¿Qué es la belleza sino la implícita salvación que atesora el arte? El arte. Su alma. Fragancias de lo vivido y sufrido. Racional y bello a la vez. Lucha de sombras, temores y fantasmas. Conciencia del yo. Trastero de tinieblas. Luz y oscuridad de la vida. Como dijo John Keats: «¿Es el arte un vuelo hacia lo sublime o simplemente una evasión temporal de la experiencia?» Esa dualidad es la que está presente en este nuevo mapa de las emociones al que Irina Kouberskaya nos somete en La cordura loca de Lady Macbeth. Un espacio para la reflexión de lo que es bello en sí mismo, porque nos muestra aquello que no vemos, o mejor dicho, que no queremos ver. Irina es una maga que deambula entre los entresijos del alma humana para erigirse en una viajera de lo insólito. Un viaje que nos atrapa con su concepción tan singular y única de lo que ella entiende por teatro, que no es otra cosa que el último sentido de la vida; una vida que va de lo racional a lo bello en una combinación de movimientos, imágenes y palabras que arden de emoción. Emoción sin límites que, en La cordura de Lady Macbeth, se enfrentan a la codicia, el amor, la tortura y el maltrato. De ese cóctel atormentado nace una increíble puesta en escena (simbólica como es menester en los montajes de Irina). Un simbolismo que también nos lleva a los movimientos que una inigualable Beatriz Argüello va desarrollando a lo largo y ancho del escenario. Y es verdad, en este simbolismo mágico todo pende de un hilo como las manchas que se pegan a nosotros en forma de un pasado que nunca se diluye ni difumina. Pasado traicionero y arrebatador por lo que tiene de asesino. Una vez más, Irina nos muestra su enorme talento al servicio de las emociones y sus delirios.
En este monólogo de dos (Irina Kouberskaya en la dirección y Beatriz Argüello en la interpretación), el sentido que le da a la obra Beatriz Argüello es colosal, no solo porque su cuerpo es el vademécum de la interpretación, sino por cómo ama, baila, se atormenta y se multiplica en distintas voces, para de esa forma, traspasar la barrera de lo esperado hasta límites insospechados. Sus cambios de voz con registros muy distintos unos de otros, su coral adaptación al escenario y los elementos escénicos que lo componen (lo que nos dan una pista de su pasado como bailarina), y la sinergia que en cada momento es capaz de transmitirnos nos mantienen atentos y pegados a nuestra butaca en una especie de viaje sensorial, casi místico, que va de la luz a la oscuridad en un continuum soberbio. Expiración y aspiración, en un juego dentro-fuera que no se diluye en ningún momento, y que hace de su interpretación una nave de encuentros y desencuentros entre los náufragos que habitan en su memoria, pero sobre todo, en su alma. Magnífica es un calificativo que se queda corto para su maravillosa interpretación, por única e inigualable. Su mirada, sus gestos, sus pies y sus manos nos acompañarán una larga temporada en nuestra memoria.
A todo ello, también hay que destacar el acierto de las diferentes piezas musicales elegidas para armonizar la obra. Sonidos celtas, populares, de cámara, o incluso de arias que ejercen de olas a la hora de impulsar una nao que va en busca de su propio averno. Un averno donde lo emocional recubre como una tormentosa pátina todo aquello que en un momento dado se transforma en una riada de sensaciones que nos llevan hasta lo irracional. Como irracional es el amor y también la belleza, porque como dijo John Keats en el inicio de su poema épico Endymion: «Algo bello es un goce eterno».
—«¡Oh, Tierra! Borra mis pasos.»
Ángel Silvelo Gabriel.
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