Hay algo de portentoso en las
teclas de un piano. Blanco, negro… negro blanco, en una infinita sucesión de
combinaciones capaces de estremecer las más oscuras cuerdas que tiran del alma
humana. La abrupta sensualidad de las manos de Ada (una inigualable Holly Hunter) consigue sumergirnos
en las profundidades del mar de los deseos. Deseos mudos intensificados por la
magia de las miradas y el misterio de la imaginación que, llegado el momento,
no necesitan de las manos que dibujan palabras en el lenguaje de los
sordomudos. Manos, eso sí, que tocan el piano buscando esa última nota que
nunca llega o ese último acorde que justifique toda una vida. Manos que se
desplazan por el cuerpo humano hasta que encuentran el refugio donde se esconde
la voluptuosa llama de la pasión. Y acompañándolas, en cada imagen, en cada
palabra, en cada nota, las melodías de un Michael Nyman, cuya música, es una
protagonista más de la película, porque su fuerza, su ritmo y esa intensidad
que sale de cada una de las composiciones de este genio, son capaces de
hacernos sentir más vivos todavía. Pocas veces, como en esta ocasión, una banda
sonora está tan pegada a la piel de la acción y el desarrollo de una película. Las
composiciones de Nyman rozan la perfección, quizá, como tan solo lo consiguieron
en El
cocinero, el ladrón, su mujer y su amante de Peter Greenaway (su
cineasta de cabecera). En este sentido, la verdad, la belleza y el deseo están presentes
en cada una de las teclas de ese piano que de una forma convulsa toca Ada, hasta llegar a convertirlo en el
verdadero lenguaje de su torturada alma; una necesaria búsqueda y encuentro de
la identidad personal que solo encontrará una salida: la del amor.
Las huellas del romanticismo
inglés se dejan ver en cada uno de los fotogramas de esta película que, es,
intensamente poética y, en donde las escenas de la playa, nos recuerdan a los
páramos que recorren las heroínas de las hermanas Brönte en sus novelas,
pero en versión acuática (olas que nos acunan los sueños). El agua como salvación
de una vida y del alma humana, de nuevo cobra aquí un protagonismo nihilista, y
se transforma en la única tabla de salvación de las mujeres del s. XIX, todavía
muy sometidas a las rígidas conductas de una sociedad muy dominada por los
hombres. El piano es un grito de libertad a través de la sensualidad de
la música, donde el instrumento y sus teclas, son la mejor metáfora con las que
reivindicar todas y cada una de las características que definieron el movimiento
romántico. En esta oportunidad, Jane Campion las hace suyas de una
forma deliberada y apasionada a la vez y, con ello, rompe las barreras entre
sexos existentes en esa época, un periodo que también explora, por ejemplo, en
la película Bright star, donde concede una buena parte del protagonismo a Fanny
Brawne, en detrimento de su prometido, el malogrado poeta romántico John Keats.
Poseedora de una mirada arrebatadora de los sentimientos del ser humano, Campion
indaga, una vez más, en la necesaria búsqueda de la belleza a través de la
verdad que, otros igual que ella, intentaron encontrar a principios del s. XIX.
Una búsqueda que se transforma en algo más que un cuadro purificador y estético,
pues es una magnífica reivindicación de las armas que se esconden tras el alma
de un artista, por muy destructivas que estas puedan llegar a ser. El arte, en
este caso, a través de la música, es la perfecta membrana que nos separa y, a
su vez, nos comunica, con el mundo real, ese del que una vez sí y otra también
necesitamos huir, o al menos pintar con otra tonalidad de colores, para que de
esa forma nos sea más soportable.
El amor en El piano es la huida de
una realidad: fea, escabrosa y sin sentido, que rodea tanto a Holly
Hunter como a Harvey Keitel. Y la música es el
hilo conductor con el que poder romper las mentiras que rodean a nuestras vidas
y a nuestros falsos estereotipos teñidos de falaces verdades. El amor es un
lugar que no entiende de reglas, parece decirnos Jane Campion, salvo las
de la sensualidad y la necesidad de amar que se convierten en una obsesión. Ahí
es donde radica su secreto, en la extraña capacidad de abstracción y
aislamiento que arrasa a quienes caen en las redes de la pasión y del amor. No
hay nada más bello que estar enamorado, ni nada más doloroso que sufrir por
amor. En ese territorio plagado de las mentiras de los sueños, es donde
necesitamos construir un nuevo lenguaje, porque los amantes tienen unos códigos
(los propios) que no son válidos nada más que para ellos mismos. Ese es el
duende de esa sinrazón a la que llamamos amor y que, en El piano, atraviesa
fronteras cuyos fonemas son mudos, pero igual de necesarios e intensos, pues
siempre hay una última necesidad de llegar a esa cima de la dicha que es la
felicidad, aunque solo podamos alcanzarla a través de la abrupta sensualidad
del lenguaje de las manos.
Ángel Silvelo Gabriel.
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