Siempre hay un punto final. Un exilio del que nunca regresaremos. Un camino que acaba. O una estación de tren cuyas vías no continúan. Sin embargo, en ese despeñadero del mundo también habitan los sueños. Crueles. Etéreos. Inmateriales. Sueños que son el espacio invisible donde habita la fuerza motriz que nos trae y nos lleva, y a la vez, nos deja varados. ¿Existen la vida y el mundo? ¿O acaso el más allá? Preguntas que precisan de una respuesta que no siempre tenemos a mano. Por imposible. O inalcanzable a la mente humana. A la mente racional, por supuesto. Para indagar en todo ello Antonio Tocornal nos invita a visitar Árida. Un espacio onírico. Fantasmal. Y maldito. Meta, destino, y punto final de vidas y encuentros. ¿Qué es la vida sino un indeterminado número de encuentros? Relaciones donde la accidental y lo mágico se revuelven en una serie de crueldad divina. De fantasmagoría bíblica. Relaciones, eso sí, sin biblia ni santos. Para parapetadas en diatribas sin auxilio posible. Historias al margen de una realidad que no tiene más espacio que el de la senda que llevará a cada uno de los personajes de esta novela a un territorio llamado Árida. Convirtiéndolos es un viaje hacia la nada. Esta novelle, a medio camino entre la alegoría y lo fantasmagórico, crea un territorio propio. Del mismo modo que Rulfo creó Comala —de lo que se da nota en la antesala de esta historia—, o Faulkner, Yoknapatawpha; o Benet, Región; o Luis Mateo Díez, Celama, sólo por poner algunos ejemplos. Desde esa inmaterialidad existencial presente en Árida surgen una serie de historias en las que la literatura se transforma en materia. Materia y locura que se desarrolla a lo largo de un desierto. De su arena. De su sol. Hábitat de una desolación que surge como un dios que todo lo observa y determina. Un hábitat en forma de desierto que representa al tiempo y su medida. Y, así, de la mano del escritor gaditano, afincado en Mallorca, vamos descubriendo vidas y sufrimientos. Torturas y sus reflejos. Deseos incumplidos. Y batallas perdidas. En un universo propio de zombis sin piel ni hueso, pero a los que aún les queda esa porción de vida que es el alma.
Árida es un territorio propio de penitencias y de lucha. La del ser humano frente a la muerte. Contra el tiempo y la ausencia de recuerdos. Contra el viento que borra huellas y vidas. Y, sobre todo, es la historia de tenacidades que nunca se rinden ante el olvido. Así nos lo cuenta el personaje de La guardesa, argamasa de las historias de esta historia cuyo punto final es Árida, ciudad-fantasma que representa un viaje hacia el punto final donde se halla la nada. Esa nada que nos recuerda que: «polvo eres y en polvo te convertirás». Desde esa hipotética nada surge un modo de narrar cargado de tintes surrealistas donde la crudeza de la realidad se da la mano con el suspiro poético presente en muchas de sus frases. Construcciones gramaticales que van y vienen para darle a la novela un carácter cíclico, pues ese es uno de los mensajes que la misma atesora. Formas de expresión que vienen determinadas por la importancia que el autor le da al estilo narrativo —tan denostado en la última época—, fijando su atención en cómo se cuenta una historia que, por no tener, no precisa de un principio y un final, aunque esta novela los tenga, sino que se trata de crear universos literarios que buscan la excelencia por encima de la banalidad actual, y dejan al lector ese margen de reinterpretación de un texto que habla de todos nosotros. De ese último viaje hacia la nada.
Ángel Silvelo Gabriel.