La destreza de los narradores se
nos muestra de maneras muy variadas, como si cada uno de ellos representara a
un dios del Olimpo, en este caso, del Olimpo de las Letras. Enigmáticos unos,
caprichosos otros, todos tienen, sin embargo, un punto en común, y ese, sin
duda, es el valor que atesoran a la hora de representarse a sí mismos y al
mundo que sólo ellos entienden a través de las historias que crean. ¿Qué hay
detrás de cada una de las obras de un escritor? Pregunta imposible de responder,
tanto o más que querer encontrar una única verdad en la vida, pues las grietas
por las que se cuelan las ideas y las imágenes en cada uno de ellos son
infinitas, al estilo de las innumerables combinaciones de las notas musicales de
los millones de canciones que pueblan el universo. Por ejemplo, en el caso de Nabokov,
asistimos a la destreza de aquel que basa su obra literaria en la provocación,
pero no sólo eso, porque también, y esta es su singularidad más importante como
narrador, en la estética que busca su fuerza expresiva en un cuidado estilo que
se recrea en las voces de sus personajes y en sus acciones, dejando al lector un
gran margen de interpretación y reinterpretación. Esteta, pero también gran
observador de la naturaleza humana, el escritor ruso nos muestra en el relato
titulado La Veneziana, como si de un cuadro se tratara, la importancia
que tiene en la vida y en la literatura el sentido de las apariencias. Tonos
claros y transparentes recorren sus palabras para enseñarnos en un doble plano
de ficción: realidad-fantasía —tan presente por ejemplo en el relato El Aleph
de Borges—, las auténticas razones que mueven a cada uno de los personajes que
concurren en esta historia. Relato coral que, no obstante, remarca el poder que
puede llegar a tener —si se maneja bien— la multiplicidad de puntos de vista a
la hora de crear y cerrar una historia. Nabokov deja marchar libremente a sus
personajes, como a sus lectores, hasta que los introduce en ese enigmático
cuadro (La Veneziana) de Sebastiano
Luciani que, casualmente —o no— guarda una inusual similitud con el
único personaje femenino de esta historia, Maureen.
Hasta aquí todo es normal, si no fuera por ese remarcado estilo propio que
emplea Nabokov para envolvernos en una narración que poco a poco se tensa, y
que culmina, en una magnífica e irónica vuelta de tuerca que nos descompone los
juicios previos. Nabokov, consciente de la importancia del sentido de las
apariencias en la literatura nos deja una nueva muestra de su talento a la hora
de apreciar aquello que la vida se empeña en ocultarnos, igual que si fuera un
dios del Olimpo al que de vez en cuando tuviéramos que acudir, sobre todo,
cuando el día a día nos deja a oscuras.
Ángel Silvelo Gabriel.
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