En esta novela el mar se nos muestra
como un escenario imaginario dentro de la mente de Max Morden
y lleno de esa capacidad innata de evocación que tienen las olas a
la hora de rescatar esa parte de nuestras vidas que se desdibujaron
por el continuo vaivén de los días. En clave casi poética a veces,
irónica otras y con dosis de novela negra en su recta final,
Banville nos sumerge en un universo de ahorcados sin
sogas visibles al cuello. En una sociedad que desprecia a la muerte y
nos muestra a los seres humanos como personajes de ficción:
inmortales y atados a las carencias de unos valores que necesitan de
la plenitud de una juventud imaginaria y siempre imaginada. Al otro
lado de esa hueca salmodia, el protagonista de El mar
se pierde en su propio espejismo, aquel que busca un sentido
contrario a la inmortalidad y al nulo valor que le damos a la muerte.
Como nulo es el culto que nuestra forma de vida tiene hacia las
miserias ajenas. Igual de nulo que el de aquellos que nos avisan de
que la vida es un camino lleno de abismos. Abismos que solo ven y
solo sufren los que conocen cual es el verdadero valor de la vida.
Aquel que se refugia en el preaviso de una muerte anunciada. La
constatación de una ausencia. O el triunfo del que se lanza al vacío
desde la azotea de un edificio de catorce pisos de altura. El culto a
la vida solo piensa en sí mismo. Y en despreciar a los demás. Es un
espejo que no tiene la cualidad del reflejo. Es un agujero negro,
compacto y oscuro, porque nadie
acepta la fuerza genocida de la barbarie que se cierne sobre nuestros
hombros. En este tiempo de pandemias indiscriminadas las muertes
pesan. Y a los muertos se les olvida. Muertos como hologramas planos
que primero aparecen y más tarde se van. Nuestra inmolación de la
muerte es infinita, igual de infinita que el dolor que provoca la
ausencia de la persona amada.
John
Banville,
en El
mar
nos arrastra hacia su interior para mojarnos con esa letanía del
ahorcado que se convierte en una oración ordenada de movimientos
reflejos que nos conducen a una sinergia donde el instinto no puede
engañar a los sentimientos. Y donde la muerte no es un simple pasar
página, como si todo se redujera a una apacible tarde de playa con
sombrilla incluida con la que poder refugiarnos del dios sol y sus
dañinos rayos que todo lo envejecen y precipitan. Como dijo Albert
Camus: «El
Acto más importante que realizamos cada día es tomar la decisión
de no suicidarnos.»
Ángel Silvelo Gabriel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario