martes, 19 de noviembre de 2024

HILARIO J. RODRÍGUEZ, EL AÑO PASADO EN MARIENBAD: RETOS CONTRA EL ABISMO QUE REPRESENTA EL PASO DEL TIEMPO


 

El poder de la evocación es infinito, tanto o más que la percepción del tiempo. Quizá porque la evocación es una forma de reivindicar el tiempo. El tiempo absoluto, por lo que ésta tiene de dinamizadora del pasado, el presente y el futuro. La evocación es un eco que repercute en nuestra memoria para ofrecernos la posibilidad de volver a ser o hacer lo que una vez fuimos o hicimos. Entonces, ¿qué es pasado, presente o futuro cuando todo se congela en el instante en el que lo hemos vivido? Incapaces de detener el tiempo jugamos a recordarlo, experimentarlo o imaginarlo. La literatura, o sobre todo el cine, es el perfecto simulador que congela las manecillas del reloj, inmiscuyéndonos en una ficción paralela a la realidad, lo que la convierte en una fuerza tan poderosa como el tiempo. Sin embargo, por mucho que nos engañemos esta artimaña no deja de ser un truco de magia. Falso, claro, porque detener una imagen no significa detener el tiempo, sino transportarlo a lo que fue y ya no es, o quizá hasta lo que algún día soñaremos. En este sentido, Hilario J. Rodríguez cuando nos acerca a la película de Alain Resnais y Alain Robbe-Grillet, El año pasado de Marienbad, ejerce de mago (sin trampa ni cartón) capaz de parar el tiempo para, de ese modo, hacerse dueño del pasado, el presente y el futuro a través de los recuerdos y las palabras (no cabe mayor oxímoron que el subtítulo de la contraportada: Recuerdos del futuro). Esa imagen fija que nos va proporcionando Hilario capítulo a capítulo nos muestra la importancia de lo dicho y experimentado, para a partir de ahí crear un texto nuevo y una nueva película donde el tiempo ya es otro, porque se trata de un espacio en el que, mediante la invocación de otros, de sus películas y sus novelas, nos lleva hasta la evocación de una singular forma de hacer arte (por original y distinta) mediante los ecos que representan cada una de las palabras que conforman este ensayo. Un análisis magníficamente documentado de lo que puede representar para algunas personas una película que, como toda obra maestra, transita más allá de los límites cinematográficos para adentrarse en el subconsciente colectivo de una generación de cineastas, críticos y espectadores. 

El año pasado en Marienbad relativiza la vida y el amor en un espacio geométrico como si de un universo inventado por De Chirico se tratara. Tal es su poder que, de esa frialdad o distancia, nace algo tan intenso como nuevo. Y esa anunciación es la que Hilario nos muestra, porque este Recuerdos del futuro va de lo que el autor narra o inventa, pues crea una nueva estructura conceptual y literaria, dándola forma a través de un texto dentro del texto. Viajero incombustible, cinéfilo sin desaliento, y escritor sin tapujos y con grandes dosis a la hora de saltarse los márgenes de los estilos narrativos y literarios que aborda, Hilario J. Rodríguez, una vez más, hace suyo un universo general y multiconceptual como el que representa la película sobre la que nos habla, para dotarla de una textura que nadie más que él puede imaginar por su capacidad para engendrar un nuevo universo en cada uno de sus libros. Universos únicos que, en este caso, son como retos contra el abismo que representa el paso del tiempo. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 18 de noviembre de 2024

SEGUNDO PREMIO DIRIGIDA POR ISAKI LACUESTA: DE GRANADA A NUEVA YORK, UN VIAJE ALREDEDOR DEL MUNDO


 

Las historias, como los viajes, necesitan de pistas previas que nos dirijan adonde queremos ir, a pesar de que en el camino debamos sortear un sinfín de obstáculos que, una vez sorteados, por fin nos dejen observar aquello que deseamos. Esa exploración hacia lo anhelado, pero desconocido, que se produce en el interior de cada uno de nosotros es la que propicia un nuevo nacimiento, porque ese es el auténtico reto y resultado del viaje existencial a través del tiempo y los sentimientos. Cuando parece que todo se ahoga se suscita el milagro, porque una luz (nueva y poderosa) nos lleva al paraíso que siempre hemos buscado, tal y como les sucede a los protagonistas de esta cinta dirigida por Isaki Lacuesta que, en contra del sentimiento general, aborda la grabación del tercer álbum de Los Planetas Una semana en el motor de un autobús desde la linde de la ficción que explora detalles generales de una realidad que para los protagonistas de esta historia no sucedió así, porque nada más que ocurrió en el interior de cada uno de ellos. De esos sueños y deseos nace poderosa una película de luces y sombras, hallazgos y reconsideraciones, desalientos y esperanzas que escena tras escena forman un compendio intangible de lo que se sueña y de lo que realmente somos o llegamos a ser, porque como se dice en Segundo Premio: «Cuanto más cerca estás de que se cumpla un sueño más difícil resulta alcanzarlo». Y de esa imposibilidad va este filme magistralmente filmado y montado, pues su estructura y ritmo narrativos consuman la verdad sobre la vida que se nos precipita entre los días sin que seamos capaces de detenerla para intentar cambiarla. Segundo Premio es una cascada de sensaciones y planteamientos duros e innegables, como duros son las drogas o la fortaleza de May para dejar la banda y buscar una salida diferente a sus sueños. De esa lucha entre la libertad y la amistad también va este viaje, quizá, sin retorno, por más que especulemos sobre él a través de nuestras constantes visitas al pasado, porque no hay una posibilidad de escape. Como dijo Lorca: «Si alguna vez se escapa de Granada es a través del cielo». Una huida que la voz en off de uno de los personajes nos recuerda mirando hacia ese cielo estrellado que en Granada se convierte en una estela de deseos inabarcable. Granada como prisión y libertad en una misma secuencia. 

Segundo Premio es una historia de amistad y libertad que, en manos de El Cantante y El Guitarrista, sólo encuentra su conexión en la música, porque como dice uno de ellos: «Esa era su forma de hablar». Hablar, y de paso sentir y crear, porque de ahí partió uno de los álbumes más influyentes del indie español de la década de los 90, y un punto de inflexión en la música popular española. Lo que, de nuevo, nos lleva a revisitar la relación entre realidad y ficción. Una interacción que Lacuesta magnifica ponderando lo importante sobre lo anecdótico, y porque para saber la verdad hay que buscar en las canciones que trocean esta historia en once capítulos, uno por tema del disco. Canciones que nos hablan de la desesperación y la esperanza con ese punto lírico e inigualable de las guitarras de un grupo que hizo de ellas su principal aportación al mundo musical. De esas cuerdas brotan notas que amplían la manifestación de un alma que no busca respuestas sino estados en los que permanecer sin sentirse culpable. Respuestas que, por otra parte, nos delatan, como esos poemas de Lorca en Poeta en Nueva York, auténticos canalizadores de la bruma por la que se desplaza esta película. Una historia hecha para sentir la necesidad de la música en nuestras vidas. Héroes sin nombre propio que se enfrentan a los algoritmos que nos matan, porque se naturaleza es la propia de las esencias que nacen de los más profundo del ser humano. Reinterpretaciones que nos retratan con la disfunción del que nada más busca expresar sus estados vitales que vayan más allá de sus comportamientos erráticos o dañinos. En este sentido, Segundo Premio es la culminación fílmica, estética y vital de una travesía sensorial que un día emprendieron sus protagonistas de Granada a Nueva York, igual que si fuera un viaje al otro lado del mundo. Un mundo donde se depositan los sueños que no entienden del eterno debate entre realidad y ficción. Esa relación transversal entre lo real y lo imaginado es igual a la huella que el hombre dejó en su primer viaje a la Luna, porque para que nadie dude de la intención de Segundo premio, al inicio de la misma se nos explica que: «Esta no es una película sobre Los Planetas», que, sin embargo, nos lleva a esta otra: «Esta es una película sobre la leyenda de Los Planetas», igual que si todo lo visto fuese un icónico viaje a través del tiempo y la música de un grupo que ya forma parte de la memoria colectiva de una ciudad, un país, y un universo: el de la música, que canta, retrata y reivindica a sus más relevantes figuras. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 12 de noviembre de 2024

VICENTE VALERO, EL TIEMPO DE LOS LIRIOS: LA IMPORTANCIA DE LA CONTEMPLACIÓN Y EL SILENCIO


 

Hay varias formas de reconstruir el mundo. Una de ellas es a través de la literatura como fuente de indagación, introspección y trascendencia. En este sentido, nada es ajeno a esta nueva aventura literaria de Vicente Valero. Su curiosidad, su forma de mirar, contar y acercarnos a la región italiana de la Umbría y su época de mayor esplendor: El tiempo de los lirios. Época que marcó el nacimiento de una nueva era, y que él nos muestra en el periplo que emprende por sus ciudades y pueblos a lo largo de quince días. Y lo hace párrafo a párrafo, palabra a palabra a lo largo y ancho de un universo nuevo, pues nueva y única es su forma de seguir la huella de ese personaje disidente en la fe y amigo de los animales y la pobreza que es San Francisco de Asís. De ahí parte Valero para, a través de un clásico cuaderno de viajes, narrarnos no sólo una vida sino todo el compendio de una sociedad que se abre a la luz tras una etapa de tinieblas. Y el escritor ibicenco nos lo dibuja, igual que si fuera uno de los múltiples frescos que describe, con una precisión documental y estilística extraordinaria, por lo ambiciosa y bien documentada que está. En este libro nada queda al libre albedrío, ni la pintura, ni la escultura, ni la literatura o el cine, la música, y cómo no, la fe. De todo ello surge un lema: la importancia de la contemplación y el silencio, ambos elementos ausentes en una sociedad actual gobernada por la estupidez de los selfies y el retrato banal del paisaje que los rodea. Una banalidad a la que escritor contrapone un estilo narrativo sobrio sin olvidar su esencia poética donde el menos es más a la hora de dotar a sus textos de una naturaleza única.   

El tiempo de los lirios representa la importancia del viaje como instrumento esencial que nos sirve de descubrimiento, asombro y divulgador de cultura. Elementos que obviamos en nuestro día a día, y que siempre se encuentran a nuestro lado, pues sólo hace falta pararse a mirar aquello que nos rodea para encontrar algo que nadie antes ha visto y, como si fuésemos unos plateros, sacarle el brillo que merece para, porque como dijo Cézanne: «Ver es pensar». A través de este compendio de sabiduría Valero nos abre la puerta y la mirada hacia esa búsqueda de la belleza que es única, por ser la expresión de lo que el ser humano es capaz de alcanzar cuando se propone conquistar las metas más altas en cuanto a su percepción estética, mística o existencial. Hay algo mágico, por inusual, en las jornadas de este viaje, porque nada más comenzar a leer sus páginas somos conscientes que estamos ante una flor en primavera: hermosa, esbelta y llena de luz. Una flor que se abre con la luz que nos invita a sumergimos en un mundo, el espiritual, que no para en su ambición de indagar por las entrañas del alma de los personajes a los que se acerca, pero tampoco en lo que respecta a su mirada hacia la naturaleza, porque el paisaje se nos presenta como un corolario infinito que abarca la totalidad del cuadro que se nos muestra. Lienzo que maneja los tiempos del viajero y, de aquello que observa y ve, de una forma pulcra, casi monástica, como son sus acotaciones culinarias o sus referencias a las vías por donde se desplaza para visitar localidades, iglesias o museos locales a los que nadie va salvo aquel que conoce los tesoros que guardan y exhiben. Luz, una vez más, sobra la oscuridad que nos gobierna y padecemos. Una nueva Edad Media, en este caso tiranizada por la tecnología, que cada vez más nos aleja de lo que somos: personas. Almas que, en cualquier caso, necesitan de la importancia de contemplación y el silencio. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 11 de noviembre de 2024

JAUME PLENSA, MATERIA INTERIOR EN LA FUNDACIÓN TELEFÓNICA: LA LUZ QUE NACE DE LA OSCURIDAD

 


¿De qué estamos hechos? ¿Cuál es la materia de la que partimos hasta convertirnos en personas de carne y hueso? ¿Primero es la idea y a continuación llega su ejecución práctica? Todo es materia oscura en el demiurgo del que procedemos. Materia interior de la que parte el deseo hasta convertirse en algo tangible. La luz que nace de la oscuridad. Y, a partir de ahí, poder llegar a afrontar la relación que une al yo con los otros. Pues somos seres humanos que existimos a través del otro. De esa colectividad nacen las ideas, las palabras y la especie. Como nos dice el propio Jaume Plensa, a propósito de la presentación de la exposición de quince de sus obras en la Fundación Telefónica bajo el título de Materia Interior: «Yo creo que todo nace de la oscuridad, por tanto, aquí podía hablar de ello» Y lo hace partiendo de una fotografía mural de su estudio titulada Paisaje de Jaume Plensa a modo de salón de máquinas que traduce lo intangible en tangible, la idea en formas y espacios tridimensionales engendrados para establecer una relación directa entre obra y espectador. Las obras de Plensa están pensadas para ser sentidas, acariciadas, contempladas y analizadas con la magnitud infinita de los deseos. Anhelantes, sugerentes, conmovedoras o retadoras se manifiestan ante nuestra vista como un juego: el de los sentidos como, por ejemplo, las que parten desde el hueco interior de las figuras femeninas de alambre donde sus rostros reflejan un contenido no sólo expresivo, sino también conceptual por lo que tienen de accesibles en sí mismas. De esa confrontación interior-exterior es desde donde logran conformar un todo presidido por el binomio belleza y sueño. «Mi obra quiere que cada persona se refleje en ella y mire a su interior. El arte tiene que ser este catalizador que nos permita crear una seguridad en nosotros mismos y nos permita hablar de ideas, de vibraciones. Vivimos en un momento de ruido que muchas veces no nos permite esos momentos de silencio. El arte tiene que ofrecer un mensaje de esperanza y positividad, de volver a creer que el ser humano somos más que esta violencia actual». 

Otra dimensión profunda y esencia de esta exposición es la que viene representada por el concepto del silencio y la importancia que éste tiene a la hora de desarrollar esa materia interior de la que partimos y de la que, en la sociedad actual, no hacemos más que alejarnos. Todo hoy en día genera ruido, estrés y frustración. Un frontispicio que el artista catalán explora con la serie escultórica Silence; una representación del mundo que habitamos a través de expresiones que nos invitan a la reflexión, y que son un gran espejo universal de lo que somos. Todas ellas, sin duda, son una síntesis de los temas recurrentes en la obra de Plensa: la identidad, la fragilidad de la condición humana, lo efímero, la espiritualidad el silencio, la comunicación o el lenguaje. Una fusión entre obra y espectador, que alcanza su máxima expresión en la serie titulada Glückauf?, en la que una sucesión de cortinas de letras que recrean la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 permiten a los visitantes interactuar con ellas, igual que si de una sopa de letras interactiva se tratase, fusionando idea y materia en un único elemento, donde los sentidos del tacto y la vista se conjugan a la hora de generar nuevas ideas, y que podríamos conceptualizar como la unión entre el hombre y el conocimiento. 

Como manifestó el artista en la presentación de esta exposición que se podrá ver hasta el 4 de mayo de 2025 en la tercera planta del Espacio Fundación Telefónica, todo procede de la oscuridad, porque del cerebro nacen las ideas, de la boca nacen las palabras y en el útero se gestan los niños y las niñas, la vida. Y de esa vida parten los sueños. Sueños que se transforman en palabras, lenguaje, repetición o sonidos que tratan de acercarnos a esa materia intangible que todos poseemos: el alma. 

Ángel Silvelo Gabriel.

sábado, 26 de octubre de 2024

PEGGY GUGGENHEIM, CONFESIONES DE UNA ADICTA AL ARTE: EL ESQUELETO DE UN TREPIDANTE TRAVELLING VITAL


 

El tiempo pasa a gran velocidad y, más, si no nos paramos a contemplarlo. Algo que, por ejemplo, le ocurrió a Peggy Guggenheim tal y como nos narra en este recorrido por el mundo del arte del siglo XX que entremezcla la autobiografía, las memorias y el diario sin apenas darnos cuenta. De lo lejano a lo cercano, de lo íntimo a lo social, o de lo abstracto a lo realista. Ella nos esboza su vida dedicada al arte en capítulos, aunque más bien cabría decir que en cada punto y aparte de cada capítulo, porque la azarosa vida de la norteamericana está tan repleta de acontecimientos que nos recuerdan a las piezas de un puzle, donde cada personaje que entra en su vida es una ficha del mismo. Muchas piezas que, en sí mismas no valen nada, pero que también sin cada una de ellas nunca tendríamos ni la amalgama de sensaciones que recrean ni el dibujo completo de su existencia. Atrevida y a veces descarada, cosmopolita sin ser excluyente, o mordaz alternando dosis de cariño, su estrategia vital-literaria se desarrolla a través de una prosa ágil, dinámica y divertida. Peggy nos narra su vida con un desapego que la hace encantadora, pues nada se salva de su juicio y ternura. Todo lo narra como si estuviese dando forma a una gran escultura, cuyo resultado final es el esqueleto final de un trepidante travelling vital, en el que su talento para mostrarnos las obras de los artistas que al inicio del siglo XX supieron romper con todo lo anterior, la convirtieron no sólo en un mecenas de casi todos ellos, sino en una galerista con una mirada muy especial hacia el arte, pues gracias a ella se difundieron con más amplitud las obras de los artistas que coparon todos los ismos artísticos de principios y mediados del siglo  pasado. Artistas que ayudó a afianzar o a descubrir no sin esfuerzo y una generosa inversión económica. Artistas, entre los que quizá, Jackson Pollock sea su gran hallazgo, tal y como la propia Peggy nos va descubriendo a lo largo del libro. Un hallazgo del que se encontraba muy satisfecha, a pesar de los vaivenes personales que mantuvieron entre ambos hasta la muerte del pintor. 

Confesiones de una adicta al arte, es precisamente eso, una descripción continua y constante de las múltiples exposiciones, viajes y relaciones de amistad y amorosas de una mujer que concibió la vida como un cúmulo de sensaciones que siempre exploraban la escala más alta de su particular sinfonía existencial, porque nunca se conformó con menos. Su temperamento la condujo a situaciones únicas y lugares exóticos como su viaje a la India o Ceilán, donde recaló en la isla de Taprobane. Una isla que, el escritor norteamericano Paul Bowles, incansable viajero compró, y en la que no le importó mojarse en culo en las aguas del Indico con tal de llegar a ella. Sin embargo, su carácter de exploradora de nuevas sensaciones y experiencias, le llevó a abandonar pronto los EE.UU. y hacer de Londres y, sobre todo París, su casa, hasta que descubrió Venecia y cayó rendida a sus encantos, lo que no le ocurrió, por ejemplo, con la burocracia italiana y las múltiples trabas que le pusieron para llevar sus obras desde Nueva York a Italia. En este sentido, La Bienal fue su plataforma más influyente de cara a poder contar con un museo permanente en el que poder exhibir su extenso catálogo de obras de arte. Un empeño que por fin consiguió llevar a cabo en el palacio Vernier de los Leones sobre el Gran Canal de Venecia, actual Museo Peggy Guggenheim. Un espacio al que siempre se mostró fiel y en el que viviría treinta años. Un enclave donde su legado sigue vivo bajo la dirección de su nieta Karol Veil, y en cuyo jardín descansan sus restos mortales bajo una lápida en la que se lee: «Aquí yace Peggy Guggenheim. 1898-1979», y junto a ella, otra, que tiene grabada la siguiente inscripción: «Aquí yacen mis amados bebés» con los nombres, fecha de nacimiento y de defunción de los 14 perros que tuvo a lo largo de su vida. 

Peggy Guggenheim en Confesiones de una adicta al arte, se muestra a sí misma como una fiel representante de un mundo que ya no existe, porque entre otras cosas, tal y como nos dice al final de este libro, no puede comprar obras de arte por su elevado coste económico, algo que ella sí puedo hacer con anterioridad. Un mundo del arte que, como ella lo concibió, dejó de existir para comportarse como un mero valor bursátil más, ya que muchos de los compradores de arte hoy en día se limitan a almacenar sus grandes adquisiciones en una caja fuerte esperando a que suba su cotización en el mercado financiero. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 17 de octubre de 2024

RICARDO MARTÍNEZ-CONDE, VA AMANECIENDO: EL SILENCIO, UNA FORMA DE HABITAR EL MUNDO

 


El universo, aquel que va desde la Tierra al cielo o desde la luna al infinito, se congela cuando en él reina el silencio, pues no hay una mejor forma de habitar el mundo. Aquel que contiene vidas, sensaciones, pero sobre todo dudas ante el pasado, el presente o el futuro. El silencio es el narrador de las múltiples experiencias la efímera existencia que habitamos. El silencio como metáfora de la vida, el amor y el paso del tiempo: «No ha sido en vano. El amor/ (que nació en silencio) quedó/ prendido en un pliegue inadvertido;/ un truco ingenuo del cielo/ entre ella y yo». Amor que permanece del alba al ocaso y se pregunta a dónde va. En Va amaneciendo, Ricardo Martínez-Conde emprende un camino, el de la discordia consigo mismo, con la luna, el mar y la naturaleza. Todo parece condenado a habitar en una sombra: «¿Más allá no hay tiempo? Pero sí/ la sombra; es mejor suponer». Y de ese suponer la duda reina en lo más angosto del camino, porque mira hacia el pasado y a la quietud del tiempo. Ese observar el pasado que ahora nos conduce a la nada, o como nos dice el poeta: «A la sombra como el revés del tiempo». De ahí nace el yo poético más sincero, porque nace de las entrañas y no de la sabiduría: «No lo sé, en verdad/ Sólo sé que mañana es Invierno/ (tal vez hoy, por lo que parecen decir/ el gorrión y la hoja que tirita)/ Aparenta ajena, como casi siempre, esa/ revelación de la realidad que esperamos;/ se resiste a decir el nombre, el lugar:/ su argumento de vida/  No lo sé, en verdad/ No lo sé por mí/ (creo saberlo desde mí). 

Como nos dice Alfredo Ovilo en la introducción: «Nadie busque ritmo o rima fáciles, ni la voz de la razón o sombras de realidad (o de vigilia) en estas páginas: caminan por un sueño efímero al que hay que dejarse arrastrar por una atracción que no explican sus palabras, impregnadas de memoria, como si cada una fuera la llave de un secreto que apela a la noche, al origen, a lo humano y sus ceremonias, a lo natural, y también a la nada (que es la soledad).» Una soledad rodeada de naturaleza a través de árboles, pájaros, y mar, sobre todo ese mar y sus olas que, con su movimiento, nos anuncian que son un trasunto del tiempo y la soledad: «Y el mar… Posar el pie desnudo/ en la arena, esperar la ola liberada ya del peso/ de la significación mas guardando,/ como ha de ser, el sentido del mar/ Tal como le ha de suceder–camino hacia la Nada/ al hombre que se aleja.» Ese hombre que se aleja hacia la Nada nos lleva de la vereda donde se dan la mano los dioses perdidos, sean éstos los que sean, porque no hay mayor verdad que la sostenida por la observación de la realidad y su proximidad a la extrañeza o la duda: «El que observa busca un fin», sea éste el que sea. Quizá, por todo ello, la voz poética se pregunta: «¿Qué será mañana?», por mucho que nos sumerjamos en el silencio como forma de habitar el mundo. 

«Sería necesario tener un corazón de verdad,

a la altura de las rocas, para decir con propiedad

qué se espera cuando la luz muere y

se extiende el silencio.»

 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 15 de octubre de 2024

PAUL AUSTER, BAUMGARTNER: LA SOLEDAD DEL TIEMPO

 



El tiempo, en ocasiones, se convierte en una balsa sobre la que flotar a través de los recuerdos. El pasado visto de esta forma es un remansiño de paz que busca lo que otrora nos hizo felices y, por ello, regresamos a él en busca de aquellos acontecimientos en principio triviales y que sin embargo reposan en nuestra memoria de una forma indeleble. Y si lo hacemos es para alzarlos a la categoría de mitos. Mitos de una vida trazada con mano temblorosa, lo que no impide que los veamos con firmeza o los hayamos experimentado con la fuerza más poderosa del mundo. En este sentido, la literatura es una buena forma de trabajar el tiempo. La soledad del tiempo podríamos decir si nos acercamos a la última novela que Paul Auster publicó antes de morir. Esta elegía sobre Anna, la esposa fallecida del protagonista, le sirve al autor para desdoblarse en dos: lo que fue y lo que ha sido. De ahí, que Paul Auster sea Baumgartner, y Baumgartner Paul Auster, en una sucesión ilimitada de giros, experiencias y vicisitudes cotidianas que de una u otra forma siempre nos llevan hasta el azar o, mejor dicho, a la importancia del azar en nuestras vidas, y más, en la biografía literaria del escritor norteamericano como nos demuestra al inicio y al final de esta novela. Un contrapunto de la sociedad actual en la que muchos se creen inmortales cuando, sin ser conscientes de ello, una ligera brisa puede acabar con sus vidas y borrar de su espíritu la voluntad del junco de volver siempre al lugar y forma iniciales. Nuestra capacidad, por tanto, de volver a ser aquello que fuimos nos es extirpada desde el instante que nacemos, salvo claro está, que volvamos a hacerlo a través de los recuerdos. Auster, en esta ocasión, lo intenta mediante los textos intercalados de la mujer de su protagonista, Anna, lo que le sirve al autor para hablar de sí mismo a través del otro. Un estilo indirecto con el que quiere marcar una distancia entre el pasado y el presente. Un presente, sin embargo, impregnado del pasado. Ese mirar atrás y el regreso a su juventud y, la intrínseca necesidad de recuperar la felicidad que un día se tuvo, nos hablan de un final, un final tranquilo que convierte a esta novela en un largo epitafio literario que lucha contra la soledad del tiempo. Una actitud de estar en la vida que Sam Shepard expresa de una forma brillante en la que también fue su última novela, Espía de la primera persona: «Hay momentos en que no puedo evitar pensar en el pasado. Sé que es en el presente donde hay que estar. Siempre ha sido el sitio en el que estar. Sé que gente muy sabia me ha recomendado permanecer en el presente el mayor tiempo posible, pero a veces el pasado se presenta sin previo aviso. El pasado no aparece por completo. Siempre reaparece por partes.» Y, Baumgartner, es el despiece de una vida por partes. 

Baumgartner también representa el amor y el apego hacia la persona amada que va más allá de nuestro efímero cuerpo. El amor, como parte esencial de eso que denominamos alma. Alma como expresión inmaterial de la esencia de cada ser humano. Ahí es donde Baumgartner es más vulnerable ante la ausencia de su esposa muerta. De ahí, que la importancia del amor en esta historia le sirva a Baumgartner (Auster) como lírico homenaje a su esposa Anna (Siri). Un homenaje que él convierte desde el principio en palabras que adquieren el formato de textos, notas y últimas intenciones del escritor hacia la esposa desaparecida; palabras que tienen en común una misma piedra de toque: la necesidad de expresar el amor infinito hacia la persona que ya no está y sin embargo sigue marcando el rumbo de nuestra vida. En ese camino entre, deambulante y sinuoso, el protagonista de esta novela divaga y retrocede sobre sí mismo: «Qué escritor o artista no vive en ese territorio cambiante entre la autoestima y el desprecio de sí mismo», nos dice cuando nos habla acerca de por qué no se le había ocurrido antes publicar los poemas de Anna. Una muestra más de que ella, sin duda, es el timón de esta narración y la heroína de una historia de redención y gloria, porque al final todos expresamos la necesidad de salvarnos por muy metidos que estemos en la sima de la vida y, quizá, no halla mejor forma de hacerlo que a través del amor. De este modo, la forma de narrar de Auster sobre Anna es una demostración de la sublimación hacia el otro cuando el tiempo nos deposita en el instante final. Un tiempo en el que ya no cabe la posibilidad de la duda, aunque sí de volver a vivir envuelto en una felicidad verdadera. Felicidad desde el dolor y la proximidad de la muerte, lo que la convierte en auténtica. 

Algo parecido, pero desde un punto menos emotivo, pero no menos intenso, es la reflexión que sobre el tiempo, la vida y el azar hace Auster a través de los recuerdos que, en principio, nacen de situaciones intrascendentes y, sin embargo, nunca se olvidan como, por ejemplo, la que nos narra acerca de la niña que un día vio en el tren, o el niño del metro de París. Una nueva demostración de ese azar, tan presente en nuestras vidas, que nos castiga y premia a partes iguales sin que seamos conscientes de ello hasta que se nos presenta delante de nosotros y no nos deja decidir. Un azar que podríamos expresar que es contrario a la memoria y que, en esta novela, Auster la trae a colación cuando nos habla de sus historias familiares con su padre, madre y hermana. Todas ellas encaminadas a dibujar ese perfil humano del que se despide. Una narración de los inicios vitales que se transforma en una manifestación contraria a la soledad y la vejez que él experimenta y explora en esta tranquila despedida sin otra pretensión que el ajuste de cuentas con la soledad del tiempo. Una despedida donde la literatura se nos presenta como la última posibilidad de la esperanza. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 2 de octubre de 2024

KENZABURO OÉ, LA PRESA: ADOLESCENCIA, LIBERTAD Y MUERTE

 


El ansia de exploración en la adolescencia es el mayor aliado de las nuevas experiencias. Figuras virtuales que, cuando traspasan la mera anécdota, se convierten en trágicas en el instante que son las protagonistas de situaciones no previstas o deseadas en la calidez y candidez de una persona inmadura. Algo parecido es lo que le ocurre al protagonista de esta historia cuando se ve inmerso en un juego que le domina el espíritu, sobre todo, cuando quiere elevar sus experiencias a la categoría de mito. Un mito alegórico que deja de serlo en el momento en el que debe enfrentarse a la más pura e inoportuna realidad, donde el encuentro con el otro (otro totalmente distinto a lo conocido), trasciende en un manantial de sensaciones nunca antes vividas. De esta forma, Kenzaburo Oé, en su novela corta, La presa, nos propone una sucesión de realidades y contratiempos que, a él, le sirven para hacernos reflexionar sobre el rechazo al extranjero, o a lo desconocido, por el simple hecho de ser diferente. La localización de esta historia en la guerra del Pacífico le permite al escritor japonés situar a su protagonista en una aldea perdida en mitad de un bosque donde la naturaleza es la verdadera dueña de las vidas de unos seres humanos aislados del mundo. De ahí, que el avión norteamericano que cae en el bosque se nos presente como el antagónico a esa civilización milenaria. El choque entre ambos mundos dará pie a las distintas fases que experimentamos ante lo desconocido: el miedo y la desconfianza, la aceptación y la cercanía, y la imposición de una trágica realidad que viene marcada más allá de los límites de ese mundo subterráneo y aislado que se nos presenta. Con matices que nos recuerdan al libro de William Golding, El señor de las moscas, en el que también se describe la tiranía de unos chicos que confunde la libertad con la muerte, nos invita a revisitar el trinomio: adolescencia, libertad y muerte desde la inicial inocencia de un niño, hasta el abrupto y trágico enfrentamiento con la edad adulta de su protagonista (a su vez narrador de esta novela). Una novela escrita con intensidad y lirismo, ambas características de la técnica narrativa del escritor japonés que, en este caso, trata de revisitar las consecuencias que para él y el resto de la humanidad tuvieron los lanzamientos de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. De ese desconocimiento del que nos habla aquí, es de donde surge el miedo que llevó al ser humano a renegar de sí mismo para aniquilarse como nunca antes lo había hecho. Esta singular forma de llegar desde lo particular a lo general, convierten a La presa en un magnífico ejemplo del odio con el que se cubre el cotidiano día a día de la humanidad, siempre más preocupada en defender lo suyo que en llegar a un acuerdo con el otro. 

La presa nos muestra lo peligroso que es convertir en dogma las ideas que exploran mitos erróneos basados en viejos planteamientos de dioses caídos, por mucho que quieran mostrarnos el ímpetu que guarda la relación entre adolescencia, libertad y muerte. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 23 de septiembre de 2024

LORRIE MOORE, SI ESTE NO ES MI HOGAR, NO TENGO HOGAR: MISTERIOS INCONEXOS Y SIN SENTIDO


 

De la cultura que nos asola y, a su vez presume de manifestar un extremo buenismo hacia todo aquello que le rodea, nace esa ridícula necesidad de demostrar continuamente una empatía pegajosa hacia el otro. Una empatía que está muy por encima de nuestras posibilidades. Buenismo a raudales sea de la naturaleza que sea y que, a ser posible, tape todo aquello que no somos ni nunca seremos. Y todo ello camuflado bajo una pátina de mentiras patológicas asfixiantes. Citas inalcanzables, por rebuscadas e inconexas. Planteamientos guais adornados de una simpleza enfermiza. Narrativas de un estilo directo forjados en la nada. Una nada barroca y repelente cuando lo elevamos todo al mundo de los fantasmas. En este sentido, Hollywood y su industria nunca serán conscientes del año que han hecho a la humanidad. De esa contracultura guay hemos llegado a la estructura creativa de unos autores que se pasan de originales y no saben qué contar para ser tenidos en cuenta (si Fitzgerald y sus guiones cinematográficos engendrados entre copa y copa levantaran la cabeza). Algo parecido a todo esto le ocurre a Lorrie Moore en su última novela. Lejos de su faceta de gran cuentista, la escritora norteamericana nos ofrece una historia desencajada de misterios inconexos y sin sentido, por mucho que intente hacernos cómplices de la idea del “doble”, tanto en el ámbito narrativo como en el de los personajes. Historias duplicadas que tratan de encontrarse en el tiempo, pero no en la narración, y de ahí su contrasentido. De esa polaridad inconexa es de la que adolece una historia pensada para un público muy específico, el norteamericano, al que, por cierto, le guste y disfrute con las referencias bélicas de su guerra civil, y las literarias del gótico americano del siglo XIX, pero que fuera de ahí no se entienden. 

A pesar de todo, Moore, en esta novela claustrofóbica por lo encerrada que está en sí misma, trata de mostrarnos a la muerte (uno de sus temas recurrentes) desde la doble perspectiva de la enfermedad y el suicidio, e intenta crear una atmósfera con tintes morbosos o de humor negro en ocasiones. Nada malo si no fuera por los tintes localistas de alguno de ellos, a los que la autora trata de contraponer una narración ágil basada en diálogos muy dinámicos. Si este no es mi hogar, no tengo hogar intenta abrir nuevos caminos tanto en su estructura narrativa como en la forma que aborda los temas trascendentales que caracterizan la obra de una Lorrie Moore que en esta ocasión se ha pasado de original y, por tanto, se queda a mitad de camino en cuanto a sus pretensiones. Tanto o más cuando se pierde en referencias furibundas hacia Donald Trump, y el miedo que les suscita la libertad de voto a las clases intelectuales norteamericanas. Un proceso al que quizá tengan que enfrentarse de nuevo en muy poco tiempo, lo que nos traerá un sinfín de novelas innecesarias sobre este mismo tema. 

Esta novela que lucha contra sí misma desde la primera página, acaba presentando su armisticio narrativo cuando termina por limitarse al mundo a los fantasmas (un arrebato que no acaba de funcionar en ningún momento), por mucho que la autora busque similitudes con Faulkner a la hora de recrearnos una vida más allá desde la materialidad de los vivos. En ese largo viaje por autopistas y carreteras interminables que nos recuerdan a Paul Auster, sus protagonistas tratan de sobreponerse a la muerte y crear una vida de muertos vivientes que no acaba encajando más que en el repetitivo y contradictorio mensaje sobre la inmaterialidad del ser humano y su finitud al que Moore trata de darle una consistencia que no termina de encontrar. Quizá, porque estemos ante una delirante sucesión de misterios inconexos y sin sentido. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 19 de septiembre de 2024

MARGUERITE DURAS, EL AMANTE DE LA CHINA DEL NORTE: LA POLIFONÍA DE LOS ECOS DEL AMOR A TRAVÉS DE LOS RECUERDOS


 

La vida va y viene, y en ese tobogán de idas y venidas, días y estaciones, el tiempo nos trae otras vidas, otros recuerdos que estaban dentro de nosotros para llegado el momento reclamar su protagonismo. Algo así le ocurrió a Marguerite Duras cuando se enteró de la muerte del protagonista chino de esta novela en el año 1990. De ese amor fragmentado en recuerdos nace esta historia ya narrada en su anterior novela El amante. Una historia que, al contrario que la antedicha, profundiza más en la historia familiar de la autora compuesta por la madre, su hermano mayor, Paulo su hermano pequeño y Thanh, el joven camboyano que adoptó su madre y a quien la escritora dedica la novela. Con un lenguaje entrecortado, fílmico por la brevedad de las frases y la estructura de los párrafos, Duras nos va narrando los momentos y las escenas que vivió en Indochina cuando apenas tenía 15 años. Ese tul del tiempo que lo entrevera todo y no nos deja adivinar con nitidez nuestro pasado es el que la autora aparta para afrontar cara a cara su pasado y ese primer amor del que nunca se recuperó. Quizá no hay nada más perverso que ser víctima de ese primer amor que te marca durante toda la vida si sólo se alimenta de los recuerdos. Pero, en este caso, la icónica Duras juega con él y los destellos que logra captar a través del tiempo y los ecos que éste produce son únicos y magistrales, porque esta reescritura de una misma historia es un texto perfecto y sublime en cuanto a los ecos del pasado que se hacen presentes y su poder de repetición. Pocos autores como Marguerite Duras han logrado dar a la repetición la categoría de esencia. Esencia domesticada por su forma de narrar y dejar en el aire una idea, un espacio o un sentimiento. Una indeterminación de la vida que nos recuerda a cada instante su fragilidad. 

El amante de la China del Norte nos sumerge en el mundo de los deseos y los miedos que éstos conllevan cuando se trata de romper barreras temporales y costumbres ancestrales que, sin embargo, serán la razón del fracaso de una relación condenada a morir desde un principio. De ese tormento surge y se afianza la relación entre la niña de quince años y el chino de veintisiete. De su apasionado encuentro nace una oda a ese fanatismo de los sentidos que conocemos como amor. Amor pleno de pasión y llanto, cercanía y distancia, rito y trasgresión. Aquí, Duras convierte a la palabra en algo tan matérico que la transforma en el cuerpo de los amantes, o en la estancia en la que yacen sus cuerpos. Esa forma de ver el pasado y el amor está marcada por la polifonía de los ecos del amor a través de los recuerdos y que, en esta novela, van más allá del amor entre la protagonista y el chino, para desdoblarse a su vez en una elegía del amor. Amor carnal, pero también fraternal. Amor con sus juicios y tragedias que, en ocasiones, llega al amor incestuoso que, narrado por la autora francófona, está exento de todo pecado, por estar abordado desde una postura más cercana a la dicha del que lo da todo —y con ello cubre el tormento y el desasosiego del otro— que al pecado carnal. 

La vida que nos plantea Marguerite Duras es una desfragmentación del mundo que siempre anda persiguiendo a los desdichados y sus tragedias. A los hechos puntuales de unas vidas que las marcan para el resto de su existencia. Un mundo en el que la escritora ensalza su capacidad para crear una atmósfera de nostalgia y pérdida a la vez, y donde ambas nos someten a un idilio entre lo que una vez fue y lo que nos es mostrado. Una forma de entender la literatura a la que Duras impregna de grandes dosis visuales con las que llega muy cerca del alma y la memoria del lector, porque como dice el refrán: «Una imagen vale más que mil palabras». 

Ángel Silvelo Gabriel.