Sedientos de experiencias que contar, ávidos de fragmentos que recordar y exhaustos por las infinitas escaleras del Círculo de Bellas Artes de Madrid que tuvimos que salvar, nos dirigimos a este vasto festival de la cultura de la silente palabra impresa y de las emociones cercanas de la palabra hablada; y lo hicimos con la sana intención del curioso que se acerca a un lugar que intuye que le va a gustar, pero del que todavía desconfía, por el entorno y el ruido mediático que acompañan al evento. Pero como en una época de profunda crisis todos andamos perdidos en mitad del desierto, en cuanto podemos, buscamos un oasis donde refrescar nuestra mente y apaciguar nuestros resecos sentimientos. Y así, nosotros incendiamos a nuestros músculos y retamos a nuestras preconcebidas ideas bajo el símbolo de una letra tan española como la “ñ”. ¿Y cómo lo hicimos?, pues nos sumergimos sin pudor en una pequeña parte de todo aquello que el Festival Eñe nos proponía: conferencias, lecturas, mesas redondas, ilustraciones, caras a caras, acciones, parejas de baile…
Y entre tanto dónde elegir, nos acomodamos en el circular Salón de Columnas, que poco a poco se fue quedando huérfano de las luces delatoras de sus altivos focos, para dejarnos a solas en la cercanía de Blanca Berasátegui y Álvaro Pombo, que al comienzo de su encuentro, deambularon por el terreno de la actualidad, que en forma de elecciones y situación nacional y planetaria, impregna cada hoja que escribimos y cada tertulia que abordamos. Al margen de las consideraciones pegadas a la rabiosa y triste actualidad, el buen saber hacer y la fina inteligencia de Berasátegui, nos fue conduciendo por el camino de la personalidad histriónica e intelectual del santanderino Álvaro Pombo, que como todo aquel que ya ha conseguido un gran puñado de cosas a lo largo de sus vida, fue quitándole importancia a todos los adornos con la que los demás la ornamentamos, dejándonos solos y desnudos ante la sencillez de los ilustres e ilustrados. Y ahí, fue donde la importancia de la palabra oral, de una forma inesperada, cobró una gran importancia en su discurso, cuando nos reconoció que él dictaba sus obras (y no las escribía), lo que le unía a su admirado Henry James y a otros muchos grandes escritores de otras épocas. Y como si hubiésemos sido depositados durante algo más de una hora en otra época, salimos del encuentro con esta singular pareja de baile, convencidos que la palabra escrita como mejor se disfruta es en la intimidad del silencio propio, ajenos al ruido que es capaz de romper uno de los encuentros más intensos y reconfortantes a los que se puede enfrentar el ser humano; del mismo modo, que regresamos al presente, convencidos que la oralidad de la palabra hablada, emite sus máximos destellos en la penumbra de un sonido colectivo, donde el intercambio de ideas y palabras la enriquecen hasta llegar a conformar lo que hemos dado en llamar lenguaje, porque como muy bien apuntó Álvaro Pombo: “el límite de tu lenguaje, es el límite de tu mundo”, y aunque salimos muy conscientes de nuestros escuálidos dominios lingüísticos, convenimos en el regocijo de aquellos que salen con un bagaje mayor del que entraron en una materia que les interesa.
En la jornada siguiente, asistimos con el corazón en un puño (y no es una metáfora) a la conferencia exprés que Luis Alberto de Cuenca ofreció en la Sala María Zambrano de la quinta planta del Círculo de Bellas Artes, como digo, muy cerquita del cielo, pero para nuestra desgracia, cuando llegamos, la sala ya estaba llena y el acto comenzado, por lo que hicimos todo lo que pudimos por poner toda nuestra agitada atención en la lectura rápida, amena y de gran calado intelectual con la que Luis Alberto nos obsequió, dando una magnífica pincela sobre la Ilíada y la Odisea, para forjar el título de su conferencia, que no fue otro que el de La literatura comenzó en Homero; y entre la prosa poética y sus cánticos de la Odisea y la Ilíada, su disertación fue el ejercicio de un erudito calado y canalizado por una profusa cultura clásica, que si bien es cierto que de una forma exprés, pudimos disfrutar como una modalidad más de la palabra hablada, que en este caso se convirtió en palabra leída.
Una vez que conseguimos recuperar nuestros latidos cardiacos en el particular viaje que nos llevó más allá del cielo, nos recolocarnos de nuevo en las sillas plegables del enigmático Salón de Columnas, y lo hicimos parapetados tras la oscuridad circular de los oyentes intrépidos. En esta ocasión, allí asistimos al encuentro entre la impetuosa y arrebatadora prosa de Antonio Lucas, y la pausada disertación de Félix de Azúa, que como una extraña pareja de baile, fueron desglosando conceptos de vida y literatura en una perfecta danza multidisciplinar. Lucas comenzó desglosando brevemente la vida y obra de Azúa, para pararse en el principio de la misma, con una referencia a los Novísimos y como ejemplo de ruptura con toda la poesía anterior escrita hasta ese momento en España, dándole, sin ellos saberlo todavía, el adjetivo de masas a esta disciplina literaria, como en su momento ya ocurriera con la pintura y demás manifestaciones artísticas. Azúa se mostró escéptico de su participación en tal movimiento, que más bien atribuyó a quienes le acompañaban, y aprovechó para confesar que, para él, la versión más difícil de la literatura es la poesía, sólo apta para los mejores, y que su falsa modestia le hizo, le hizo ausentarse de la misma, pero que también le sirvió para trasladarse hasta ese falso desencanto de la izquierda, tan de moda en la actualidad, en un ejercicio de autocrítica que le alaba. Esa búsqueda de algo distinto, a él le hizo abandonar la Cátedra de Estética de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Barcelona, hastiado de un ambiente universitario y un sistema educativo profundamente erróneo y sin salida. Esa particular y aparente facilidad, para ir abandonando unos estadios para instalarse en otros distintos, es sin duda también, una de las señas de identidad de su obra literaria (en el más amplio sentido del término), porque ha abordado casi todas sus disciplinas desde el periodismo en sus artículos del diario El País, que le llevaron a resaltar la figura de Unamuno no como novelista, sino como un gran articulista y periodista, o hasta la filosofía, o a su nuevo proyecto que recala sobre el Pentateuco en su afán de llegar al origen de todas las cosas. En definitiva, ímpetu frente a serenidad; torrente verbal frente a discurso tranquilo, en una simbiosis donde la palabra oral, esta vez salió ganando.
Sin movernos de donde estábamos, asistimos al gran cara a cara de la noche, con un Salón de Columnas abarrotado de personas, tanto sentadas como de pie, que irrumpieron en un largo y caluroso aplauso cuando la gran dama de las letras españolas, Ana María Matute, se sentó sobre la silla del estrado, que a modo de trono, ocupó por espacio de algo más de una hora. Y enfrente, Juana Salabert, profunda conocedora de la obra de Matute y de su persona, pero a la que le faltó esa amenidad y soltura, que toda charla que no llega a ser entrevista, debe tener. En ese medio camino de tiras y aflojas, volvimos a descubrir el gran genio e ingenio de la Matute, que curtida en mil y una batallas, repasó su infancia entre Madrid y Barcelona, la guerra, el miedo a los bombardeos que luego se trasladó a los ruidos de las verbenas, y esa sensación que tuvo desde el principio de ser una niña rara. Y por encima de todo eso, la espontaneidad y la sinceridad de las grandes, porque así se comportó, sin más galones que los de su propia obra; una obra cargada de anécdotas, como la de Delibes, cuando ella quedó finalista del Nadal y le dijo una y otra vez que no dejara de escribir. Una perseverancia que se convierte en pura sencillez cuando le preguntaron qué le aconsejaría a un escritor novel, y ella, muy directa, dijo que lo que nunca debe hacer alguien que empieza a escribir, es distraerse, porque el verdadero escritor, no es aquel que escribe para ganar dinero, sino el que una novela tras otra busca su propia voz. Pues como muy bien dijo casi al principio de su intervención, en su casa siempre se ha vivido en una perpetua crisis, porque la literatura es el camino equivocado para ganar dinero. Y bajo la lluvia de aplausos que despidieron a Ana María Matute, abandonamos un poco maltrechos en lo físico y repuestos en lo espiritual, las bellas e incómodas instalaciones del Círculo de Bellas Artes, esperando nada más salir de ellas la edición del Festival Eñe del año que viene.
Crónica de Ángel Silvelo Gabriel.
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