La música tropieza contra la vitrina de cristal de mis recuerdos. Es transparente como mi alma y frágil como mi salud. La golpea una y otra vez, hasta que consigue atravesarla… Entonces mi memoria busca en el pasado, a la misma velocidad que las manos de Severn tocan con tempo allegretto sobre las teclas del piano que ha alquilado. Cierro los ojos para iniciar lo que quiero que sea un viaje placentero que me lleve hasta ti, Fanny, porque la música todavía tiene sobre mí ese extraño poder transgresor que hace que mis sentidos se comporten como en los sueños y de una forma parecida a cuando mi yo poético se traspone a mi cuerpo. Sigo la melodía con toda la atención que puedo, y me dejo llevar por las notas que salen del piano y dibujan un imaginario poema en el aire. No miro a Severn, pero sus manos se me antojan hábiles y ágiles cual pintor de una belleza etérea. No se me había ocurrido antes, pero esa necesidad que mi fiel amigo tiene de expresar su alma artística, y que yo no le dejo realizar, él ahora la manifiesta a través de la música y, como en un lienzo, cada nota que sale de sus manos es una pincelada del cuadro que debería de pintar y enviar a la Royal Academy de Londres para justificar la beca por la que ha venido a Roma conmigo. Una fuerte dosis de egoísmo invade mi cuerpo y me digo a mí mismo que esa momentánea distracción de sus objetivos para mí es como una bendición que además de cobrármela en atención y compañía, ahora la recibo en forma de música. «Severn, bienvenido al confín donde las musas depositan sus armas», pienso. Y a través de la melodía que interpreta, intuyo la sensibilidad del artista y el apasionamiento que este despliega hacia todo aquello que tenga que ver con el arte. «El hombre se crece ante las adversidades, y su necesidad de expresión se sumerge en las aguas más profundas del lago de la desdicha. Ahí es donde el verdadero artista resurge con más fuerza, cuando sale herido, pero también cuando la fe en sí mismo le protege de las mayores derrotas», me digo. Severn ahora enarbola ese estandarte, justo el que a mí me hace sentir que merece la pena que él haya venido conmigo hasta Roma y que sea el guardián y el último testigo de mis días sobre la faz de la tierra… La admiración que Severn me profesa es la más infinita manifestación de su condición humana, y es tan grande, que consigue adormecer a mi sufrimiento. Sin embargo, mi agradecimiento es el silencio, y en la mayoría de las ocasiones todo se limita a un juego de miradas que no llegan a transformarse en palabras. Lo que me lleva a preguntarme si el artista debe dejar de ser hombre y solo volcar sus sentimientos hacia su arte. El hombre es hombre por encima de todo, y la sensibilidad y el goce por el arte que le llevan hasta la belleza no son sino una manifestación más de ese ser hombre. La amistad y el calor que esta desprende entre los hombres es el único y verdadero artífice de estos momentos de felicidad espontánea que, en el caso de Severn y mío, se reconforta con el arte y sus diversas manifestaciones. ¡Qué dicha más grande puedo tener yo en la tierra que la compañía de Severn! Buen amigo y fiel compañero que, cada día que pasa, se comporta como el gran adalid de mis sueños. ¿Por qué me acompañaste tú, cuando deberían haber venido otros...? Hunt, Haydon, Reynolds Brown, ya no os volveré a ver, pero ese dolor tan profundo que me produce vuestra ausencia, Severn lo atenúa con su talento musical y su fiel amistad. Sí, la mano de Severn dirige mis pensamientos mientras toca música de Haydn y, como si el destino estuviese jugando a la vez a mi favor y en mi contra, hace que la melodía que interpreta busque entre mis recuerdos. Las notas que salen de los dedos de mi amigo son diferentes a las que escuchaba en las fiestas donde veía a Fanny, pero también poseen ese poder de translación que para mí tienen los sueños. Ahora ya no soy capaz de buscar las notas por las cortinas o los techos, como hacía entonces al finalizar el baile, pero la música todavía es como una especie de láudano que me aletarga el sufrimiento. Además, Severn es suave con las teclas y diligente con las notas, y diría que su forma de interpretar al piano es como un infinito allegro sostenido, donde la fuerza no acaba de estallar. Esa tensión diluida en el tiempo es la que hace que mis pensamientos vayan de acá para allá sin un rumbo fijo, como si estuviese sumido en una especie de sueño infinito del que, como en la muerte, nunca más pueda despertar.
Te recuerdo a ti, Fanny, pero en este preciso instante en el que Severn deja de tocar el piano, me debo a él y a su inabarcable magnitud humana y, sin pensármelo dos veces, abro de nuevo lo ojos y dejo que tu anhelo vuelva a depositarse en la vitrina de cristal de mis recuerdos.
«Tú que embalsamas, suave, la medianoche
tranquila,
que cierras con
tus dedos benignos, cuidadosos,
nuestros ojos
complacidos con la tiniebla, refugiados
de la luz, a la
sombra de un divino olvido;
¡oh, suave sueño!,
si así te apetece, cierra
en medio de tu
himno mis dóciles ojos,
o espera al
“Amén”, antes de que tu adormidera
extienda su
arrullo junto a mi lecho.
Y entonces
sálvame, o el día que pasa brillará
en mi almohada,
provocándome angustia.
Sálvame de la
conciencia, siempre inquieta, que gobierna
su fuerza penetrando como un topo en lo oscuro.»
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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