sábado, 29 de abril de 2017

¡FELIZ NAVIDAD, PÁTER!, EL CUENTO DE NAVIDAD DEDICADO A LOS CAPELLANES DEL EJÉRCITO

 
El cuento ¡Feliz Navidad, páter! obtiene el tercer premio en el concurso de trabajos literarios convocados por la Subsecretaría de Defensa.
 
El autor de la obra premiada, ¡Feliz Navidad, páter!, es el funcionario Ángel Silvelo Gabriel, del Cuerpo de Gestión de la Administración Civil del Estado, destinado en la Subdirección General de Personal Civil del Ministerio de Defensa.
 
El cuento se desarrolla en el destacamento de Qala-i-Naw (Afganistán), aunque está dedicado a todos los capellanes que han prestado su apoyo a las unidades militares españolas desplegadas en el exterior. Esta narración ha sido galardonada con el tercer premio en la XIX Convocatoria de los Premios Artísticos y Literarios 2015 de la Subsecretaria de Defensa.
Arzobispado Castrense
Fecha de Publicación: 30 de Diciembre de 2015
 
Noticia publicada en el Semanario Católico de Información Alfa y Omega:
http://www.alfayomega.es/45108/el-cuento-de-navidad-dedicado-a-los-capellanes-del-ejercito
¡FELIZ NAVIDAD, PÁTER!
A todos los Capellanes Castrenses que han acompañado, y acompañan, a las tropas españolas en sus misiones en el extranjero.

Las Navidades del año pasado las pasé lejos de casa, en un enclave al que llamábamos el hogar de los vientos. No éramos Reyes Magos ni atravesábamos desiertos, pero nuestra estancia en Oriente muchas veces estuvo acompañada de granos de arena que nos daban en la cara. Extraños compañeros de viaje que, a pesar de ser invisibles a nuestros ojos, nos querían recordar qué hacíamos allí y cuál era nuestra labor en un lugar donde parecía que se había detenido el tiempo. No sé por qué, pero ahora que estoy de nuevo en casa, pienso en el páter que tanto nos ayudó en los momentos más difíciles de soledad y de melancolía en las lejanas tierras de Afganistán. Apenas queda una semana para que, otra vez, sea Navidad y, como hice el año pasado en Qala-i-Naw, me paso las noches mirando al cielo, igual que si fuera un niño, porque todavía creo que alguna de las estrellas que duermen en él me lanzará un mensaje para decirme que mis sueños esta vez también se cumplirán. No hay nada como sentir la inocencia de un chiquillo y pensar que tus deseos se harán realidad, a mí al menos, esa sensación me hace tener fe, mucha fe. Sin embargo, este año he pedido algo diferente, pues mi mayor anhelo es volver a verle, por eso sigo buscando su voz en los pasillos de mi memoria y, como no la encuentro, la persigo en el armario de los ecos perdidos. Nunca pensé en lo esencial que sería para mí su presencia, ni en el espejismo de vitalidad que me proporcionaba escuchar su ronco timbre de voz, sobre todo ahora, que se acerca la Navidad y él no está a mi lado. Menos mal, que mi caprichosa ansiedad, teñida de falsete, no se resigna y explora entre los ecos navideños que ve en las caras de los niños con los que me tropiezo cuando voy caminado por las aceras en un último intento de toparme con él. ¿Por qué se habrá marchado de mi memoria? Añoro su voz, y ansío no perderla dentro del cajón de mis mejores recuerdos, porque no quiero pensar en el páter como un trovador a la fuga, efímero como los villancicos que nos cantaba, y fugaz, como el hálito de mi corazón cuando le escuchaba. Busco entre las melodías olvidadas de mi infancia y, que él, de una forma tan generosa, me devolvía con una alegría nueva y diferente. Repaso siluetas, imágenes y nombres que solo se hacían presentes con su presencia, pero nada, es pertinaz en su ausencia. Hace mucho tiempo que no le escucho, es verdad, y quizá, esa sea la razón por la que no soy capaz de recordarlo mientras unos pequeños copos de nieve tiñen de blanco las aceras por las que camino. Quizá, ahora, como entonces, él esté lejos, y allí donde se encuentre a buen seguro estará repartiendo alegría, magia y sueños entre oídos agradecidos y necesitados de su voz y sus consejos. Rodeado de miradas que a él le transmitirán duras realidades, y que le recordarán, que al menos una vez al año, debe compartir sus ecos navideños con aquellos que de verdad le necesitan, como nosotros le necesitamos entonces. Es difícil de entender y, de hecho, nunca se lo he dicho a nadie, ni siquiera a él, que seguro que me hubiese comprendido, pero cuando atravesé el Estrecho lo hice con la sana intención de encontrar el verdadero significado de la vida y, sin embargo, me tropecé con el infinito. En Afganistán no me cansaba de mirar una y otra vez hacia el horizonte, pero no veía nada. Delante de mí solo había tierra y cielo; o mejor dicho, la sensación de un horizonte que, por infinito, era imposible de alcanzar, como nuestra misión allí. No hubo un solo día, de los que pasé en la base militar española Ruy González de Clavijo de Qala-i-Naw, en la provincia de Badghis, en el que mi mirada no callera hipnotizada por la profunda sencillez que me rodeaba y, en donde la verdadera esencia de las cosas, bien lo sé ahora, en muchas ocasiones se reducía a escuchar las palabras de aliento del páter. Allí todo se asemejaba, como en el mejor de los sueños, a la antítesis terrenal del mundo del que me había escapado. Era como si hubiese regresado al principio de todo, a la génesis de los tiempos, a las imágenes de las vidas perdidas, igual que si estuviese dentro del escenario de un belén y yo fuera uno de sus pastorcillos. Esa forma de ver y sentir la vida ya no me resulta tan extraña, sobre todo, si pienso que en la ciudad en la que yo vivo en España apenas se vislumbra el horizonte, porque la línea visual de un cielo gris está entrecortada por mil y un edificios que luchan por apoderarse de una pequeña parcela en el infinito; un espacio en el que nada te invita a soñar, ni siquiera las luces de sus ventanas que, como pequeñas luciérnagas, iluminan las historias de aquellos que no conocen lo que yo llamo el verdadero significado de la vida.

Cuando fui con mi Unidad a cumplir la misión que nos fue encomendada en Afganistán, abandoné el espacio de los sueños sin haber pedido un deseo y, con una disciplina que no dejó de sorprenderme desde que llegué a Qala-i-Naw, me impuse la obligación que el páter nos trasmitió desde que llegamos a la Base: haz el bien cada día, como si todos fueran el día de Navidad. Había mucho de bíblico en aquel consejo, porque Badghis es un lugar que se asemeja demasiado al inicio de los tiempos, a ese portal de Belén que se erigió como símbolo de una nueva era para la humanidad, y donde yo creo que encontré el verdadero significado de la vida. Allí mi labor de aprendizaje se iniciaba cada vez que atravesaba la frontera fortificada a la que había sido destinado, y entonces era cuando abría bien los ojos y alertaba todo lo que podía al resto de mis sentidos, para que de esa forma, nada se me escapara de todo aquello que veía y oía. De ahí, que no resulte tan extraño, si digo, que mi primera gran lección en ese lado del paraíso la tuve fuera de las murallas defensivas de la Base, a los pocos días de llegar, cuando conocí a Hamid, un chico muy listo que llegó a chapurrear algunas palabras de español que solo él y yo entendíamos. Esa fue, en un principio, mi misión más importante en ese espacio limítrofe con el fin del mundo: poner en práctica el Programa Cervantes y educar a los pequeños niños afganos a través de las palabras. El Quijote y los versos de Lorca o Juan Ramón Jiménez, llenaban el pequeño encerado del que disponía. Yo les ayudaba con dibujos y señas, y entre todos, compartíamos aquello que las letras y las palabras nos sugerían. Esa fue la mejor terapia que se me ocurrió para hacerles olvidar sus problemas, porque no hay nada mejor, para empezar el juego de los deseos, que hacerlo con una palabra. En muchas ocasiones, cuando terminaba mis clases, el páter venía a buscarme y, mientras me obsequiaba con su cercanía y amistad, me invitaba a acompañarle en las visitas que hacía a las casas de adobe donde vivían los niños afganos con los que antes yo había compartido las clases de español en nuestras aulas de lona. Siempre que los veía, recordaba dos cosas: la inocencia dibujada en su mirada, y el cariño que el páter les mostraba, porque yo, nunca antes en toda mi vida, había sido testigo directo de una lección tan grande de amor y humanidad hacia el prójimo. Esos días que pasé al lado del páter fui consciente de que para ser feliz no hacía falta nada, salvo la valentía de querer serlo. Mientras aquellos niños nos enseñaban sus casas de adobe, pensé, que en esos gestos cargados de generosidad, estaba el verdadero significado de la vida, esa entelequia que yo fui a buscar cuando crucé el Estrecho, lejos, muy lejos, de donde el destino había situado mi erróneo lugar de nacimiento. Quizá, ellos nunca serán conscientes de sus dotes colonizadoras, pero mientras que yo les alfabetizaba y les enseñaba a que hablaran algo de español, ellos a mí me transmitían la energía y la sabiduría que me hacía falta para salir curado de la enfermedad del mundo occidental que llevo a cuestas desde que nací. Cada día que pasé allí no desfallecí en mi búsqueda de la libertad…, mi libertad.

Desde entonces, siempre que me encuentro perdido, recuerdo las Navidades que pasé en Afganistán, cuando yo quería que nevara, porque deseaba que mis Navidades fueran como las de siempre: llenas de frío y copos de nieve a mi alrededor, y sobre todo, que fueran unas Navidades en las que estuviera acompañado de mi familia y de mis amigos. Todavía recuerdo, como si fuera hoy, que de una forma equivocada, pensé: aquí nunca nieva en Navidad, porque en su lugar, un viento frío acechaba todos mis recuerdos. Pero hubo una noche que soñé que nevaba, y al levantarme y ver el horizonte soleado, necesité buscar un por qué a mi desamparo. Me fui hasta la antigua capilla, que estaba vacía y abandonada desde que el páter se había marchado. En Qala i Naw, provincia de Badghis, era difícil tener creencias, pero a pesar de ello, yo intentaba con todas mis fuerzas reconfortarme en mi propia fe. Desde que el páter abandonó la misión, yo pensaba mucho en él, y en la serenidad que siempre me transmitió cuando mi ánimo era víctima del desaliento. Es verdad que, al día siguiente, cuando el halo beatífico de sus palabras había desaparecido de mi memoria, todo era distinto, pero eso no me importaba. Aún recuerdo cómo montamos el belén las Navidades pasadas, y el significado que él nos transmitió sobre esta fiesta, cuando nos decía que un soplo de esperanza venía cada año a visitarnos para mostrarnos el camino; el verdadero camino, añadía. «Su presencia era como un rayo de luz que te iluminaba en las tinieblas», lo confieso. Y no solo eso, porque aún hoy, soy capaz de escuchar el eco de sus palabras cuando busco una respuesta que calme mi desasosiego, igual que entonces, porque cuando más perdido me encontraba después de su marcha sucedió algo, una especie de prodigio que me hizo sentir que él seguía allí conmigo. Ocurrió aquella mañana, en la que me levanté después de soñar que había nevado, y me fui a visitar la capilla abandonada. En un principio no vi nada en su interior, hasta que el sol se apoderó de las rendijas de sus resquebrajadas paredes y, obrando un milagro, vi cómo algo brillaba en la profunda oscuridad que me rodeaba. Me acerqué hasta ese portentoso reflejo, y escarbando un poco en la tierra, cogí la pequeña imagen de un niño Jesús que yacía olvidado en el suelo. Llevaba un mensaje atado en un lacito rojo. Lo leí: «si tienes la dicha de encontrarme, piensa en todo aquello que celebramos estos días. Como cada año, te deseo que el mensaje de paz de la Navidad llene tu corazón». Desde aquel día, ese mensaje atado en un lacito rojo, me acompaña en la cartera que siempre llevo en uno de los bolsillos de mi pantalón. Y hoy, como cuando era un niño, sigo mirando al cielo aguardando que me llegue un mensaje de Navidad en forma de estrella que se desplome de la cubierta del mundo. Y mientras me confabulo con el destino, esperando a que una vez más se cumpla mi deseo, le digo: ¡Feliz Navidad, páter!

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