Situar la mirada más allá de esa
realidad que nos rodea, para modelar un mundo hecho a nuestra medida. Un mundo
efímero como los sueños o la estela del humo que un cigarrillo desprende
después de haber sido inhalado con ansia y entusiasmo. Arte y vida unidas por
un hilo evocador. Surrealista. Y hasta macabro. Un mundo lleno de monstruos
propios que nos atormentan y amenazan. Y ante los que desplegamos nuestras
fuerzas y deseos. Fuerzas y deseos parapetados con un pincel como lanza y una
paleta de colores como escudo. Dorothea Tanning hace frente, a
esa locura que desbordó la razón de nuestro Don Quijote, a través de un
conjunto de coordenadas oníricas. Pictóricas. Y hasta cromáticas. Con un sinfín
de posibilidades, como lo son y representan, las puertas que preceden o se
posponen en muchos de sus cuadros. Unas puertas que se comportan igual que la línea
del horizonte. Una línea del horizonte como elemento de fuga y frontera hacia
ese otro universo en el que la artista nos propone: «Tú simplemente eres el
visitante, magníficamente invitado. Entra» Lo que nos lleva a formularnos el
enigma de la posibilidad de vislumbrar la pregunta: ¿Qué habrá tras esas
puertas? Esas puertas abiertas que son la máxima expresión de una libertad de
elección que subyace debajo de cada una de nuestras decisiones: erróneas o no.
Y, que en algún caso, adoptan la forma de libros. Libros como puertas abiertas
que transforman las sensaciones en un mapa de pliegues y más pliegues. A modo
de alfombras que nos invitan a caminar por nuevas sendas que sólo somos capaces
de transitar en la profundidad de los sueños. Allí donde los girasoles son
ojos. O los senos desnudos de una mujer son esa búsqueda de una libertad que,
otras mujeres antes que Tanning, buscaron y hallaron en el rugir
de la solas y la profundidad del mar. Algo que, en el caso de la artista
norteamericana, parece manifestarnos su cuadro La maternidad, donde tras
la primera puerta abierta donde se hallan la madre y el hijo, se halla otra
puerta abierta que nos muestra una figura humana hecha de velas de barco. Una
forma de huida cargada con todo el simbolismo de un movimiento surrealista al
que perteneció Tanning desde sus inicios con su impactante cuadro
Cumpleaños, fechado en 1942.
Se nos advierte de que la puerta
en su obra simboliza «el poder del arte para crear espacios, sensaciones e
ideas más allá de lo real». A lo que añadimos que se trata de una realidad que
ella disfraza con el poder que nuestro subconsciente vierte sobre la parte más
real de nuestras vidas y, que en los cuadros de Tanning, se
esboza en forma de mujeres semidesnudas. Mujeres con el alma abierta. O
mediante colores tan potentes y expresivos que reclaman su propio protagonismo
más allá de la figura que representan y, que a su vez, se pliegan en
perspectivas de un sólo punto de fuga que se difuminan en diferentes planos de
altura. Planos donde la figura de la mujer desprende grandes dosis de
carnalidad, cuya mayor expresión, logra Tanning con sus
esculturas blandas. Toda una tesis sobre el erotismo y las posturas imposibles
que no desdeñan en atravesar paredes o chimeneas como una manifestación más del
poder de lo onírico sobre lo real.
Si la obra de Dorothea
Tanning al principio giraba entorno a los conceptos del espejo o la
puerta que ella tildaba como a “este lado”. Al final de su etapa creativa, ese
concepto se torna hacia “al otro lado”. Un concepto que ella definía como de
«vértigo perpetuo». Y en que una puerta conduce a otra puerta y así
sucesivamente. Y donde la intimidad, el movimiento, el juego, el espacio y el
deseo se dan la mano hasta difuminarse en un mundo vegetal plagado de flores y abstracciones
de gran tamaño. Abstracciones que nos hablan de la posibilidad onírica de
abarcar otros mundos. Quizá, por eso, no sea difícil de entender que ella se
negara a ser etiquetada como mujer artista. Lo que aclaró, cuando manifestó
que: «Puedes ser mujer y puedes ser artista; pero lo primero es un hecho y lo
otro eres tú.»
Ángel Silvelo Gabriel.
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