
Nos bajamos del subway en la estación de la Tower Hill y encaminamos nuestros pasos por debajo del majestuoso y elevadizo puente (que entre otras cosas, sirve de acceso a la gran atracción turística que es la fortaleza de los Beefeater o cuervos negros). Como digo, dejamos atrás el puente, después de haber pateado ampliamente las calles de Londres ese día, y atravesamos el lujoso hotel que se encuentra a su lado y que sirve de inicio a una serie de canales, que como ya comenté en otra entrada, nos recuerdan a los de cualquier villa mediterránea, mientras una generosa brisa nos anunciaba la cercanía del río Támesis.
Al irnos acercándonos a nuestro destino, las calles se estrechan y el adoquinado las hace más entrañables. Un caótico sistema de aparcamiento, hace que los autobuses urbanos vayan haciendo slalon, mientras salvan los obtáculos que representan los coches aparcados en estas estrechas vías urbanas y que nos recuerdan la estructura medieval de la ciudad.
Pero quizá, el rincón más acogedor de este recorrido, junto con las grúas que penden de los edificios rehabilitados y que nos relatan que pertenecieron a los antiguos muelles comerciales de la ciudad de Londres, sea un pequeño parque con un hermoso césped y que a modo de gran plaza cubierta de frondosos árboles, está flanqueada por las casas bajas antes mencionadas a un lado, por una pequeña iglesia católica (San Patricio) a otro, y por el pub Duke of York en otra de sus caras, lo que sin quererlo, representan al dedillo la cultura británica.

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