que representan a tantos Pessoas saltamos al abismo que supuso y sigue siendo El libro del desasosiego. A la brisa que en La Baixa nos llega desde el Tajo. A los adoquines que nos recuerdan al hombre que no pisaba el suelo. A las múltiples moradas que habitó el cuerpo humano que sostenía a su sombrero, sus gafas y su bigote isósceles. A los escaparates de una Olissipo que nos hablan de la grandeza de un hombre universal, que va mucho más allá del reclamo publicitario y turístico de una nación que lo ensalza como estandarte universal de su fisonomía física e intelectual. Una fisonomía infinita pues en su día rebasó los límites del Cementerio dos Prazeres donde fue enterrado, para ser aposentado entre los más grandes portugueses de todos los tiempos. Y, por si esta excusa visual y poética no fuera suficiente para revisitar al poeta, aquellos lectores que se acerquen a este libro de libros, debe pararse a leer con detenimiento la gran introducción de Manuel Moya, el mejor especialista español sobre la vida y la obra de Pessoa. Manuel, en apenas ocho páginas y un poema, nos desglosa el alma del poeta portugués y sus mundos adyacentes. Una magnífica apertura de lo que es y representa la obra del poeta portugués. Hombre de hombres que, como nos recuerda el poeta Juan Carlos Mestre, en las palabras preliminares que abren este libro: «Volverá como el rey Don Sebastián rodeado de pasteleros e impostores. El hombre. El hombre que le tenía miedo a un árbol». Quizá, por eso, Pessoa dijo: «Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida». Y en esa eterna búsqueda del presente exento de futuro, abordó todo aquello que su mente tuvo a bien vislumbrar o explorar. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 20 de junio de 2024

STEFAN ZWEIG, EL MUNDO DE AYER: EL MALTRECHO ANHELO DE LA UNIÓN ESPRITUAL DE EUROPA

 




«Acojamos el tiempo tal como él nos quiere». Esta frase de la obra Cimbelimo de Shakespeare abre estas memorias de un europeo, que el escritor austríaco Stefan Zweig tituló como El mundo de ayer. Esta frase, en sí misma, tiene la peculiaridad de ser como una doble página de una misma idea. Por un lado, porque nos traslada al pasado y nos invita a recuperar aquello que nos aconteció, y por otro, porque manifiesta un deseo: convertirnos en una materia porosa del tiempo que nos ha tocado vivir como si fuésemos una parte de un falso presente, ya que el tiempo pasado lo es. Además, también podríamos darle al menos un tercer significado: el del viaje como trayecto vital que nos dispone a tener que elegir entre varios itinerarios. En este sentido, Zweig opta por el más complejo: «Desde mi primera pieza, Tersites, nunca me había dejado de preocupar el problema de la superioridad anímica del vencido […] tratando de ayudar a los demás me ayudé a mí mismo». Esa ONU ambulante en la que Stefan Zweig convirtió a su vida le llevó a conocer, primero Europa y, más tarde, parte del resto del mundo. Ahí, en ese deambular, donde no eran necesarios ni los pasaportes ni las fronteras, inició un largo trayecto que le trasladó desde la sociedad tranquila de la Viena que le vio nacer al caos que se implantó en toda Europa y el mundo con las dos Guerras Mundiales. Antes de que todo eso llegara, el escritor austríaco nos muestra una sociedad en la que su vida está impregnada de arte, y de la especial sensibilidad que sus conciudadanos muestran hacia la cultura. Un modo de estar en la vida con un único afán: el de ser los mejores. Esa explosión cultural en la que se desarrolla la primera parte de su vida le lleva a aborrecer el gimnasio —nombre con el que se conocía la escuela o el instituto—, y le lleva a lanzarse a esa otra vida que existe fuera de él, junto a sus compañeros. De ahí nacerán su interés por la música y la poesía, que desembocará en la publicación de sus primeros poemas. Unos versos nacidos de su pasión por el lenguaje y alejados de la experiencia. En este sentido, es llamativo el apartado que reserva a la iniciación sexual de su generación, encorsetada por la forma pacata y distante de llevarla a cabo, ya que se circunscribía a los gestos, las miradas, o las visitas a las casas de citas para burgueses. Sin embargo, lo más importante de este despertar a la vida lo constituye su acceso a la universidad, y el hecho de que tras publicar sus primeros poemas conoce a Theodor Herlz, el redactor del folletín Neue Freie Press, al que presenta un pequeño trabajo poético que le publicará; una noticia que le llevará a ganarse el respeto de su familia y a trasladarse seis meses a Berlín donde continuará con sus estudios universitarios. Es estancia en la capital alemana, por primera vez en su vida, le permitirá abrirse a la vida con total libertad. Este hecho, sin duda, marcará su ritmo vital para siempre, porque más adelante le abrirá las puertas de muchas ciudades europeas (Zurich, París, Londres, Roma, Ostende, Munich…) y, sobre todo, a entrar en contacto con grandes personalidades culturales de su tiempo: Rudolph Steiner, Rainer Maria Rilke, Rodin, Yeats, Walter Rathenau, Romain Rolland, Maxim Gorki, etc. Por ejemplo, su encuentro con el poeta Emile Verhaeren, del que dirá que: «en aquellas tres horas llegué a querer a la persona tanto como la he querido después toda mi vida», le influirá de tal modo que cambiará el inicio que tenía proyectado acerca de su obra literaria, dado que, tras conocerle, decidió dedicar sus próximos dos años a traducir la obra completa de éste. Un trasunto que marcó de una forma definitiva su posicionamiento creativo, y también le llevó a reforzar su afición por el coleccionismo que, al principio fue acumulando en una casa de las afueras de Viena. Allí depositó, por ejemplo, el dibujo Rey Juan de William Blake adquirido en el Museo Británico de Londres gracias a su amigo Archibald G. B. Russell (un dibujo que desde entonces le acompañará ya casi toda su vida). O también uno de los poemas más bellos de Goethe, así como autógrafos de poetas, actores y cantantes; manuscritos originales (una página de una galerada de Balzac), o los borradores de poesía o composiciones musicales. 

El mundo de ayer, como el resto de la obra del escritor austríaco, transcurre a lo largo de los años bajo una escritura cuidada y un ritmo que evita los afluentes o las largas descripciones que lo conviertan en aburrido, como muy bien nos explica el propio Zweig cuando aborda el reconocimiento literario que él nunca ha buscado, o nos expresa las pautas que él cree debe poseer todo escritor a la hora de forjar su estilo literario. Este es un libro en el que hay múltiples anécdotas culturales y, quizá, la más llamativa de todas ellas sea el aciago destino que fue de la mano de sus primeras obras de teatro y las muertes de los actores (Adalbert Matkowsky o Joseph Kainz) justo antes de estrenarlas, o del óbito del nuevo director del Burgtheater de Viena, Alfred Baron Berger, antes del estreno de su obra La casa a orillas del mar; o más tarde la de su amigo y actor italiano Alexander Moissi en 1931. Un sino, que le hizo desistir, durante mucho tiempo, de volver a escribir un texto teatral y que, de alguna manera, podría simbolizar la orfandad cultural y su conversión en un futuro apátrida, que le perseguiría hasta el final de sus días en Brasil. 

Dentro de su innato europeísmo hay que destacar su encuentro en París con Roman Rolland, en la casa de éste cercana al bulevar de Montparnasse. Tanto es así que Zweig lo recuerda como uno de los días más luminosos de su vida. Aquella conversación le hizo comprender que su deber no consistía en hacer frente a la perspectiva, posible a pesar de todo, de una guerra europea. Un hecho que ocurrió cuando estaba de vacaciones en Ostende, lo que le obligó a regresar a Viena de inmediato. A partir de ahí, comienza un lento pero interminable peregrinaje por toda Europa. Primero, cuando fija su residencia en la casa de Salzburgo, cercana a la frontera alemana, que abandonará de una forma definitiva veinte años después. Aquí, Zweig nos muestra que hay tantas vidas como caminos tomar. Ritmos vitales que nos llevan a esos lugares que nunca teníamos pensado ir. A esas metas que se fueron tropezando en nuestras vidas sin desearlo. Y a esos fracasos que derrumbaron los grandes esfuerzos que nos llevaron a intentar conquistar una meta de por sí imposible. París y, finalmente Londres, o Bath, donde se encontraba cuando se declaró la IIGM, le ayudaron a huir de las sombras que le persiguieron a lo largo de su vida: «El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo este tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad.» 

Esa vida, más allá de la sombra que siempre le persiguió, le llevó a mirar más allá de las fronteras físicas o de las banderas, para entregarse de na forma apasionada a materializar su anhelo de la unión espiritual de Europa. Un deseo que él no vio materializado. Sin embargo, su espíritu de concordia sí venció tal y como él lo concibió cuando Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi y Paul-Henri Spaak, conocidos como los padres de Europa, fundaron la Comunidad Europea (CE) tras la IIGM. 

Ángel Silvelo Gabriel.