Intentar
atrapar la luz, como si eso fuera posible con sólo estirar el brazo y cerrar el
puño. Es, en ese punto, donde la evanescencia de una nube se convierte en cielo,
o donde los sueños chocan contra la realidad de las esquinas de una habitación mientras
intentan convertirse en otra cosa. Ahí es donde el poeta Carlos Oroza https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_Oroza
sitúa su mundo lírico, donde, quizá, confluyen la ficción o el sueño, el espejo
o el reflejo, la luz... Évame y todo aquello que no pueda el
amor que lo logren las palabras, parece decirnos el orador gallego que, ya, en Eléncar,
el primer y extenso poema de este poemario, se nos presenta poroso como una
nube, y decidido a transmutarse en un recorrido por el mundo de los sueños, de las
sensaciones, del otro, con la ciudad, el aire y ella…, como esqueletos de sus
metáforas: «Ayer puse un pie en el aire y vi la ciudad iluminarse por arriba».
Aquí, la búsqueda de la luz es un anhelo que persiste en permanecer a lo largo
de todo el poema y que es igual a buscarse a uno mismo a través del otro.
Inventa
una palabra nueva para mí y llámame Évame:
«…la
única palabra que definía en lo que me convertía en ese instante; en una mujer,
y ella en mí. Es un homenaje a la mujer». Así definía Carlos Oroza el segundo,
y de nuevo extenso poema de este libro, en el que el viaje sigue siendo
indeterminado porque es a través del otro y del mundo de los sueños. Su fuerza
onírica procede del ojo con el que queremos ver y mediante el cual percibimos
todo el mundo, tanto el nuestro como el que se expande fuera de los límites de
lo imaginable, de lo permisible y de lo material. Todo, en este caso,
es una singladura de nubes y deseos, y de imágenes que sólo transitan por el
paisaje de lo imposible. En este sentido, la poesía de Oroza es como esa luz que
no entiende de obstáculos, pues atraviesa puentes, nubes y fronteras, esquiva
paredes y transforma el mundo en otra realidad a medio camino entre lo ficticio
y lo surreal, lo imposible o lo inasequible, el aullido y el llanto. Los ritmos
internos de sus poemas son caprichosos, armoniosos, lúcidos, exigentes e
incoherentes, pero todos ellos emanan de esa oralidad clásica de la que nace su
poesía: «Ascender/ Ser a lo lejos sin fin el silencio que toma la forma en el
cero/ Su estímulo por la circunvalación/ Su cerebro/ El cero/ El punto de
partida/ El regreso/ El eterno retorno de aquellos que van a donde nosotros ya
estuvimos/ Un suspense/ Una nota olvidad/ U otra vuelta por el entramado de las
sombras».
Poemas
que nacían en su mente y ahí se quedaban el tiempo necesario hasta que el
propio Oroza http://carlosoroza.blogspot.com.es/
creía que debían ser trasladados al papel. Poeta de la memoria, colectiva e individual,
el último beatnik español como le definió Umbral. Irreverente y tierno a la
vez, su voz tenía la identidad propia de aquel que no entendía de otras reglas
que las de su propio corazón. Latidos incontrolados que surcan el cielo
y se depositan en el horizonte desdibujado de un mar que siempre tiene presente
y al que acude en compañía de ese viento del norte que nunca le abandonó: «En
el norte hay un mar que es más alto que el cielo». Lobo de mar de su propio
imperio lingüístico, con el que nos propone revisitar el eco, la lluvia, los
recuerdos. Creador de palabras (évame, onilios, cópul…), pues necesitaba de
ellas para expresarse, y que en sí mismas, no son sino una manifestación más de
su furia verbal y compositiva. Oroza creía en ese otro yo al que
nadie era capaz ni de entender ni de encontrar, pues su poesía no tenía límites
ni reglas más allá de su propia imaginación. Ahí residía su esencia, en esa
dicotomía entre el antes y el ahora, el espejo y el mármol del suelo, el ojo
que ve y su reflejo. Hombre y mito, realidad y ficción se dan la
mano para trasladarnos a esa especie de nube, evanescente y plena de
sensaciones, que trata de atrapar la esencia de la vida: «veo el semblante de un
país borroso tratado en las lluvias».
Oroza
deconstruye la realidad en planos, como si fuera un pintor cubista, y por
ejemplo, en su poema, Blanquísima
presencia, nos narra cómo nace o se produce una idea; idea que después
puede formar parte de un poema o de la línea del horizonte: «Del universo es el
mar una sombra/ Una luz temblorosa en la piel/ Una línea que sueña/ La unidad
febril premonitoria/ En el espacio creado para la música». Una idea que en sí
misma puede producir un espacio; un espacio creado para la música. Palabras que
a su vez son números que expresan la posibilidad de llegar a convertirse en
ideas, cerrando de ese modo el círculo. Universos poéticos que también buscan los
encuentros con el otro mediante la premonición de los espacios fríos y oscuros
que nadie sabe de su existencia, salvo nosotros, y que se convierten en
fragmentos de uno mismo pues forman parte de nuestra esencia.
No
obstante, la palabra siempre es la guía, la norma. La palabra, a su vez, también
se transforma en objeto; un objeto que se ubica en un cuadro. Palabras que son
ecos, deseos… «La palabra nos devuelve al origen y nos da el remoto placer de
la rosa en vocablos». Palabras que luego inician un viaje donde
las noticias no son importantes ni urgentes, sino que la importancia reside en las
palabras que devienen en nuevas sensaciones y en un mundo sin explorar: «mi
propuesta es el aire». «La palabra —esa bella superstición—» es capaz de cambiar,
por sí sola, una vida, el mundo: «Ellos van donde nosotros ya estuvimos». «Y
cuando todo nos falla sólo nos queda la poesía».
Como
nos dice Pere Gimferrer, acerca de Oroza, en la contraportada de Évame: «Le pertenece un
dominio que le es casi exclusivo; el doble orgullo de lo absoluto y de su
ocultación. Pocos tiene tanto derecho a ser llamados maestros, de no ser quizá
tal denominación incompatible con lo radical de su gesto, con esta poesía en
mutación siempre en pos de sí misma». Capitán de un barco cuyo destino es el
infinito, Carlos Oroza siempre nos muestra esa necesidad de traducirse por el
otro, y de abordar ese último rincón al que él da un nombre y una nueva luz con
la que el resto pueda descubrirlo. Explorador y descubridor de espacios,
palabras y nombres, con las que pretende nombrar lo que no entiende, y lo
consigue a poco que nos dejemos llevar por ese ritmo endiablado que, cual
aullido interminable, es capaz de trasponerse a Allen Ginsberg, Jack Kerouac o
Gregory Corso, y de esa forma, romper la barrera de lo maldito para
instalarse en la rara belleza de lo que no ha nacido.
Ángel Silvelo Gabriel.
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