La vida fluye como el caudal de un río que sabe cuál es su final. En ese paso entre el ayer, el hoy y el mañana, la cinética de los recuerdos convulsionan nuestras vidas como agrestes cascadas o sinuosos meandros. Entre la fuerza y la calma aún sopesamos los estados intermedios que nos llevan desde la plenitud de la juventud y el entusiasmo, a la decadencia y la melancolía de la madurez. Vagos perfiles de la existencia, ya que no nos describen ese futuro que nos gustaría atrapar para ser dueños de nuestro destino. En El Gatopardo, Lampedusa juega con el tiempo y la historia de Sicilia a través de los sentimientos de unos personajes que nacen y mueren en la intemperie de un cambio de ciclo social y político que observan desde la lontananza de los privilegiados. Un hecho que, por ejemplo, no le impide a su protagonista, Don Fabrizio, ser consciente de los mimos y de las repercusiones que le traerán a su familia, pues él forma parte de otro tiempo. Un estar en el mundo que se resume muy bien en la famosa frase; «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». En este sentido, lo nuevo frente a lo viejo y decadente sólo es una impostura formal que no estructural. De esos relámpagos sostenidos en el tiempo nacerá una nueva nación sumida en las mismas sombras, o parecidas, que la precedieron, pues ese es uno de los axiomas de esta magnífica novela, donde su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, utiliza un refinado lenguaje que vuelca de un perfecto estilo que entremezcla lo trascendente con lo cotidiano.
La novela es un asombroso engranaje de aptitudes y semblanzas que van desde el amor imposible de Concetta sobre Tancredi, ante el propio arribismo que representan él mismo, o Don Calogero y su hija Angélica. El ansia por el poder es inasequible al desaliento en las clases bajas y futuros burgueses, mientras que los aristócratas deambulan perdidos en sus trasnochadas costumbres. Circunstancias que, en ambos casos, determinarán el futuro próximo de Italia. Nación de contrastes dominados por la pasión y una belleza innata que la hacen inalcanzable. Ese gusto por la estética también está presente en El Gatopardo y el su refinada inclinación por una dejadez estética que no necesita de nadie para sobrevivir, sino de alguien que se detenga a observarla. No hay nada más bello que la contemplación del arte en su más amplia definición cuando éste es advertido en pleno descuido, aquel que nos permite adivinar lo que sentimos cuando lo observamos. Acontecimientos y vidas que dan luz a una época a la que Lampedusa dota de una universalidad pasmosa, por lo que ésta tiene de alumbradora en el futuro de la Historia, como se refleja en este diálogo entre Don Fabrizio el padre Pirrone: «No somos ciegos, querido padre, sólo somos hombres. Vivimos en una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos como se mecen las algas ante el empuje del mar. A la santa Iglesia le ha sido prometida explícitamente la eternidad; a nosotros, como clase social, no». Acontecimientos y vidas que nos introducen en el corazón, e incluso en el alma de un tiempo, donde el tiempo, no era el dueño del mundo, y donde el descubrimiento de las oportunidades que proporciona siempre el cambio son medidas con la desazón de una falta de principios que puedan ser establecidos más allá del hecho revolucionario en sí. Lampedusa es consciente de todo ello y deja la posteridad al servicio de un libre albedrío alejado de sus personajes que, como buenos vividores de su tiempo, acabarán perdidos en la inmensidad de la nada. Una nada que no admite la eternidad de la santa Iglesia, pero que muchos de ellos desconocen. Fe frente a razón, del mismo modo que las sombras de la vida se depositan sobre el poder de lo trascendente sobre lo cotidiano, o viceversa.
Ángel Silvelo Gabriel.