Dar vida a la muerte. Trazar las
coordenadas de una nueva vida con el afán de saltarnos la mayor de las
desgracias. Y ser capaces de transformar el destino que nos había sido dado
para convertirlo en el de otro. El de aquel que nunca sospechamos que existía
y, mucho menos, que fuese el culpable de todo. De esa nueva vida no escrita ni
sentida. Desde que Mary Shelley dio vida a su Frankenstein o el moderno Prometeo
han sido muchos los que han intentado resucitar a ese otro que uno mismo no
sabe que se encuentra dentro de sus entrañas. En este sentido, si obviamos el
caso de Mary Shelley, los efectos literarios y los recursos de la
ficción que han hecho el esfuerzo imposible de llegar a diseñar la inmortalidad
de una forma épica, pero también insatisfactoria, han sido infructuosos. Anodinos,
a veces. Por poco creíble. O insulsos. En Distancia de rescate, Samanta
Schweblin, de algún modo, recrea esa necesidad de ser otro dentro de uno
mismo con la intención de revelar con otros ojos y otros miedos el abismo de la
vida que surge del pánico que nos persigue día a día. El terror a perder
aquello que más queremos es una fuente inagotable de inseguridades que nos van
destruyendo poco a poco sin que seamos capaces de parar el desastre que ese monstruo
interior nos produce en nuestro universo. Universo que, en Distancia de rescate, se sostiene a través del diálogo entre Amanda
y David. David, el niño que nace de la transformación más primitiva del universo
y que pone en jaque a Amanta, la madre de Nina y el personaje adulto que sucumbe
al empuje y la determinación de un niño con el poder de los gusanos. Unos
gusanos que representan el poder de la destrucción y la muerte. A medio camino
entre la distopía, la ciencia ficción y las novelas de terror, Samanta
Schweblin da a luz a una nouvelle
en la que reinterpreta de una forma más profunda, si cabe, esos universos de
tensión con grandes dosis de terror que capitanean a sus relatos, y que en Distancia de rescate, no acaban de
romper como en éstos, sino que más bien se conforman con un sinfín de putos suspensivos
cada vez que finaliza una de esas escenas o instantáneas de incertidumbre que dan
paso a un nuevo episodio de esta historia de soledades y miedos, por otra
parte, muy bien retratados en la inmensidad de unos campos de soja, las piletas
que lo destruyen todo y esos caballos que dejan de ser lo que son. La pulsión estática
de los sentidos es otra de las características de esta obra, de alguna forma
inconclusa e indeterminada a la vez que, sin embargo, trata de forzarnos los sentidos
y la imaginación a medida que avanzamos en su lectura. Territorios cenagosos e
indeterminados que nos obligan a admitir todo lo extraño que hay en el mundo. Un
mundo extraño y extrasensorial, pues el poder de los personajes nos llevan
desde el silencio a la fatalidad, mediante una serie de recursos que transitan
en una sobrecogedora caja de resonancias y repeticiones, a veces; y en la
inmediatez de lo inexplicable que desemboca en las figuras tan inertes como
ciertas del terror que nuestra mente es capaz de reproducir ante lo desconocido,
en otras.
Samanta Schweblin se
estrena en el mundo de la novela con esta Distancia
de rescate. Una cuerda infinita e invisible que es capaz de ahorcarnos sin
llegar a matarnos, y que también resurge una y otra vez de esas cenizas que
necesitan de lo imposible para ser reales sin necesidad de serlo, y aunque tan
solo lo consigan en la mente de los lectores que se acerquen a ella, pues el
universo creado por Distancia de rescate
es el de un moderno Prometeo que no surge del amor sino del miedo. El miedo a
uno mismo.
Ángel Silvelo Gabriel.
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