Una casa y sus grietas. El tiempo y su eco. Un padre y sus hijas. Y, el cine, dentro del cine. Con esos elementos de partida el director noruego Joachim Trier expía, por un lado, el pasado y sus consecuencias, y explora, por otro, el peso del amor de una familia. El peso que ese amor tiene sobre el arte. Al hacerlo a través de una compostura meta cinematográfica dota a la narración de la película de un valor añadido: las grietas con las que todo artista vive su propia pesadilla. Aquellas en las que tantas veces se halla sumergido y sólo, de vez en cuando, sale para expresarlas a través del arte. El cine, en este caso, es una obsesión y la manifestación de las múltiples voces que se reproducen como un potente eco en la mente de todo creador, donde los miedos, el pasado, el amor y el rechazo se unen en un potente cóctel molotov que nunca acaba de estallar, y el transcurso de nuestras vidas se encarga de reflejar en silencios, enfrentamientos y miradas que lo dicen todo. En este sentido, la potencia con la que Trier nos muestra los primeros planos de Nora, Gustav y Agnes son tan esclarecedores y perturbadores que nos implican de un modo directo e intenso en este drama familiar emotivo y conmovedor al que de vez en cuando se le escapa algún destello de luz como cuando suenan «The Price of love» de New Order, o «Same old scene» de Roxy Music bajo la resonancia de la magnífica voz de Bryan Ferry. Porque este drama con tintes de Bergman también posee la hipnótica presencia de los guiños a la presencia de esas gotitas de esperanza que nos permiten seguir hacia adelante; o de búsqueda de esa belleza desnuda cuando en la cámara del director se cuela la imagen de una playa al amanecer entre sombrillas de colores. Para que nada quede fuera de este homenaje al cine, tras alguno de los fundidos en negro tan de Woody Allen suena un clarinete en forma de duende que juega con nuestra atención. Fundidos en negro que marcan y remarcan espacios y estados de ánimo cambiantes y también elipsis —qué bien tratadas están en la película— que nos llevan y nos traen en un perfecto juego de idas y venidas que apelan a la inteligencia del espectador y a la reinterpretación libre de aquello que se le muestra.
Valor sentimental es, también, la expresión mayúscula de lo que significa una gran interpretación, si Renate Reinsve como Nora (una clara resonancia al teatro de Ibsen) aguanta y asimila a la perfección la autodestrucción que asola al artista que siempre se halla buscando, Stellan Skarsgard como Gustav, con el poder de su mirada y sus silencios elevan a la categoría de sublime lo que es y significa dar vida a un personaje contradictorio, tirano y sentimental a la vez, en una perfecta lección de lo que es el alma humana. Un trío interpretativo que Inga Ibsdotter Lilleaas como Agnes refrenda muy bien. Todo ello, unido al montaje que nos modula con gran acierto los vaivenes entre el presente y el pasado hacen de esta película un perfecto fresco de la vida. Un fresco tridimensional que se mueve entre la vetustez de la casa familiar, las grietas de una familia y el peso del amor el arte.
Ángel Silvelo Gabriel.

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