miércoles, 10 de septiembre de 2025

MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ, LA BELLEZA DE LA MATERIA: ENCUENTROS CON LO INESPERADO


 

La materia como forma, color y tacto; como palabra, significado y sendero. De otras voces. De otra vida: la soñada. Materia aliada con la belleza y el ensayo. La búsqueda y el rechazo. La materia dentro de la materia. Y dentro de ella: la poesía. Como nos recuerda la autora de este ensayo poético: «La poesía es siempre un acto de fe». El mismo que a ella le lleva a soñar con lo que la rodea y, tras esos sueños, abrir nuevas vías, porque el sueño es tanto el conductor de lo posible como el corazón entre las sábanas que yacen mudas para que nosotros las convirtamos en palabras y sus ecos. La belleza de la materia concebida como encuentros con lo inesperado… Tras esa cortina, donde reside la realidad silenciosa que se apodera de nuestro subconsciente, se halla este ensayo de María Ángeles Pérez López; un trabajo que nos acerca a los múltiples significados de la belleza de la materia. Sí, porque en él anida la materia que es múltiple e infinita. La materia lo abarca todo. «¿Y las ideas son materia?». Sí, también, porque de ellas parte la vida que un día nos conducirá hasta la muerte. «La belleza ha de ser lo que resta al cerrarse el sarcófago del poder absoluto». Poder incólume que mueve las entrañas del artista y su razón de ser. 

«La belleza/ la belleza/ la belleza…», como nos recuerda Luis Eduardo Aute en la canción del mismo nombre. ¿Acaso existe una mayor revolución que reivindicarla hoy en día? No puedo estar más de acuerdo con la autora cuando abre el libro con estos versos de mi querido John Keats: «La belleza es verdad y la verdad belleza/ Es todo lo que necesitas saber en la tierra». Hermosas palabras del poeta de la melancolía que nos dejó como señal indeleble de lo que es, y de lo que está concebida la belleza: la verdad. Nada deja de ser cierto en su búsqueda, tal y como explora la poeta vallisoletana a través de los poemas de otros, convirtiendo a estos hallazgos en metamateria metaliteraria: «La materia es siempre aquello que logra acercarnos a lo que no sabíamos». De ese no saber surge la escritura de María Ángeles; una escritura que busca tanto el amor como el desconcierto que genera. Todo se resume a seguir el rastro de la palabra. Una palabra que nos lleva a otra y a otra: «Si antes de nacer todos los niños son pájaros es porque la materia sueña el movimiento». Un movimiento que nos genera encuentros con lo inesperado. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 8 de septiembre de 2025

LAS AMARGAS LÁGRIMAS DE PETRA VON KANT, DIRIGIDA POR RAKEL CAMACHO: LA SOLEDAD NO INVOCADA

 


Todo vuelve al punto de partida. El día. La noche. El día. En un movimiento interminable que nos marca el devenir de la vida. Fassbinder debió pensar en ello cuando en un vuelo de Berlín a Los Ángeles escribió el texto de esta obra de teatro que se estrenó en el año 1971. El escritor y director alemán fue un rompedor con las estructuras burguesas. Inició ese proceso de revisión de las costumbres alemanas explorando, entre otras, las relaciones amorosas entre mujeres. Relaciones a las que dotó de una estética muy de la época y que venía definida por el protagonismo del plástico, el color blanco y cierto arrebato sadomasoquista en corsés, botas altas y vestimentas muy ceñidas, como mejor forma de mostrar el encorsetamiento y la falta de libertad de unas mujeres que iban en busca de su propia libertad lejos de la sombra que los hombres proyectaban sobre sus vidas. Un planteamiento que al dramaturgo y novelista alemán le lleva a explorar los territorios de la dominación, la servidumbre o el caos sentimental inherente a todo ser humano. Algo que, en la adaptación dirigida por Rakel Camacho de Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, se queda a medio camino entre lo naif y lo superfluo en cuanto a su concepto y a la falta de tensión dramática que nos expresan las protagonistas de la obra. Eso sí, estamos ante una adaptación profundamente pop en su faceta estética y musical donde a modo de cortinillas entre las diferentes escenas suenan canciones como Lili Marleen, o el Wicked game de Chris Isaak interpretada por Aura Garrido (Karin), y que resultan lo más destacado de una función que no acaba de encajar ni en el texto (da la impresión que no llegamos a conocer la esencia que mueve a los sentimientos de las relaciones entre las mujeres que componen el reparto), ni en la tensión que se le supone al planteamiento original. Esa fuerza, inexistente, es la que nos deja fríos ante lo que se nos plantea por mucho que ahondemos en lo que se nos está contando. 

Quizá lo más llamativo de todo ello sea la soledad no invocada de Petra (interpretada por una voluntariosa Ana Torrent) que, como un continuo movimiento en círculo, abraza al inicio y final de la obra. Más allá de los temas recurrentes en esta pieza teatral del Fassbinder como son: la incomunicación, la dominación, la opresión o la sumisión, lo que emerge por encima de ese amor que se vuelve como imposible es la soledad que tanto asusta al ser humano, sobre todo, cuando esta ni se invoca ni se desea. Ese no saber estar solo, en nuestro caso, hace girar a los personajes de la obra sobre sí mismos en un eje concéntrico que no les permite sino hundirse cada vez un poco más. De ese agujero nace la desidia ante la vida, pero también la falta de una ilusión que, en demasiadas ocasiones, tratamos de tapar con el éxito en el trabajo y el dinero. Aquí es donde, una vez más, regresamos cual Ítaca sensorial al menos es más a través de unas emociones que, sin llegar a ser estridentes, pueden resultar grandes exploradoras de los silencios que nos acogen y expresan más que mil palabras. Una mirada. Un roce de la piel. La lealtad hacia la persona que amamos, a veces, son el trampolín sobre el que hay que saltar para librarnos de lo grotesco, lo superfluo o el grito desesperado que nada más que produce desconsuelo y desasosiego. Tras esa cortina que, casi nunca nos atrevemos a descorrer, es donde se esconde la soledad no invocada y el simbolismo que representa el hecho de quitarnos el corsé que nos atosiga y no nos deja vivir en libertad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 26 de agosto de 2025

PIERRE DRIEU LA ROCHELLE, EL FUEGO FATUO: EL SUSPIRO DE LA DESESPERACIÓN


 

Fuego fatuo como una burbuja y emblema de la desesperación que, sin embargo, renace cada amanecer. Creer en aquello que sabemos que nos matará. Ejercer de lo que no conocemos por el simple hecho de reivindicar el juego que conlleva enfrentarnos a la realidad. Juego sin malabares y repleto de oscuridades. Calles desiertas. Vomitonas de madrugada. Y droga. Heroína como simuladora de aquello que no somos. En El fuego fatuo, Pierre Drieu la Rochelle refleja esa desazón que se quedó en las almas de aquellos que hicieron frente y sobrevivieron a La Gran Guerra. Muerte y destrucción que dejó sin futuro a miles de jóvenes europeos que se quedaron sin vivir el esplendor de la vida. De esas sombras nacieron hombres gobernados por el miedo y la desesperación, lo que a muchos de ellos los llevó al distanciamiento, la soledad y la frustración. Alain, el protagonista de esta historia, podría ser uno de ellos. Enfrentado a sus días sin nada. Hambriento de vida, pero que no sabe como masticarla y menos engullirla. Así marcha, erguido en la loma de un desasosiego pertinaz, que tiene una única meta: la muerte. 

El fuego fatuo navega por esas aguas donde lo normal es la cobardía del que no quiere saber la verdad, porque ésta es tan aplastante que no admite ningún tipo de interrogatorio. No obstante, cabe preguntarse si esa deriva está llena de algún tipo de significado, sea éste trascendente o no, y la respuesta es que sólo está determinada por el vacío. Aquel que el alma humana es incapaz de esquivar. Como nos dice su autor en la contrarréplica titulada Adiós a Gonzague: «Morir es el arma más potente que puede tener un hombre». Una sentencia cargada de dramatismo, pero también de una voluntad férrea carga de valentía. El acoso del mundo en ocasiones es tan incisivo que nos empuja al abismo con tan sólo enseñarnos el final de nuestros días. Francia. París. Las mujeres. La vida burguesa. En este caso, todos ellos forman parte de un atrezo hueco y muchas veces sin sentido. Relaciones que no llevan a ninguna parte por el esnobismo que desprenden. Así es fácil perderse en la nada. Un río lleno de palabras huecas y guiños falsos que no nos permiten alojarnos en ningún lugar en concreto. Y de ahí surge el vagabundeo de un Alain que se declara incapacitado para el amor y la vida. Él nada más necesita de acciones y no de sentimientos, por mucho que éstas no signifiquen nada para él. Y es en esos huecos donde se hunde por un precipicio que él se construye a cada instante. Su orden práctico es el que da una respuesta a su desorden vital. Incapaz de escribir o amar se refugia en los objetos inertes e insignificantes que le rodean, como lo puede ser una cerilla. En este sentido, se nos recuerda que: «En todo literato hay un enterrador». 

Pierre Drieu la Rochelle se inspiró en la vida atormentada y suicidio de su amigo y poeta dadaísta Jacques Rigaut para escribir El fuego fatuo. Un nuevo símbolo del suspiro de la desesperación que gobernó el mundo en el período entreguerras. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 31 de julio de 2025

MIRANDA JULY, A CUATRO PATAS: ¿DÓNDE HA IDO A PARAR LA LITERATURA?

 


Como nos recuerda de una forma muy acertada el escritor Nicolás Melini: «Ya casi hemos sustituido al crítico —conocedor de la literatura— por aquel al que sólo le interesa lo que tiene muchos consumidores. Y, al menos, esa es la sensación que a uno le queda después de leer A cuatro patas, de Miranda July, la novela que ha sido seleccionada a la vez por el New Yorker y el New York Times como el mejor libro de ficción del año. Lo que nos lleva a plantearnos la siguiente pregunta: ¿Dónde ha ido a parar la literatura?, porque nos entra la duda que un típico libro de autoayuda como este sea el mejor libro del año para algunos profesionales de la crítica literaria. De ahí que, en este camino repleto de arquetipos y banalidades del alma, la próxima parada sea la visión de la literatura actual como una mera empresa de marketing. Como nos recalca Melini. «¿En qué momento toda esa gente aprendió que debe despreciar el cuento literario, la poesía, la novela como gran narración y expresión artística? A cuatro patas, es el ejemplo perfecto de lo expuesto, pues tras su lectura a uno le queda la sensación de haber perdido el tiempo y haber sido engañado por una autora que en su hoja de agradecimientos referencia a tal multitud de personas que nos hace sospechar que se trata de una historia escrita a veinte o cuarenta manos como poco. Todas ellas, lejos de la literatura, por supuesto, y seguro, muy cerca del marketing, entendido éste como un producto de consumo vacuo y sin sentido, porque, qué sentido tiene la búsqueda de la libertad en una persona que ya lo tiene todo y no sabe qué hacer con su vida con la llegada de la perimenopausia. Esa falsa falta de libertad July la explora bajo el prisma de un feminismo hueco, histriónico, caótico y sin sentido que nos habla de  una sociedad enferma de un yoísmo insulso. De ahí, que la búsqueda de la originalidad del texto se base en fórmulas banales, manoseadas y falsamente originales. Su protagonista, sin nombre (sin duda estamos ante una falsa ficción, pues el texto tiene todos los tintes de ser autobiográfico) descansa en referencias como la influencia de la comida sana, la publicidad, el saneamiento del alma, los gimnasios y el culto al cuerpo para alcanzar falsas cuotas de juventud y una abundancia de sexo lésbico que resulta histriónico y egocéntrico, y que pone de manifiesto la cualidad más memorable de la novela: el retrato de un mundo en plena decadencia. 

A cuatro patas refleja el universo de la sociedad woke norteamericana traumatizada por dar vueltas sobre su propio eje sin aportar nada nuevo ni al mundo ni así mismos. Una falsa realidad que se pone de manifiesto en frases como esta: «El sueño compartido que no era solamente un sueño». Una libertad de sueños, o una secuencia de sueños de sueños que no van a ninguna parte. Sin duda, esta suerte de planteamientos lo que buscan en su final es pautarnos todo aquello que debemos hacer como manifestación de una libertad que ya tenemos. July naufraga en su intento literario de mostrarnos la benevolencia de su propia locura (¿qué pensaría Virginia Wolf?). Ni la presencia mayoritaria de personajes femeninos, ni el retrato de un marido al que podríamos tildar de normal, ni la omnipresencia de su hijo no binario (en serio alguien se puede creer que un hijo nace no binario, qué manifestación de totalitarismo es esa. Uno será lo que quiera ser cuando sea adulto y no lo que le dicta su madre). Como diría Rousseau: «El hombre es bueno por naturaleza es la sociedad quien lo corrompe». 

A su vez, esta novela, en sí misma, nos plantea una serie de despropósitos que, en su versión viajera, no puede estar más falta de originalidad (se nota que ninguno de sus múltiples asesores ha leído El palacio de la luna de Paul Auster, por ejemplo), cuando la anónima protagonista decide ir a Nueva York en coche y, sin embargo, se queda a cincuenta kilómetros de su casa en un motel donde intenta reencontrarse a sí misma y hacer frente a su preminente perimenopausia. Esta puesta en escena tan manida nos recuerda a aquella otra en la que Lorrie Moore nos plantea en su novela de fantasmas huecos Si este no es mi hogar, no tengo hogar. 

Para que todo esto retroceda, sólo nos queda una opción, como nos apunta Nicolás Melini: «Si, de pronto, una gran crisis económica hiciera desaparecer el mercado, todos los productos librescos desaparecerían. En ese momento, de nuestro tiempo, solo se seguiría haciendo y publicando el cuento literario, la poesía, la novela como gran narración y expresión artística, el ensayo filosófico del gran pensador de este tiempo, el teatro, y, en definitiva, todo aquello que ya se publicaba cuando el mercado no se había desarrollado hasta el nivel actual, sin descartar que se pudieran producir innovaciones genéricas a partir de la literatura, no a partir del consumo, como se ha dado tanto.» 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 2 de julio de 2025

TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO, EL QUE MENOS SABE: EL ALMA Y SUS DEBILIDADES

 


Nos dice Tomás Sánchez Santiago en Almanaque desconcertado (I): «Me confundí de madre. Entre una bolsa y otra bolsa/ supe para siempre lo que era caer en las aguas heladas/ del desamparo. Unos segundos, unos cuantos segundos/ nada más. De bolsa en bolsa. Pero fue suficiente. No pude/ soportar a solas el aullido del mundo». De ese aullido y de ese desamparo surgen muchos de los poemas de El que menos sabe. Versos que ahondan en lo minúsculo. En aquello que no se ve. En lo cotidiano. Y en las sombras que no nos dejan jugar con la esperanza. Este poemario de madurez da vueltas sobre sí mismo y su existencia, porque como nos dice su autor, el poema es lo que cuenta, la razón final de todo verso. El poema, en este sentido, es la excusa del propio poema. Es el tótem. El demiurgo que descarrila y vuelve a retomar su camino, porque hay caminos y caminos y, algunos de ellos, le llevan al poeta a revisitar los recuerdos de su niñez y el devenir de la vida como un componente más de una voz poética que busca sin llegar a encontrar. ¿Acaso existen las certezas? De ahí que no sea extraño que el paso del tiempo y sus consecuencias nos vengan dadas con forma de sombras, imágenes oscuras, inquietud, decrepitud, y desalojo. Para ello Tomás Sánchez se sirve de un léxico en el que abundan palabras como: nombres, quehaceres, atardecer, desechos, día, memoria, almanaque… «Larga es la tarde y sus hirvientes itinerarios amarillos./ Y casi todo sobra en el corazón/ del verano suspendido, de golpe/ en medio de la vida, torvo/ como el forastero que ha llegado/ a detener una fiesta/ y logra descolgar las reservas del cielo/ hasta que a todo llegue el olor de las terminaciones». Unos versos de su poema Extenuación en los que indaga en los finales y en «la incierta virtud de estar vivo», sobre todo, cuando todo desaparece a nuestro alrededor. Ahí es donde la voz poética llega directamente del alma y se alimenta de sus debilidades. 

No es fácil adivinar el mundo, por eso, es más confortable desasirse de todo aquello que una vez nos dijeron que debería acompañarnos durante toda la vida. Ese gesto de libertad y aligeramiento lleva consigo romper la coraza que nos oprime y atosiga. Tareas prestablecidas que a la hora de la verdad nos resultan ridículas. ¡Qué fácil es perder la mirada en lo inhóspito! Y llegar a intuir ese otro mundo que nadie gobierna, salvo lo desconocido. En ese destruir de tareas es lo que nos lleva a «merodear por los territorios limítrofes con lo olvidado, lo humilde y desatendido. Son las afueras de las consignas, de las frases hechas y lo estridente: es la vida de otro modo», como nos apunta José María Castrillón en la contraportada del libro. En ese otro modo es donde reside este poemario por el que deambulan el alma y sus debilidades. Un poemario que escarba en aquellos espacios vacíos que un día compartimos con nuestros seres queridos. Ecos del pasado que en El que menos sabe también vienen de la mano de una madre y su ausencia-presencia en nuestros recuerdos. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 1 de julio de 2025

MARIO VARGAS LLOSA, LA FIESTA DEL CHIVO: LA LUZ DE LA VERDAD QUE SE PRECIPITA SOBRE LA MÁS CRUEL DE LAS MENTIRAS

 


Las raíces de la vida en ocasiones se transforman en ramas trepadoras que devoran todo lo que tocan. Lo hacen como si fueran las elegidas por la ironía del destino, para de ese modo, convertir la vida en sangre, la esperanza en condena, y la libertad en una profunda dictadura. Vargas Llosa, en esta novela de tintes realistas, echa mano de su mejor y portentoso estilo literario y narrativo para mostrarnos un mundo y unas vidas que son un todo, pues ese todo que es y representa el devenir de nuestros días es llevado a la ficción con la plenitud de quien sabe hacer muy bien su trabajo. El despliegue de personajes y sus microhistorias va surgiendo página tras página de una forma natural, y a veces abrupta, por el cariz violento de los protagonistas de la misma, porque de eso va una buena parte de esta novela, la de desmantelar las excusas de la violencia gratuita del poder que un tirano ejerce sobre sus súbditos. En este sentido, el escritor peruano nos propone una reflexión sobre los totalitarismos de América Latina que, en La fiesta del Chivo, se centran en el fin de la dictadura de Rafael Trujillo (El Chivo) en la República Dominicana. Con un estilo narrativo que mezcla el presente con el pasado con tan sólo separarlos con un punto y aparte, consigue que el lector avance en la historia que se le cuenta y regrese a su pasado en un devenir temporal caracterizado por las heridas que el tiempo ha ido causando en unos personajes que afrontan a destiempo las consecuencias de sus decisiones pasadas. Hay una inteligente revelación de la luz de la verdad que se precipita sobre la más cruel de las mentiras, por ser éstas armas arrojadizas de la barbarie, el dolor, y la muerte. Desprecios morales que tienen un alto precio humano, pues no cuentan con la posibilidad de atisbar una salida. 

El regreso de Urania, la hija de un alto dirigente de la dictadura de Trujillo a Santo Domingo, es el punto de partida con el que arranca esta recreación ficcionada de unos hechos que le sirven a Vargas Llosa para hacer un gran examen mental y sentimental del dictador; una figura que el escritor usa para ir introduciendo a los personajes de esta historia y la relación que todos ellos establecen con “El jefe”. El Chivo tiene a toda la nación amenazada bajo su férreo control, pero sin embargo no es capaz de frenar ni el deterioro de su largo mandato, ni tampoco su salud, pues ésta se ve dañada donde más le duele: en su virilidad. Las incontrolables pérdidas de orina y la dificultad para mantener relaciones sexuales van haciendo mella en un carácter cada vez más paranoico frente a los demás. Las cuestiones básicas de su día a día poco a poco se desmoronan y se vuelven trepidantes cuando la acción de la novela aborda el relato de su muerte, lo que le sirve a Vargas Llosa para hacer un despliegue monumental magistral de personajes, ideas y pensamientos de cada uno de ellos; un instrumento literario que le sirve para mostrarnos lo mejor y lo peor del ser humano. A ese examen psicológico y personal de los protagonistas de esta historia, habría que añadir el suspense que es utilizado como una gran arma narrativa a la hora de adentrarse en un final que conocemos de antemano, pero que no por ello, le resta un ápice de genialidad a la trama. 

Esta forma de narrar tan personal del escritor peruano, nos recuerda, sin duda, a la que ya utilizó en La ciudad y los perros, donde el análisis psicológico de los personajes, caracterizados muchos de ellos con unos magníficos motes que los definen, no dejan ninguna duda de la sagacidad observadora de un maestro de la escritura como es Vargas Llosa que, en esta novela, arroja con toda su fuerza la luz de la verdad que se precipita sobre la más cruel de las mentiras. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 23 de junio de 2025

KOR’SIA, SIMULACRO, EN EL CENTRO CONDE DUQUE DE MADRID: FRAGMENTOS ENCERRADOS EN UN CÍRCULO



 

Algo da vueltas en nuestra cabeza. Primero es una música martilleante que nos pone sobre aviso. Emergencias sin luces de auxilio, pero que sí nos hablan de una catástrofe: el fin del mundo. Como un Sísifo que empuja su piedra una y otra vez, un hombre se debate contra un paracaídas como si en ello le fuera la vida. Esa es la primera metáfora que nos propone Simulacro: la del Hombre frente a la adversidad de un mundo enloquecido. Mundo-burbuja que, a modo de rotonda, no nos ofrece la posibilidad de avanzar, sino la de darnos constantemente frente a una barrera invisible que no nos permite salir de los fragmentos que representan nuestras vidas. Vidas encerradas en círculos. Como decía el poeta portugués, Fernando Pessoa: «Y entonces, ¿qué es el hombre, por sí mismo, sino un insecto fútil que zumba mientras se estrella contra el cristal de una ventana?». Insectos que, en Simulacro, vienen representados por bailarines con neoprenos, coderas, y rodilleras negras. Siluetas que no paran de moverse y que apenas están iluminados por un foco que les permite seguir dando vueltas. Hay un espíritu totémico en este nuevo espectáculo dirigido por Mattia Russo y Antonio de Rosa, en colaboración con los intérpretes, por el carácter simbólico y trascendente que le ha querido imprimir la dramaturgia de Agnés López-Río. Aquí el dios es la imagen. Su poder. Su repetición. Y el cariz universal de atracción y sumisión que posee sobre el ser humano. No es de extrañar que los siete bailarines repitan una y otra muchos de sus movimientos como mejor expresión de esa desolación que está tan presente en nuestro día a día. Una desolación que en Simulacro no evita las guerras, ni el eco de los helicópteros que tanto nos recordaron a la mítica película Apocalipsis now de Coppola. 

Hay en esta magnífica representación una proyección multidimensional que nos altera cuando se conjugan a la vez la música, la soledad y la escenografía de una rotonda sobre las que los bailarines dan vueltas y vueltas. A veces rápido, y otras, a cámara lenta. Esa inhóspita rotonda se asemeja mucho al escenario del fin del mundo. Por su luz. El sonido atronador que la persigue. Y la sensación de abandono que transmite. Todo es oscuro. Negro o casi negro, como lo podría ser una película de ciencia ficción, donde la distopía que la gobierna se mezcla con la realidad que ya vivimos. De la música atronadora y de carácter industrial que nos propone Alejandro da Rocha, pasando por la escenografía de Amber Vandenhoeck y las imágenes de Nouseskou, que se repitan sin parar en esa pantalla que funciona a modo de ojo que todo lo ve, nace el abismo de un acantilado siniestro y condenatorio que visualizamos a través de una coreografía que reinterpreta una manera muy personal de escenificar aquello en lo que ya nos hemos convertido: una sociedad insulsa dominada por el poder silencioso de las pantallas. ¿Qué sería de nosotros, si de vez en vez, el mundo de la cultura no nos remitiera al estado de ansiedad apocalíptica que nos somete? En este caso, la compañía de danza afinca en España, Kor’sia, tiene la valentía de romper las barreras de lo cotidiano para acercarnos a ese mundo de tinieblas que tanto nos recuerda a La Caverna de Platón, donde la única luz que nos llega es la del sentimiento de esperanza que nos impulsa a despojarnos de nuestras negras vestimentas y mostrarnos tal cual somos, sin trampa ni cartón. Una esperanza que podemos adivinar de una forma tímida en las cortinillas con canciones americanas de los años sesenta, o en el semi desnudez de unos bailarines que, una vez más, rozan la perfección a la hora de interpretar la agonía que llevamos dentro. Fragmentos encerrados en un círculo donde se superponen la ciencia ficción y la realidad. 

Intérpretes: Martina Anniciello, Nagga Baldina, Edoardo Brovadi, Benoît Couchot, Samuel Dilkes, Ange Hiroki y Samuel Van der Veer. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 18 de junio de 2025

THE CHAMELEONS EN LA SALA MON LIVE DE MADRID: ¡NO TE CAIGAS!

 


Perdidos en las telarañas del tiempo, a veces, el pasado se nos hace presente en un arquetípico juego de fantasmas. Siendo estos testigos directos de un sueño que, de repente, se convierte en realidad. Más allá de las coordenadas del tiempo, el grupo de Middleton hicieron su aparición en el escenario de la Sala Mon Live de Madrid parapetados tras una sesión continua de fuerza musical, eso sí, herida por los estragos que la vida han causado en la voz de un Mark Burgess que lo dio todo en una impetuosa actuación basada en los grandes éxitos de la banda. Un setlist dedicado a sus seguidores de toda la vida y que, en el directo que vimos el pasado domingo, se caracterizó bajo el tono algo más bajo y diluido de las guitarras —tan importantes y sublimes en esta banda— con el fin de no amortiguar la voz de un Burgess inconmensurable en el resto de aspectos musicales y comunicativos con una sala llena a rebosar. Generoso, hasta tal punto, que antes del show salió al exterior para firmar discos, entradas, camisetas, o lo que fuese, a sus fans más fieles. Pero a quién importaban estos pequeños menesteres si, de nuevo, podían asistir a un directo de un grupo, no tan famoso como otros de los trasnochados años 80, pero sí influyentes, tanto en la concepción estrictamente musical como en el mensaje de sus letras. Hipnóticos, aguerridos y entregados The Chameleons no se rindieron en ningún momento y fueron pulverizando sin descanso los 15 temas del setlist a lo largo de la hora y media que duró el concierto; un show que se inició con el mítico «A Person Isn’t Anywhere These Days», al que siguieron «Pleasure and Pain», «The Fan and the Bellows», o «Perfume Garden» en una secuencia imparable de ritmos intensos y canciones legendarias que hacían disfrutar a los asistentes, y que éstos respaldaban, con constantes muestras de entusiasmo; una euforia desaforada que a algunos de los presentes se le hizo más intensas por mor del alcohol o los extras administrados a sus cuerpos. Entre viajes psicodélicos, aplausos y gritos de júbilo llegamos a «Tears», «Up the Down Escalator» y «Soul in Isolation», que fusionaron con «For What it’s Worth» de Buffalo Springfield, «The End» de The Doors, «Eleanor Rigby» de The Beatles, y «There is a ligth» de los Smiths, en un claro homenaje a las influencias y gustos de la banda inglesa que, como buenos camaleones, supieron adaptar estos temas a su particular forma de interpretar la música. 

Con «P.S Goodbye» pusieron fin a la parte principal de su actuación, y cuando comenzaron con los bises lo hicieron de la mano de Monkeyland, que dio paso a «Looking Inwardly» y al inolvidable «Second Skin» con el que Burgess nos presentó al resto de los componentes del grupo y que nos llevó a la apoteosis final protagonizada por «Don’t Fall», otro tema mítico que mezclaron con el «Rebel Rebel snippet» de David Bowie, y Burgess interpretó junto a sus fans fuera del escenario en una extendida versión de la canción que hizo las delicias de los presentes, que dieron por bueno este viaje al pasado sin necesidad de El condensador de fluzo, en una muestra de ímpetu y energía incontestables, con la única salvedad de las telarañas del tiempo —¡Qué lejos queda ya el concierto del jueves 6 de junio del año 1985 en la sala Astoria de Madrid— que se hacen presentes más allá de los deseos propios y ajenos. Como dicen The Chameleons: «¡No te caigas!».   

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 13 de junio de 2025

JESÚS MARCHAMALO, LA VIDA IMAGINADA: UNA EXISTENCIA ALREDEDOR DE LOS LIBROS

 


Hay muchas formas de celebrar un cumpleaños. Más de las que imaginamos, porque en esa efeméride es cuando, a veces, nos dejamos llevar y pedimos un deseo. Ese que no hemos contado a nadie y, que cuando se convierte en algo real y tangible, se escapa de nuestra vida imaginada. La exploración de ese territorio, mágico e incierto a la vez, nos lleva a recorrer espacios nunca visitados. Y de esa novedad que va, por ejemplo, del pasado al presente surgen nuevos mundos. A veces, mundos llenos de libros y sus consecuencias. Quizá, por todo ello, el periodista y escritor Jesús Marchamalo ha decidido publicar La vida imaginada en su sesenta y cinco cumpleaños. Una edad que no oculta y le sirve de excusa para dar a luz este libro de libros, porque de eso va este librito escrito por él mismo e ilustrado por Juan Vidaurre. Una experiencia a modo de viaje a lo largo y ancho de la literatura, en el que las anécdotas propias y ajenas (magnífica la de Machado, tal y como la cuenta Marchamalo) iluminan una senda de plagada de escritores y sus bibliotecas, lo que nos lleva a ser conscientes de los diferentes conceptos que pueden llegar a tener una biblioteca y los libros que la componen. Esa vida imaginada donde se tropiezan los préstamos, el desorden, las diferentes ubicaciones, las estanterías y sus estilos, e incluso, sí, el orden que se le dan a los libros y la pertenencia que éstos tienen como la mejor muestra de nuestra vinculación íntima y personal hacia ellos. Como en el resto de los libros de Marchamalo hay adjetivos, comas, puntos y aparte, y seguidos, y esos puntos suspensivos que proporcionan a su escritura ese modo tan personal y literario de contar la vida, los libros, y todo aquello que gira entorno a ellos. También hay en este auto-regalo recuerdos de infancia que no se olvidan, porque quizá, de eso vaya la vida en un punto determinado de la misma: de recordar aquello que fuimos. Recuerdos e historias propios que tan bien nos cuenta este periodista de la cultura y los libros que, además, nos sirven a sus lectores para traer a nuestra frágil memoria aquellos momentos que fuimos otros; una imagen de nosotros mismos que el paso del tiempo se encarga de ir borrando poco a poco. Por eso, gracias a él, nos damos cuenta de que los libros son una parte esencial de esa otra vida, la imaginada. 

En la estupenda edición de La vida imaginada, el bueno de Jesús, nos ofrece otro regalo: las ilustraciones de Juan Vidaurre en forma de hojas de papel envejecidas por el paso del tiempo, y a las que superpone sobre todo manos, pero también ruedas de cochecitos de bebé, tinteros, libretas… Hojas que, en ocasiones, toman diferentes formas: de casa o simplemente siluetas irregulares sobre las que el ilustrador madrileño dibuja figuras geométricas en forma de rombos, círculos, triángulos que conforman diferentes tetris imaginarios en combinación con las palabras sobre las que se depositan. Una magnífica compañía para esta vida imaginada que nos narra una existencia alrededor de los libros. Porque, sí, todavía nos queda esa última esperanza de volver a ver: «Estos días azules y este sol de la infancia». 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 10 de junio de 2025

JUAN MAYORGA, LOS YUGOSLAVOS EN EL TEATRO DE LA ABADÍA: LAS PALABRAS Y EL SILENCIO COMO LUGARES DONDE REENCONTRARSE

 


El proceso identitario no sólo se refleja en el cuerpo, también es una manera de estar en el mundo geográficamente. Ahora que está tan de moda romper con todo lo anterior, y las tradiciones de la clase que sean huelen a rancio, todavía existe esa necesidad de pertenencia a un lugar sin el cual no seríamos las mismas personas. Por mucho que nos cueste reconocerlo somos de donde hemos nacido por muchos kilómetros que nos alejemos de ese punto inicial que nos perseguirá el resto de nuestros días. Juan Mayorga, entre otros conceptos, nos habla de esa pertenencia física y de su importancia, porque no se trata de algo onírico, sino de un estigma real. Por ejemplo, Marta Pazos, en su versión de Orlando nos habla de otra forma de identidad que, en este caso es la física en su apartado personal, aunque también la podríamos trasladar a un margen más amplio si nos fijamos en el período de tiempo que se desarrolla. Ambos procesos identitarios marcan los márgenes de una realidad plural que, en Los Yugoslavos, está anclada en la palabra y el silencio como lugares donde reencontrarse. Palabras y silencios que ejercen como brújulas. Y, de ahí, es de donde nacen la voluntad y la fe de las palabras como manantiales cristalinos de nuevas vidas. Como se nos recuerda en la obra: «Las primeras palabras son las más importantes». Entonces, qué es lo más importante de todo esto, en esa posibilidad de búsqueda de uno mismo. O del lugar con el que soñamos al que pertenecemos. Aquí no nos valen los mapas como espacios geográficos que nos delimitan los silencios, porque todo se establece como un juego de contrarios que nos remite a esa amarga posibilidad que representa la desaparición de lo que una vez sentimos como nuestro. En este sentido, no es casual la elección del gentilicio que nombra a la obra de teatro: los yugoslavos. Un territorio que dejó de existir y sucumbirá cuando el último de los nacidos en esa patria muera. Entonces, todo, de nuevo, será víctima del olvido. De ahí, que en el texto de Mayorga los mapas surjan como metáforas de los desencuentros, de los lugares equivocados. De esos espacios a los que nunca llegaremos, aunque siempre haya un rayo de esperanza y, dentro de nuestras entrañas, un mapa surja dentro de otro mapa para convertirse en una nueva oportunidad. «Un mapa dentro de otro mapa», como se repite en varias ocasiones a lo largo de la obra. Una frase, como otras, que se asemeja a un eco que nos perfora los recuerdos y la conciencia. Quizá, porque como nos dice su autor: «Lo que hacemos con las palabras y lo que las palabras hacen con nosotros» formen parte del verdadero secreto que nos rodea y al que debemos de enfrentarnos para retar a la soledad, la tristeza, la depresión y, también, al amor como recurso infinito de la esperanza. 

En este entramado de huidas, búsquedas y desencuentros, el escenario juega un papel fundamental. Dividido en dos plantas y tres espacios, el bar, la casa y, sobre todo, la planta superior a modo de ventana traslúcida en la que los personajes de la obra dibujan, leen o simplemente se esconden y que surge como una ventana de todos los sentimientos que escondemos. En este sentido, Luis Bermejo (Gerardo), Javier Gutiérrez (Martín), Natalia Hernández (Ángela) y Alba Planas (Cris), suben y bajan, se esconden y pierden para volver a aparecer en una coreografía sin par, por lo que esta tiene de introductoria en cada una de las escenas. Algo que alcanza su clímax en los cortes del texto que se producen a lo largo de la representación y nos dejan en suspense, y que tan bien interpreta un Javier Fernández pletórico, por lo que tiene de eje fundamental en el desarrollo de la obra. Interludios verbales que nos remiten a esta otra frase: «Siempre es mejor callar que decir mentiras», en lo que podríamos definir como esa otra ventana que nos remite al silencio y a la confrontación de la realidad con los sueños cuando se nos recuerda que: «Si has llegado al lugar que buscas nunca es como esperabas». Y que nos recuerda a esa infinita espera que se produce en la obra Esperando a Godot, donde la esperanza, al final, es la mejor arma para hacer frente a la vida, porque ese lugar que tanto buscamos quizá no exista y, que en Los yugoslavos viene dado en la frase: «Deberíamos haber ido a los yugoslavos. Allí se juega a cualquier hora. Y se juega de verdad. Mientras las mujeres bailan». 

Ángel Silvelo Gabriel.