martes, 8 de abril de 2025

GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA, EL GATOPARDO: EL PODER DE LO TRASCENDENTE SOBRE LO COTIDIANO, O VICEVERSA


 

La vida fluye como el caudal de un río que sabe cuál es su final. En ese paso entre el ayer, el hoy y el mañana, la cinética de los recuerdos convulsionan nuestras vidas como agrestes cascadas o sinuosos meandros. Entre la fuerza y la calma aún sopesamos los estados intermedios que nos llevan desde la plenitud de la juventud y el entusiasmo, a la decadencia y la melancolía de la madurez. Vagos perfiles de la existencia, ya que no nos describen ese futuro que nos gustaría atrapar para ser dueños de nuestro destino. En El Gatopardo, Lampedusa juega con el tiempo y la historia de Sicilia a través de los sentimientos de unos personajes que nacen y mueren en la intemperie de un cambio de ciclo social y político que observan desde la lontananza de los privilegiados. Un hecho que, por ejemplo, no le impide a su protagonista, Don Fabrizio, ser consciente de los mimos y de las repercusiones que le traerán a su familia, pues él forma parte de otro tiempo. Un estar en el mundo que se resume muy bien en la famosa frase; «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». En este sentido, lo nuevo frente a lo viejo y decadente sólo es una impostura formal que no estructural. De esos relámpagos sostenidos en el tiempo nacerá una nueva nación sumida en las mismas sombras, o parecidas, que la precedieron, pues ese es uno de los axiomas de esta magnífica novela, donde su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, utiliza un refinado lenguaje que vuelca de un perfecto estilo que entremezcla lo trascendente con lo cotidiano. 

La novela es un asombroso engranaje de aptitudes y semblanzas que van desde el amor imposible de Concetta sobre Tancredi, ante el propio arribismo que representan él mismo, o Don Calogero y su hija Angélica. El ansia por el poder es inasequible al desaliento en las clases bajas y futuros burgueses, mientras que los aristócratas deambulan perdidos en sus trasnochadas costumbres. Circunstancias que, en ambos casos, determinarán el futuro próximo de Italia. Nación de contrastes dominados por la pasión y una belleza innata que la hacen inalcanzable. Ese gusto por la estética también está presente en El Gatopardo y el su refinada inclinación por una dejadez estética que no necesita de nadie para sobrevivir, sino de alguien que se detenga a observarla. No hay nada más bello que la contemplación del arte en su más amplia definición cuando éste es advertido en pleno descuido, aquel que nos permite adivinar lo que sentimos cuando lo observamos. Acontecimientos y vidas que dan luz a una época a la que Lampedusa dota de una universalidad pasmosa, por lo que ésta tiene de alumbradora en el futuro de la Historia, como se refleja en este diálogo entre Don Fabrizio el padre Pirrone: «No somos ciegos, querido padre, sólo somos hombres. Vivimos en una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos como se mecen las algas ante el empuje del mar. A la santa Iglesia le ha sido prometida explícitamente la eternidad; a nosotros, como clase social, no». Acontecimientos y vidas que nos introducen en el corazón, e incluso en el alma de un tiempo, donde el tiempo, no era el dueño del mundo, y donde el descubrimiento de las oportunidades que proporciona siempre el cambio son medidas con la desazón de una falta de principios que puedan ser establecidos más allá del hecho revolucionario en sí. Lampedusa es consciente de todo ello y deja la posteridad al servicio de un libre albedrío alejado de sus personajes que, como buenos vividores de su tiempo, acabarán perdidos en la inmensidad de la nada. Una nada que no admite la eternidad de la santa Iglesia, pero que muchos de ellos desconocen. Fe frente a razón, del mismo modo que las sombras de la vida se depositan sobre el poder de lo trascendente sobre lo cotidiano, o viceversa. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 7 de abril de 2025

ABEL AZCONA, MADRE E HIJO. PERFOMANCE EN LA SALA DE COLUMNA DEL CÍRCULO DE BELLAS ARTES: UNA MADRE Y SU HIJO; UN HIJO Y SU MADRE

 


¿Qué mejor forma de celebrar tu trigésimo séptimo cumpleaños que conociendo a tu madre? Esa fantástica idea fue la que se le ocurrió a Abel Azcona el pasado 1 de abril en una sala de columnas del Círculo de Bellas Artes repleta de amigos y desconocidos ávidos de nuevas experiencias como esas. Una forma de celebrar, en principio, privada, que invade el espacio público. Espacio público, eso sí, como sinónimo de político y militante. Político por el resplandor woke que inundó de buenismo el espacio para tal representación. Y militante, por la exposición del dolor, el abuso físico, el acoso y sus múltiples perfomances que nos acercaron hasta la figura del superviviente que nos exhibió un Azcona, primero sentado mientras nos introdujo en su perfomance, y luego de pie antes de dar entrada a su madre. Porque la celebración de su cumpleaños iba de eso: «Vengo a encontrar a la madre que ha venido a buscarme». Un acto que, sin embargo, tenía truco, porque ese uno de abril, la fecha de su trigésimo-séptima onomástica, era la condición que él mismo le había propuesto a su primogénita para conocerla físicamente. No así, a través del WhatsApp y sus emoticonos cargados de retóricos mimos en forma de piolines, flores o corazoncitos rojos. 

Tal acto de amor estuvo rodeado de una gran expectación por lo que tenía de sobresaliente el primer encuentro de una madre y su hijo; un encuentro entre un hijo y su madre que quedó plasmado en un interminable suspenso de 45 minutos, que fueron los que permanecieron ambos en silencio sobre el estrado, a modo de escenario, a la espera de que en algún momento dado se rompiera ese silencio. Un silencio que, sin duda, implicó que fuese el propio espectador el que se lo tuviera que imaginar todo, salvo aquellos amiguis que lloraban desconsoladamente y llenaban las primeras filas del improvisado patio de butacas—hasta la kamikaze Angélica Liddell fue presa de tal desesperación— ante tal muestra de ternura —que sin duda la hubo—. Lo que corrobora, una vez más, que la auto-ficción está más de moda que nunca, sobre todo, si la misma va de un personaje conocido o famoso —España, la mayor de las veces, no pasa de ser un corral de cotillas, y el mundo cultural es una buena muestra de ello—. 

Al otro lado de esa invasión del espacio privado o más íntimo, por pudoroso, sobre lo público, hubo una declaración del propio Azcona que lo hizo más patente si cabe: «Me muevo mejor entre las personas que me han hecho daño». En ese espacio de solemne silencio a uno le dio por romper esa cacofonía del buenismo que dilapidó el dolor y el sufrimiento propio, y que nos fue expuesto sin más contemplaciones que unas grandes dosis de ternura que lo recubriesen para no salir manchados de sangre. Para romper esa cacofonía que ya está presente en los nombres de los protagonistas; de una parte, el Abel del hijo; y de otra, el Isabel que comparten sus madres biológica y adoptiva, a uno le dio por pensar en ese más allá que también se produjo en ese primer contacto físico del hijo con la madre. Una especie de nacimiento cárnico por la similitud con la que lo contemplamos desde la distancia, y que es fácilmente asimilable a esa liturgia que en sí misma tuvo la puesta en escena de tal acto. Una puesta en escena donde el perdón y la religión se fusionaron en el movimiento y contacto de las manos entre madre e hijo. Donde ella se asemejaba, sin mucha dificultad para adivinarlo, a una Madonna con su hijo en brazos, lo que corrobora la expresión del hijo cuando manifestó que: «Me he acercado más al arte». 

Una madre y un hijo que, en su intensa quietud sobre el escenario, nos recordaron a los montajes del video-artista Bill Viola, por esa capacidad que muchas veces tienen el estatismo y el silencio, que esta vez, hasta incluso fue privado de una banda sonora que lo acompañase o lo recogiese un poco más, si cabe. Dolor y sufrimiento. Loas a la esperanza y a la resurrección que de alguna forma se produjeron sobre el escenario. Posibilidad de transformación, eso sí, silenciosa. Quizá, porque haya que esperar a próximas perfomances donde Azcona ya sí, recurra a la palabra para trasladarnos sus experiencias sobre la auto-ficción y la vida.

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 25 de marzo de 2025

LA MÚSICA DE MARGUERITE DURAS, DIRIGIDA POR MAGÜI MIRA: NAVEGANDO LEJOS DEL AMOR


 

Igual que las tempestades se tornan en calma, el amor se diluye entre los recuerdos que nos proporciona el paso del tiempo. Exigua mirilla de la verdad que nada más que nos deja ver un plano corto que lo enfoca todo en una única imagen. Los antiguos amantes, así, se pierden en la plenitud de un presente que no comparten. Y lo dejan todo en manos de las exiguas muecas de un pasado borroso e inapetente. En este sentido, Marguerite Duras siempre ha apostado su talento literario a la plenitud de las palabras. Exiguas, a veces, o llenas de silencios como en su novela El parque; o cargadas de un deseo incontrolable, por febril, iniciático y hasta atávico como el que nos relata por segunda vez en El amante de la China del Norte, tras haberlo abordado también en su novela El amante. Palabras que van y vienen a lo largo del tiempo y, que, en el caso de La música, se nos presentan como naos que van navegando lejos del amor. Un amor ralentizado, que no olvidado, por Anne-Marie (Ana Duato) y, sobre todo, por Michel (Darío Grandinetti) que, tras la necesidad de volver a verse después de dos años —en lo que en principio es la última escena que compartirán en sus vidas— deambulan tras la distancia que las palabras producidas por su larga ausencia les deja; una distancia sin otra posibilidad que la de abordar el pasado, porque ambos hablan en pasado. De un tiempo que ahora les provoca la nostalgia del amor ausente de sus vidas y que un día compartieron hasta que se fragmentó sin remedio, porque como se dicen el uno al otro: «El tiempo se pierde siempre; o nada está más acabado que las cosas que terminan». De ahí que no haya una posibilidad real de una unión tan siquiera temporal o efímera como la que se han dado al querer compartir una noche final juntos en una habitación de hotel. Quizá, porque no haya nada más solitario para el amor que una habitación de hotel, repleta de silencios anónimos y de objetos igualmente anónimos que no son capaces de visualizar como propios. De ahí que, el uno y la otra, naufraguen en lo que su directora, Magüi Mira, ha dado en llamar como «una partitura de emociones» que, en el caso, de Anne-Marie y Michel se transforma en una coreografía distante y fría de sus cuerpos que no logran traspasar la barrera de un pequeño esbozo de la pasión, para a partir de ahí, deambular en otro lenguaje: el de los gestos y, quizá, los símbolos. Lo que nos lleva a asistir a un discurso más intelectual que pasional, y a que, por decisión de su directora, los protagonistas de esta versión sean dos personas mayores de cincuenta años, en detrimento de los treintañeros de la obra original. Aquí, sin duda, es donde la barrera del tiempo juega un papel primordial, porque al situarlos lejos de la juventud, cuando resplandecen los recuerdos lo hacen de una forma menos abrupta y más calmada, aunque bien es verdad que no por ello más cierta o incierta, tal y como sucede cuando la posesión de él sobre ella es manifestada como un símbolo de poder infinito cuyo objeto final es el de la muerte de la persona amada, lo que de repente le convierte en un dios del olimpo ataviado de un poder infinito que, él, como hombre, sólo puede expresar a través de la palabra y no de la acción por  mucho que la concepción del amor tenga de posibilitador de una incansable repetición. La que ellos han querido compartir de nuevo, a pesar del engrosamiento de una realidad que no les deja romper con su presente, y que se traduce en un eco repetido en distintas ocasiones a lo largo de la obra: «¿Entonces qué hacemos con los muebles?», donde los muebles son la metáfora de aquello que ahora les queda en común. Objetos y no sentimientos que serán olvidados en el desván de sus respectivas memorias. 

La música, es una obra de teatro que se nos presenta como una partitura interminable del amor, a la que su directora ha querido darle un tono pausado, incluso desapasionado, salvo raras excepciones; una obra en la que no se visualiza de una forma clara la química actoral entre Darío Grandinetti y Ana Duato, quizá, porque él llevaba diez años sin pisar las tablas de un teatro y ella mucho tiempo más. Se sienten tan temerosos de sí mismos que, muchas veces, sus diálogos apenas son perceptibles para los espectadores que se encuentran algo más alejados del escenario, lo que marca una distancia insalvable entre la obra y los espectadores como si ambos, esta vez sí, estuviesen navegando lejos del tiempo y el espacio que nos proporciona el amor.

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 17 de marzo de 2025

LA HABITACIÓN ROJA, CREAR: UN CANTO A LA VIDA



 

Hay historias que llegan para quedarse. Hechos en nuestras vidas que nos dejan una huella indeleble en el corazón y nos acompañarán hasta el final de nuestros días. Experiencias que son un todo, porque sin ellas no seríamos lo que somos: ese amasijo de huesos que, en el fondo, están dominados por el alma. Una materia intangible que es lo que nos convierte en personas. De esa materia que ni se ve ni se toca, está hecho este último álbum de La Habitación Roja, Crear. Un disco que, sin duda, está y estará entre los mejores de su carrera por su verdad, dignidad y acierto a la hora de cantar a la vida, porque eso es Crear: un canto a la vida con sus luces y sus sombras; un canto en el que se juntan el amor y la pérdida, la juventud y su melancolía, el destino y los finales. A este LP, por si fuera poco, le acompañan unas melodías que nacen lentas y van in crescendo hasta límites tan insospechados como inimaginables, porque recorren unas sendas magníficamente acompasadas entre letra y música, lo que las convierten en salmos de espiritualidad que en la voz de Jorge Martí alcanzan cotas líricas de gran calado. Una profundidad que es la pura esencia de Crear, por ser éste un compendio de temas que nos hablan del útero del que procedemos. Del milagro de la vida que se abre paso el día que nacemos, y de la posibilidad de llegar al cambiar el mundo. Una transformación en forma de canciones, letras y músicas que nos salvan o nos dan un poco de luz cuando las escuchamos por primera vez y las volvemos a retomar una y otra vez, pues en cada audición van saliendo y sobresaliendo nuevos matices en letra y música. No cabe mayor apuesta hacia este disco que la de su primera canción, Crear siempre es mejor que destruir, tal y como hicieron en el inicio de su concierto en la sala But de Madrid. Arropados por una pantalla llena de un mar azul que era la mejor banda de imágenes para una gran canción, cuyos estribillos: «Crear siempre es mejor que destruir […] Crear te ayudará a creer en ti» son el leitmotiv de un sinfín de intenciones existenciales que traspasan la barrera de la música. Unos temas que, como en el caso de El Duelo nos recuerda en sus inicios a la atmósfera musical de grupos como The Cure y que continua con una gran proyección de guitarras y unos teclados cada vez más presentes en las composiciones del grupo. A los que hay que añadir la voz de Jorge que va en busca del amor en sus múltiples variantes, lo que de alguna forma le diferencia de su querido Ricardo Lezón, por la multiplicidad y variantes que nos ofrece en este disco de relaciones humanas que van desde las maternofiliales a las gobernadas por apasionadas despedidas, o las que recorren la melancolía de una juventud que se afana en la búsqueda del ayer: «ayer me quedaba mañana y hoy solo me queda el ayer» presente en la canción Las olas, sin duda el tema más nostálgico de un disco que escarba en las reminiscencias de nuestro pasado y, que en el caso de esta canción, tiene un preponderante matiz mediterráneo por la luz que desprenden su melodía y su letra. Una simbiosis que se traslada a la intensa comunión que el grupo tiene con sus seguidores y que, como pudimos comprobar el pasado 22 de febrero en Madrid, alcanzó su zénit, una vez más, cuando interpretaron su hit Ayer; una canción que por sí sola vale toda una noche alrededor de este grupo valenciano, capaz, como pocos, de ponerte el corazón en un puño. Verdad, dignidad, profesionalidad y una gran capa de magnetismo que engendran grandes momentos en sus directos siempre álgidos y únicos. 

Crear si por algo se caracteriza es por el alto nivel musical de todas las composiciones, donde cada uno tendrá sus temas favoritos, pero sin que el resto pierda un ápice de protagonismo, pues en cada uno de ellos hay matices que los singularizan del resto. Un ejemplo de ello son Los seres queridos, con una gran carga emocional, a la que no le falta Svalbard, que se caracteriza por la fuerza y el ritmo alto de sus guitarras. Y, que alcanza sus mejores sensaciones, en La calle de la soledad, un corte en el que se aúnan el amor, la fragilidad y la fuerza, todas ellas capitaneadas por unos riffs de guitarras y vaivenes rítmicos que explosionan en unos versos que funcionan a la perfección con la música: «Aquellas cartas que me mandabas, cuando las cartas eran ventanas». Ventanas que se abren en un canto a la vida. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 10 de marzo de 2025

EL GATOPARDO, SERIE DE NETFLIX CREADA POR RICHARD WARLOW: UN VIAJE A LA LUZ DEL PASADO



 

«Roma o norte» se puede leer en la gigantesca peana sobre la que se sustenta la estatua ecuestre de Garibaldi en la cima del Gianicolo en Roma, donde a las doce del mediodía se sigue lanzando una salva como recordatorio de su gran hazaña: la unificación de Italia. Una expresión que podemos utilizar como punto de partida de la serie El Gatopardo, porque nadie mejor que ésta puede hacer de testigo del paso del tiempo y de la conocida frase pronunciada por Tancredi: «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». Una sentencia que, en sí misma, es la mejor muestra del inmovilismo que rodea tanto a la vida privada como pública de los acontecimientos y los personajes de este serial italiano. Más allá de su trascendencia en la magna obra de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y del magnífico soporte estético, ideológico y literario que posee en su novela, el inmovilismo que se nos muestra en la serie de Netflix, bajo la creación de Richard Warlow, es una pose sobre todo estética, por lo que tiene de poderosa la luz con la que están filmados sus jardines, sus flores, su vegetación, sus palazzos, o incluso el mar (apenas perceptible en la serie) de la costa siciliana. A la que hay que añadir el poder de la melancolía que ésta tiene sobre los acontecimientos y los personajes de una trama que está retratada de una forma más amplia que en la película de Visconti gracias a su formato de seis episodios, y a sus casi seis horas de duración en total. No obstante, no es toda una búsqueda de la belleza lo que surge de esta adaptación de El Gatopardo, sino también la recreación de unos sucesos que a día de hoy se nos muestran de una actualidad aplastantes, porque sentencias como la que pronuncia Tancred, nos dan la medida de la maldición a la que estamos abocados: la del fracaso y la deslealtad. Quizá, nadie mejor que el propio Don Fabrizio, magníficamente interpretado por Kim Rossi Stuart, para delatarnos, con la transformación de su mirada, el declive de una forma de ser y estar en el mundo que, accede a la adaptación de los nuevos cambios sociales y políticos, pero no así a implantarlos en su propia vida. Esa distancia entre lo público y lo privado es una muestra más de la ampulosa hipocresía que nos gobierna. Si bien es cierto que frente a ella se erige la dignidad por mantener el futuro y la estirpe de toda una familia que, a su vez, representa muy bien el propio Don Fabrizio que, junto a su hija Concceta —Benedetta Porcaroli, conforman esa doble virtud que cae en las tentaciones y se levanta gracias a la fuerza de una responsabilidad que no se aprende en el día a día, sino que se lleva en la propia sangre. Existencias, todas ellas, gobernadas por el cambio y la premura que, tras ese tul de revolución y pasión que las envuielve, la serie nos presenta en una concatenación de sensaciones estéticas y vitales que nos recuerdan la belleza de Italia y de su luz que, en el caso de Sicilia, es un paradigma de un encanto incomparable. Una hermosura que, va desde la forma en la que se nos presenta la villa donde viven el príncipe de Salina, Don Fabrizio, y su familia, hasta el interior de sus majestuosos salones, y de unas habitaciones apenas disimuladas por un luz siempre omnipresente, y cuya calidez se deposita sobre los rostros de unos personajes que se mueven alrededor de un entorno, en el que la dejadez y la melancolía, son sus mejores virtudes. Pues de esa melancolía, a la que acompaña la pérdida de una forma de ver y vivir la vida, surge esta serie que, en sus seis episodios nos retrata la Italia decimonónica que se encamina hacia una única patria italiana —la que ahora conocemos— y que acabará con la adhesión del Estado Pontificio de Roma el 20 de septiembre de 1870. Punto final del largo proceso de unificación italiana conocido como el Risorgimento. En esas turbulencias revolucionarias, se basará su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, para mostrarnos el desmoronamiento de una época que, en el caso de esta serie, nos es mostrado bajo el influjo de un viaje hacia la luz del pasado. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 6 de marzo de 2025

SÁNDOR MÁRAI, EL ÚLTIMO ENCUENTRO: LA PASIÓN, EL AMOR Y LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD


 

La pasión, esa aliada del deseo y la aventura. De la posesión y la envidia. De la traición y la culpa. Hay ocasiones, en la vida, que el río subterráneo que la recorre no es capaz de contener la furia del destino. Como se nos dice en esta novela: «… es la mayor tragedia con la que el destino puede castigar a una persona. El deseo de ser diferentes de quienes somos: no puede latir otro deseo más doloroso en el corazón humano.» Ese es, sin duda, el sentir de los protagonistas de esta historia donde se dan la mano la pasión el amor y la búsqueda de la verdad. Y, donde la falsa apariencia de sus anhelos, más tarde, se revolverá en su contra bajo el prisma de una amistad que en el fondo no es tal, por estar ésta dañada por la sombra de la deslealtad. El amor, y todo lo que éste engendra, en la novela, es advertido como un mal mayor que a medida que pasa el tiempo se hace soportable por la ayuda de los recuerdos de una memoria que se encarga de aminorar o falsear bajo el prisma de la mentira que nos acoge cuando la vida se apaga y se encamina hacia la muerte. Sándor Márai, en El último encuentro se regodea de un profundo monólogo con el que el general Hendrick nos va desgranando las entrañas del alma humana. Una vida que, al escritor húngaro, le sirve de ejemplo de todas aquellas existencias marcadas por el engaño y un falso destino falso que acaba abocado al silencio. En este sentido, los largos parlamentos de Hendrick se refugian en los silencios que los acogen a él, a su esposa Krisztina y, al amigo de ambos, Konrad. Un silencio que el escritor húngaro confronta con el símil de la llama del fuego de la pasión y las cenizas que ésta genera. Todo ello, servido en un juego de declaraciones y secretos que se hallan muy cercanos al lenguaje del teatro. 

Sándor Márai nos recuerda a Iréne Némirovsky cuando nos habla del orgullo, el honor y el deseo y, hasta la forma de reaccionar de su protagonista, nos lleva a las de los personajes de la escritora ucraniana. Unos y otros víctimas de esa sangre caliente que recorre sus cuerpos por más que aparenten frialdad. Un volcán de sentimientos que al final les pasará factura por más que no lo admitan o declaren. En este sentido, tras una magnífica primera parte, donde se nos muestra el inicio de la amistad entre Hendrick y Konrad, asistimos a una segunda en la que Márai extiende demasiado su argumento sin llegar a una conclusión concreta, por más que su prosa esté poseída por la melancolía y un estilo literario inconmensurable lleno de detalles literarios de gran altura. Sin embargo, esa amplitud de ideas y secuencias de imágenes y hechos deberían estar más justificados. Baste resaltar el largo monólogo del protagonista acerca de la caza, tras el cual se llega a un desenlace que sólo es el inicio del siguiente en el capítulo que va a continuación (como si fuera un acto más de una obra de teatro). Es cierto que, el poder que tienen la venganza y los recuerdos que ésta genera, están sublimados hasta el límite, y que el propio Márai trata de dejarnos una buena muestra de ello, lo que no es óbice para pensar que podría haber recortado esta novela. Bien es cierto que habría que recordar que la novela está ambientada en el año 1941, en plena Segunda Guerra Mundial y que, el sentimiento de un europeísta como él no debería pasar por el más plácido de los estados, ya que, como le ocurrió a Stefan Zweig, nunca se fio del poder devastador de los totalitarismos. Quizá, sea en esa entelequia donde se refugie el último sentido de esta novela, donde la traición de los más cercanos puede llegar a representar la traición de todo un pueblo, el europeo, en este caso, que nunca quiso ver las señales de alarma y peligro que le acechaban. Sea como fuere Sándor Márai nos deja un fiel retrato de las incertidumbres que rodean al alma humana. Sombras en las que la deslealtad y la traición aún son capaces de dejar un espacio a la expiación de la culpa. Una culpa que recorre la pasión, el amor y la búsqueda de la verdad, por más que llegado un cierto momento de nuestras vidas, la verdad ya no tenga más sentido que el descanso de los mártires.  

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 2 de marzo de 2025

CUENTO DE INVIERNO, DIRIGIDA POR JUAN CARLOS CORAZZA: LAS SOMBRAS DE LA VERDAD

 


El tiempo, como muy bien se nos recuerda al inicio, es ese motor que todo lo puede, e incluso perdona. El tiempo y su capacidad para redimir la locura y la venganza. El tiempo y su tránsito hacia el perdón, la rectificación o la dicha. Axiomas, todos ellos, que caracterizan esta adaptación de una de las obras tardías de Shakespeare, en las que abandona ese misterio que reinaba su producción teatral inicial. Un misterio que años más tarde también compartió con él John Keats, el poeta de la melancolía inalcanzable. Una melancolía que también hace acto de presencia en la última parte de este Cuento de invierno, donde a través de la redención de la culpa se busca la felicidad. Algo que podríamos considerar como inaudito tras el primer acto cargado por los celos, una lealtad mal interpretada —o al menos oscura— que le sirven al dramaturgo inglés para explorar la locura y la venganza: «Mi vida vale lo mismo que tus fantasías». Hay en esta carga dramática inicial una intención de arrastrar al público hacia una clásica tragedia cargada de oráculos, dioses mitológicos y personajes intrigantes que se mueven entre bambalinas para demostrarnos sus artimañas a favor o en contra del restablecimiento de una juiciosa verdad que se ve aplastada por los celos. A esa búsqueda de la verdad, nos ayudarán a vislumbrarla un elenco de actores muy equilibrado, y con una puesta en escena sencilla basada en la labor coral de todos ellos. Un equilibrio que demuestra las grandes dotes de dirección de Juan Carlos Corazza, que nos dice que: «El teatro de Shakespeare siempre es noble, hace bien al público». Y, bajo esa premisa, Espacio Teatro Zafra, ha inaugurado su andadura en la cartelera teatral madrileña con este comedia o romance tardío como lo han calificado los críticos. Un Cuento de invierno que, en este caso, descansa sobre el gran protagonismo que en el mismo desarrollan las mujeres —de ahí, quizá, devenga su mayor punto de actualidad—. Su director, en este sentido, visualiza muy bien esa carga de libertad que representan las actrices de la obra. De todas ellas, destacan tanto Alicia Borrachero como Laura Ledesma y Laura Calvo. Tres mujeres que nos irán introduciendo en una sucesión de intrigas y malentendidos que nos llevarán desde el sigilo al tormento, o de la codicia al engaño. Entre, todo ellos, sobresale el magnífico efecto de la elipsis de los actos finales, en los que las danzas, romerías y bailes nos traerán, al final, algo de luz a la tragedia. De esa nobleza de la que nos habla su director es de la que se beneficia una parte final de la obra que, como un cuento de los de toda la vida, explora la magnificencia del perdón, la virtud y la luz que se abre paso entre las sombras de la verdad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 24 de febrero de 2025

LA SEÑORITA DE TREVÉLEZ DE CARLOS ARNICHES BAJO LA DIRECCIÓN DE JUAN CARLOS PÉREZ DE LA FUENTE: EL AMOR Y LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD


 

El amor y la búsqueda de la felicidad frente a la chanza, el embuste, o el engaño como patrimonio de esa vida que, al primero que se le precita encima, es al que la patrocina. Siempre se dice que la mentira tiene las patas muy cortas, y a eso es a lo que asistimos en esta magnífica reposición de La señorita de Trevélez de Carlos Arniches en versión de Ignacio García May y dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente. Lo primero que hay que decir de esta nueva puesta en escena es el gran homenaje que Pérez de la Fuente hace al teatro español con mayúsculas. Un reconocimiento que ya está implícito en la antesala de la función con el más que acertado holograma de Fernando Fernán Gómez que, aparte de dar nombre al Centro Cultural de la Villa de Madrid, con su presencia, nos recuerda a ese genio tan particular como entrañable que fue. A este recordatorio, hay que añadir la mención que se hace a lo largo del texto —un texto con un lenguaje vivaz, elocuente, arrollador, a veces, inteligente siempre, por lo que tiene de actual la versión de Ignacio García May, con frases absolutamente geniales: «Cuando hay que ocultar algo, nada mejor que la prensa», lo que se reafirma con el nombre de los periódicos, «La Voz, El Baluarte, La Muralla» — de autores como El Arcipreste de Hita, José Zorrilla, Tamayo y Baus o, allende de nuestras fronteras, del propio Hamlet: «Volved a Hamlet, volved a Hamlet», como nos recuerda uno de los actores. A lo que hay sumar la extraordinaria dirección de actores de Pérez de la Fuente, a través de unas perfectas y coordinadas coreografías, entradas y salidas de actores, fiestas o bailes, que nos hablan de su gran capacidad a la hora de transmitirnos el don del ritmo consecuente con un texto actual y único. Una más que notable manifestación de ese TEATRO TOTAL, al que asistimos a lo largo de la obra que, por no obviar, no olvida ni al público asistente a través de la interacción de los actores con el patio de butacas. En esta plenitud teatral hay que resaltar también la espectacular escenografía de Ana Garay con tintes tan acertados y cómicos como son los balcones móviles que acompañan a los actores, y el diseño de vestuario de Almudena Rodríguez Huertas, con detalles tan únicos como expresivos —no se pierdan los majestuosos alfileres de las chaquetas de los actores—. Un elenco actoral que, su director, ha sabido elegir y unir con un acierto encomiable, pues desde el primero al último de ellos/as, está a gran altura a la hora de dar vida a sus personajes. Si Daniel Albaladejo como D. Gonzalo está inconmensurable, Silvia de Pé como Flora de Trevélez está aún mejor, si cabe tal calificativo. Lo mismo se puede decir de Daniel Diges como Numeriano, o Críspulo Cabezas como Tito Guiloya, y del resto del reparto que, con gran acierto, dan vida a esta obra de Carlos Arniches que se nos presenta más actual que nunca con ese doble sentido de las palabras, o el aguijón directo ante la realidad de un país como el nuestro: «Tapamos una mentira con otra más gorda, como el Gobierno de la Nación». ¿Acaso cabe más verdad en una sola frase? O esta otra: «Se mata con libros y no con armas». 

Además de todo lo dicho, La señorita de Trevélez es, ante todo, la representación del amor como fuente de virtud y sumidero de desdichas que surge como gran homenaje al teatro, pues es el amor el que desde un inicio, con la introducción del Don Juan Tenorio, hasta el final, cuando se descubre la chanza o enredo de la obra, el que mueve entre bambalinas no sólo la acción, sino también el alma de la obra, porque como muy bien se nos recuerda a lo largo de la misma y al final: «La felicidad es un pájaro azul que se posa en un minuto de nuestra vida y que cuando remonta el vuelo, Dios sabe en qué otro minuto se volverá a posar». Bendito pájaro azul que representa al amor y la búsqueda de la felicidad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 21 de febrero de 2025

TERESA URCELAY, EL PERRO Y EL CORDERO: AULLIDOS DE UN CORAZÓN SALVAJE

 


Heridas y sus hallazgos. Grietas y la esperanza que tras ellas haya algo de luz. Preguntas que buscan respuestas tras el color púrpura de unas trenzas doradas recién cortadas. Caminos y sendas que narran las pérdidas que transitan de la niñez a la adolescencia, y de esa insatisfacción de la que están hechos los sueños. Aullidos del perro y el cordero. Aullidos de un corazón salvaje. Ahí es donde se encuentran una parte de los enigmas y razones de este alumbramiento literario. Un debut, el de Teresa Urcelay, que expresa muy bien la valentía que conlleva el hecho de ponerse a escribir. Una valentía que ella refleja en poemas llenos de rasguños e insatisfacciones. De dudas y sangre. Una sangre que brota y recorre su piel. Sangre observada desde un lirismo que no entiende de más cortapisas que la propia vida. Sangre caliente llena de verdad. La suya. La propia. En sus versos, una vez más, asistimos al rescate de una vida a través de la literatura. Un trasunto que nos zarandea y, a veces, nos muestra el reflejo de la luz del sol que se detiene como un halo de magia sobre nuestros sentidos. En este sentido El perro y el cordero es un testamento autobiográfico —¿quién dijo que la autoficción está sobrevalorada?— en el que Teresa mira sin miedo a sus entrañas. A esa necesidad que la lleva a preguntarse: «¿Y si todo no es más que esto?», o «Si es todo sonreiré, pero […] Un corazón que solo ha conocido el hambre; el hambre es lo único cierto.» Una necesidad de saber y conocer que la lleva a transitar y experimentar con una multiplicidad de voces: la propia, la de la madre, las amigas, o el padre. Versiones distintas sobre los recuerdos que la llevan a forjar una expresividad en sus poemas que desembocan en la parte de atrás de los sentimientos. Oscuridades que marcan la ira, el egoísmo y la furia, sobre todo, cuando aborda temas como la fe, la religión, la maternidad o la comida. Ahí, donde coge la mano de la madre y, a su vez, la rechaza, asistimos a la demarcación de un espacio propio, donde la hija y el reflejo de la madre, y viceversa, conforman un universo cerrado que no deja de dar vueltas sobre sí mismo. Un caleidoscopio —como diría la autora—, que acepta una gran amalgama de colores y sensaciones que nos descubren influencias como la de Sylvia Plath: «Imaginé que volverías como dijiste, / Pero crecí y olvidé tu nombre/ (Creo que te inventé en mi mente)». 

El perro y el cordero también deposita su atención sobre los mitos como, por ejemplo, lo son las figuras de Perséfone o Galatea; o la religión, a través de la Virgen María que, a su vez, se desdobla en María Madre, o María como símbolo de pureza. Metáforas que la autora emplea para retrotraer al presente los recuerdos de su nacimiento: «Hay un reloj colgado en la pared/ de esta habitación del Hospital Reina Sofía / que ofrece su tranquila canción y da la una. / Con su perdón, espero a nacer / en la quietud de esta madrugada sin luna. […] Fuera es enero, las carreteras están heladas»; o de su niñez, adolescencia, o el colegio y sus amigas. Tránsitos que avanzan a lo largo y ancho de los días sin nada —en algunos aspectos sus proclamas nos recuerdan a la biografía del desasosiego que abrazó con tanta intensidad Fernando Pessoa— y la obligan a replantearse: «Y si hay más, ¿cómo saberlo?». Inquietudes que poco a poco encontrarán nuevos interrogantes y salidas, como se puede apreciar en el tercer bloque de este poemario en el que ya se atisban los primeros destellos de la aceptación del propio cuerpo y el nacimiento del deseo.   

Teresa Urcelay en El perro y el cordero da luz a un maduro y prometedor nacimiento literario forjado en ese desasosiego vital que nos condena a la duda. Una duda que nos mantiene vivos y en alerta. Una duda por la que no hay que pedir perdón, aunque éste sea la mejor fórmula para expresar un resurgimiento bajo el eco de los aullidos de un corazón salvaje.

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 13 de febrero de 2025

ANTONIO TOCORNAL, ÁRIDA: UN VIAJE HACIA LA NADA

 




Siempre hay un punto final. Un exilio del que nunca regresaremos. Un camino que acaba. O una estación de tren cuyas vías no continúan. Sin embargo, en ese despeñadero del mundo también habitan los sueños. Crueles. Etéreos. Inmateriales. Sueños que son el espacio invisible donde habita la fuerza motriz que nos trae y nos lleva, y a la vez, nos deja varados. ¿Existen la vida y el mundo? ¿O acaso el más allá? Preguntas que precisan de una respuesta que no siempre tenemos a mano. Por imposible. O inalcanzable a la mente humana. A la mente racional, por supuesto. Para indagar en todo ello Antonio Tocornal nos invita a visitar Árida. Un espacio onírico. Fantasmal. Y maldito. Meta, destino, y punto final de vidas y encuentros. ¿Qué es la vida sino un indeterminado número de encuentros? Relaciones donde la accidental y lo mágico se revuelven en una serie de crueldad divina. De fantasmagoría bíblica. Relaciones, eso sí, sin biblia ni santos. Para parapetadas en diatribas sin auxilio posible. Historias al margen de una realidad que no tiene más espacio que el de la senda que llevará a cada uno de los personajes de esta novela a un territorio llamado Árida. Convirtiéndolos es un viaje hacia la nada. Esta novelle, a medio camino entre la alegoría y lo fantasmagórico, crea un territorio propio. Del mismo modo que Rulfo creó Comala —de lo que se da nota en la antesala de esta historia—, o Faulkner, Yoknapatawpha; o Benet, Región; o Luis Mateo Díez, Celama, sólo por poner algunos ejemplos. Desde esa inmaterialidad existencial presente en Árida surgen una serie de historias en las que la literatura se transforma en materia. Materia y locura que se desarrolla a lo largo de un desierto. De su arena. De su sol. Hábitat de una desolación que surge como un dios que todo lo observa y determina. Un hábitat en forma de desierto que representa al tiempo y su medida. Y, así, de la mano del escritor gaditano, afincado en Mallorca, vamos descubriendo vidas y sufrimientos. Torturas y sus reflejos. Deseos incumplidos. Y batallas perdidas. En un universo propio de zombis sin piel ni hueso, pero a los que aún les queda esa porción de vida que es el alma. 

Árida es un territorio propio de penitencias y de lucha. La del ser humano frente a la muerte. Contra el tiempo y la ausencia de recuerdos. Contra el viento que borra huellas y vidas. Y, sobre todo, es la historia de tenacidades que nunca se rinden ante el olvido. Así nos lo cuenta el personaje de La guardesa, argamasa de las historias de esta historia cuyo punto final es Árida, ciudad-fantasma que representa un viaje hacia el punto final donde se halla la nada. Esa nada que nos recuerda que: «polvo eres y en polvo te convertirás». Desde esa hipotética nada surge un modo de narrar cargado de tintes surrealistas donde la crudeza de la realidad se da la mano con el suspiro poético presente en muchas de sus frases. Construcciones gramaticales que van y vienen para darle a la novela un carácter cíclico, pues ese es uno de los mensajes que la misma atesora. Formas de expresión que vienen determinadas por la importancia que el autor le da al estilo narrativo —tan denostado en la última época—, fijando su atención en cómo se cuenta una historia que, por no tener, no precisa de un principio y un final, aunque esta novela los tenga, sino que se trata de crear universos literarios que buscan la excelencia por encima de la banalidad actual, y dejan al lector ese margen de reinterpretación de un texto que habla de todos nosotros. De ese último viaje hacia la nada. 

Ángel Silvelo Gabriel.