martes, 8 de diciembre de 2020

MIS MEJORES LECTURAS DEL AÑO 2020: TIEMPO DE SILENCIOS Y MENTIRAS


 1.- ALBERT CAMUS, LA PESTE: LA REALIDAD QUE NUNCA PERCIBIMOS QUE EXISTE O EL HOMBRE FRENTE A SU DESTINO

El hombre. El tiempo… El hombre atrapado en el tiempo. Agujero negro que se traga el horizonte. A la esperanza. A lo posible dentro de lo imposible… El tiempo. Abismo todopoderoso. Guardián de la moral y los afectos. Arma indestructible frente al hombre, como la peor de las guerras. O las pandemias. Espacio exento de mitos y cargado de muerte. Como dice Camus en La peste: «Pero ¿qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto». Esa futilidad de la muerte nos aboca a ella. A menospreciar el valor de la vida y a dejar pasar por alto aquello que le ocurre al otro. Fina capa la de la opacidad de la mente que solo piensa en sí misma. Estanque de miseria. Y estandarte de autoritarismos traidores. No hay más libertad moral y colectiva que la del hombre honesto que se sacrifica por los demás aún a costa de su felicidad y la de los suyos. Y ahí surge La peste, como un grito desesperado en mitad de la noche. Como «esa crónica que no puede ser el relato de la victoria definitiva. Y que no puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable».



2.- ALEJANDRO MORELLÓN, CABALLO SEA LA NOCHE: LA INMATERIALIDAD DE LAS PALABRAS

Atrapado en la inmaterialidad de las palabras. En la bruma de los recuerdos. Asfixiado por el dolor que conlleva no poder reivindicar aquello que nos hizo daño. Aislado del mundo que transcurre tras la puerta de nuestra casa por el abismo de los sentimientos que nos provoca el dolor de la muerte y el amor. Acantilados de paredes inexploradas que, al ser descubiertas, se transforman en un delirio del todo y la nada. Reubicarse en ese espacio que no es de nadie, porque es un espacio único. Un espacio nuestro que solo uno mismo puede ocupar y que representa al delirio donde la enfermedad de la noche se hace sangre y fuego. Poesía y recuerdos. Canibalismo y sometimiento. Tras todas esas huellas, tan intensas como poéticas, son por las que transcurre esta novela corta de Alejandro Morellón que, sin embargo, juega a ser grande. Tan grande como seamos capaces de albergar en nuestro propio universo. La cadencia, el riesgo y la apuesta por desarrollar una voz nueva dentro del panorama literario español hace de Caballo sea la noche una propuesta inigualable, por lo transparente y directa que nos resulta. Por ese riesgo que transmite ya desde la primera frase, y que no hace más que crecer a cada palabra, a cada frase, a cada golpe de coma que nos somete a un ritmo endiablado, mágico, poético y brumoso. Un ritmo salvaje que muy pocas veces podremos leer. Espectáculo inmenso este viaje a lo largo de la enfermedad de la noche que, como una epidemia, nos traspasa los sentidos y nos provoca perplejidad y emoción por la capacidad de transmitirnos imágenes y emociones. Miedos y reproches. Lujuria y tormento. El gran secreto de esta novela es el de lograr someternos a sus reglas, a ese ritmo endiablado de una narración continua y constante que busca y encuentra para cada palabra su lugar exacto y preciso, tal y como los críticos ensalzaban el estilo de Truman Capote. En Caballo sea la noche no falta ni sobra nada, y esa maestría en su estilo alcanza cotas muy altas en el primer y el quinto capítulo donde su lectura nos convierte en un elemento más de la narración. Elemento onírico, etéreo y poético. Altivo y desgarrador. Lírico y místico, que nos provoca una ensoñación que nos empotra, junto a Alan, dentro de ese cuarto de lavadora, de ese salón donde la madre se siente atada a las fotografías del pasado, o de ese pasillo que nunca se acaba.


3.- JOHN BANVILLE, EL MAR: LA LETANÍA DEL AHORCADO

El mar como refugio de la muerte y sus recuerdos. Y también de la vida y sus encrucijadas. Interrogantes, unos y otros, que sólo uno mismo sabe que están ahí. A la espera de esa respuesta imposible, como imposible es resucitar a la persona que se ha ido. Un desaparecido entre el vaivén de las olas que todo lo tragan, y a veces, algo nos devuelven. La metáfora del mar en la novela de John Banville es como una letanía del ahorcado, porque en ella se hayan todas las plegarias del amor y del pasado. De aquello que se silenció y nunca se dijo. De la lealtad ante el precipicio que conduce a la muerte. Y de la fuerza de un pasado al que se necesita volver para revisitar aquello que fuimos, porque ese es el único refugio en el que abrigarnos de la intemperie del día a día. Con un estilo pulcro y sin más florituras que las de sugerir más que mostrar, Banville se precipita en esta novela —ganadora del Premio Man Booker 2005— sobre la incapacidad que mostramos sobre la soledad forzada; sobre la fragilidad del ser humano que no sabe hacia dónde dirigirse sino es a ese mar que esta vez ni cura ni salva, sino que se muestra retador con los recuerdos. En esos márgenes donde la marginalidad no levanta sospechas, su protagonista, Max Morden, muestra esa rebeldía —solapada a lo largo de su vida— para pedir un auxilio asincopado carente del ritmo frenético de las emergencias.



4.- THOMAS MANN, LA MUERTE EN VENECIA: LA BELLEZA ENVENENADA

Los lugares comunes que habitan dentro de nosotros y, sin embargo, pasan desapercibidos para nuestros sentidos hasta que aquello en lo que nunca nos fijamos o sentimos se apodera de nuestra zona oscura de una manera fortuita para zarandearnos en lo más íntimo y remoto de nuestro ser, como si de repente nada hubiese tenido sentido hasta entonces, es el marco de un cuadro cuyo fondo es el de la desesperación. Una desesperación que representa la ruptura que nos viene anunciada por los sentidos y no por la razón, lo que nos hace dudar de ella. Sin embargo, nada podemos hacer para evitarla, porque cuando esa vocación secreta sale a la luz es igual al nacimiento de un nuevo ser. Un monstruo interior que una vez que se libera nos traslada hasta ese abismo del que no podemos separarnos, por mucho que sepamos que ese nuevo ser es la expresión única de la belleza envenenada que el destino ha decidido poner en nuestra vida. La muerte en Venecia de Thomas Mann es ese canto del cisne que se produce cuando no cabe esperar nada más allá de la repetición tozuda y pertinaz de nuestros días y, que en el caso del protagonista de esta novela corta —el escritor, Gustavo Aschenbach—, es la ilusión de realizar un viaje que le acoge durante un paseo del mes de mayo por los alrededores de Múnich, cual Robert Walser que se hubiese hecho presente en la persona de Aschenbach: «Era sencillamente deseo de viajar; deseo tan violento como verdadero ataque, y tan intenso, que llegaba a producirle visiones». Unas visiones que, al final, le llevarán a la ciudad de Venecia, llegada y punto final de sus aspiraciones más oscuras. Venecia, junto a su destino, le esperó con sus baños de sol, sus calles estrechas y estranguladas, sus monumentales palacios e irrepetibles iglesias, y el viento tórrido y húmedo que recorría sus plazas y canales. Una Venecia que supuso un punto de inflexión en el carácter moral tanto de su vida como de su obra: «Para que cualquier creación espiritual produzca rápidamente una impresión extraña y profunda, es preciso que exista secreto parentesco y hasta identidad entre el carácter personal del autor y el carácter general de su generación… ¿Por qué había de extrañar, entonces, el hecho de que lo más peculiar de las figuras por él creadas tuviera su carácter moral?»


5.- NINA LYKKE, ESTADO DEL MALESTAR: EL DESEO QUE HABITA EN EL ANHELO Y LA NOSTALGIA

Lo extraño. Lo fantasmagórico. Lo irreal. Lo deseado… La necesidad de esa felicidad que siempre buscamos en el lugar equivocado. Esa lucha que representa nuestro vacío. El desasosiego. La incertidumbre. El caos. El caos que transforma a los humanos en hormigas obreras. Obedientes. Aletargadas. Esa droga que anestesia y provoca el mayor de los suicidios en la sociedad actual y que llamamos BIENESTAR. Esa droga contra la que lucha Elin, la médico de cabecera protagonista del Estado del malestar; un título que se aleja del original noruego y más cercano a la palabra metástasis, como nos aclara en un vídeo la traductora de esta novela (Ana Flecha Marco); una novela que ha sido Premio Brage al libro del año en Noruega. Una novela sobre la que, quizá, como nos dice Ana, metástasis no ejerza un nivel tan representativo de la esencia de la misma como el elegido para esta edición por Gatopardo Ediciones. Iconos aparte, Estado del malestar es una sátira cruel y muy bien planteada sobre el deseo que habita en el anhelo y la nostalgia. Lykke, su autora, lo aborda con un estilo ágil, sencillo y mordaz, excavando en el terreno de la insatisfacción de los pobres infelices que lo tienen todo y sin embargo se quejan sin parar. Y, también, aflorando ese malestar del bienestar que nos fagocita y nos hace representarnos a nosotros mismos como animales que nunca se sacian. Siempre queremos más, como cerdos que nunca pararían de comer si se les proporcionara la comida que nos exigen. Estos trastornos de hormigas insatisfechas que somos, los filtra muy bien Nina Lykke a través del consultorio de Elin, convirtiendo a su despacho y, por ende, al centro de salud en el que trabaja, en un gran filtro de las emociones, porque como expresa muy bien al inicio de la novela: «Nadie conoce las modas populares mejor que un médico de familia. He visto de todo: productos sin gluten, sin lactosa, sin azúcar, todas las recetas de los periódicos y de internet que convencen a personas sanas de que si dejan de comer pan o queso todo irá como es debido. Los pacientes de mediana edad no comprenden por qué están siempre tan cansados. Porque te haces mayor, les digo...». A partir de ahí, todo se convierte en un DeLorean sensitivo donde sus pacientes siempre buscan viajar en el tiempo para alejarse de sus miedos y enfermedades ficticias, pues ninguno de ellos se atreve a conjugar uno de los falsos axiomas del Templo del Bienestar: Muchos derechos y pocos deberes.


 6.- VICENTE VALERO, ENFERMOS ANTIGUOS: LO ENTRAÑABLE Y LO LEJANO VISTO DESDE LOS OJOS DE LA INFANCIA

Revisitar la infancia a través de la mano de la madre. Madre que nos lleva consigo al mercado, a la playa, a la escuela…, y a visitar enfermos. Esa mano que, en nuestra infancia, todo lo abarca y casi todo lo aprueba, le sirve de nexo de unión a Vicente Valero para reforzar la visión de sus vivencias en la isla de Ibiza en esos años setenta, llamados del tardo franquismo, que en una isla se encuentran como más atenuados o aletargados y, quizá, perdidos hasta que la llegada del turismo que lo alteró todo. En esa indiferencia insular asistimos a la narración, siempre limpia y equilibrada, del escritor mallorquín que, en apariencia, sin apenas quererlo, nos muestra todo aquello que rodea a un niño que está dejando de serlo. Una frontera de incertidumbre, la que separa infancia y adolescencia, que el protagonista de Enfermos antiguos intuye de la mano de su madre tras cada visita a un vecino, pariente, amigo o profesor. Una adolescencia que poco a poco se va apoderando de su mirada y de ese alma que necesita de otras respuestas a sus preguntas. La excusa a la hora de narrar los orígenes de ese niño, encuentra la excusa perfecta en el periplo y las costumbres que llevan aparejadas las enfermedades de sus mayores o compañeros de colegio. Todos ellos variopintos y singulares, y sin duda, capaces de desplegar un sinfín de matices sociales, políticos, familiares, afectivos y hasta artísticos que los asemejan a un perfecto caleidoscopio de imágenes que representan el paso hacia la edad adulta que su protagonista desglosa mediante lo entrañable y lo lejano visto desde los ojos de la infancia. Unos ojos ávidos de sorpresas y acontecimientos, como son todas aquellas anécdotas que Valero nos va desgranando a lo largo de la narración de esta novela breve cargada del simbolismo ancestral que representa la posibilidad de la muerte cuando uno está enfermo. Una condena de la que sin embargo escapa su autor con buenas dosis de humor, travesuras y esa forma tan peculiar que tiene de cerrar los capítulos de sus novelas, pues en apenas unas pocas palabras o un párrafo es capaz de dotarlos de una trascendencia y una inquietud admirables.


7.- IRÈNE NÉMIROVSKY, LOS FUEGOS DE OTOÑO: EL RESPLANDOR QUE PURIFICA LA TIERRA Y PREPARA LAS NUEVAS SEMILLAS

Detener el tiempo. Apoderarse por un instante de él. Y hacer una foto fija de aquello que se quiere transmitir, contar, sentir… Una vez más, la condensación del tiempo del que sabe que no lo puede malgastar en los superfluo se adueña de nuestros sentidos al leer esta agonía de las emociones humanas que representa Los fuegos de otoño, donde el miedo, la angustia, el terror, el amor, el deseo o la juventud se nos muestran como un largo travelling de las emociones humanas. Una tras otra. Cada una a su tiempo. Incrustadas con la maestría a la que nos tiene acostumbrados la autora ucraniana para conformar este gran fresco de la historia contemporánea. En este sentido, la perfecta coordinación de las elipsis y su sabia distribución hacen de esta novela una singular muestra de todo aquello que redime y condena al ser humano. Cuesta, y mucho, imaginar a Irène Némirovsky aislada bajo los árboles escribiendo en sus cuadernos. Al aire libre. Donde la libertad todavía forma parte de la magia de la creación. Donde el tiempo se detenía por un instante, aquel en el que ella construía y reconstruía sus historias y su vida, tan pegada al trágico destino de varias generaciones. Los fuegos de otoño está concebida como un fresco contemporáneo de aquello que estaba ocurriendo en el desmoronamiento de Europa y la sociedad burguesa condenada a cambiar. Así, la novela se nos presenta, de nuevo, como un mapa de las grandes emociones humanas que la autora ucraniana tan bien diseccionaba y que ya están presentes en el inicio de la misma: «En la mesa había un ramillete de violetas frescas; una jarra amarilla con la tapa en forma de pico de pato, que se abría con un leve chasquido par dejar pasar el agua; un salero de cristal rosa con la leyenda “Recuerdo de la Exposición Universal, 1900”. (En doce años, las letras que la formaban se habían descoloridos y medio borrado)». ¿Acaso cabe decir más en tampoco?, pues esta imagen estática es una fotografía demoledora y premonitoria de los nuevos tiempos que se avecinaban. 


8.- DELPHINE DE VIGAN, LAS LEALTADES: LA NÁUSEA QUE NOS ALEJA DE LOS OTROS

Hay diferentes formas de vomitar la vida. Alguna de ellas la percibimos como el mayor logro posible. Un logro que nunca fuimos capaces de soñar. Otras, sin embargo, requieren de la espeleología del miedo. La incertidumbre. Y la náusea. La náusea que nos aleja de los otros. Esos espacio de soledad que se reproduce una y otra vez dentro de nuestras cabezas como los ecos traidores y asesinos que representan el vómito que nadie entiende por mucho que lo perciba o lo vea. Hay sigilo en la autodestrucción, y en la expiación de la lealtad. Lealtad como culpa. Y también como lazo de amor hacia aquello que es intangible, y que ni tan siquiera nosotros logramos entender. Enfundados como estamos en una pátina de aislamiento que nos distancia del mundo. No hay nada más perverso que el miedo a tocarse y reproducir en un gesto todo un sentimiento. Sentimiento profundo e inane el del amor que se nos escapa entre la manos o nos condena al ostracismo de una sociedad que desprecia al distinto. A ese otro que ni tan siquiera reivindica su propia identidad, sino que tan solo busca algo de consuelo ante la extrañeza que le produce ese mundo que no entiende. Un mundo que, en la adolescencia, nos sitúa en el borde de  la barandilla que nos asoma al precipicio de la indiferencia y de la búsqueda de ese yo que nos haga entender que vivir sigue mereciendo la pena. Théo y Mathis, dos de los cuatro protagonistas de Las lealtades, se aferran al alcohol para diseminar su náusea en un campo de batalla repleto de algodones sobre los que desfallecer sin miedo a hacerse daño. Algodones que, sin embargo, a ellos no les sirven para mitigar el dolor que sus familias y su entorno les infringen. O esa indiferencia de unos padres que nunca sabrán por qué los concibieron, o para qué los trajeron al mundo. Las lealtades es un espacio de trincheras. De padres e hijos. Del pasado y su deriva en el presente. Del miedo y sus consecuencias. ¡Qué fácil sería entenderlo todo desde la luz de la esperanza, o el brillo de la felicidad incombustible que nunca se acaba, y sin embargo…



9.- JAMES SALTER, LOS CAZADORES: LA SOLEDAD DEL MIEDO

Enfrentado a su destino bajo los designios del acierto del fuego enemigo. Aislado del mundo y sin pisar tierra firme. Condenado a sobrevivir a su propia gloria. Así se enfrenta, parapetado bajo una cazadora de aviador que no le resguarda del intenso frío del invierno coreano, el álter ego de James Salter (Cleve Connell) a la soledad del miedo que le persigue. Esa soledad que se refugia en la humedad que te cala hasta los huesos y deambula por tu alma con la pureza del desamparo se traduce en un miedo a morir. Un miedo a probar los límites de nuestra existencia. Y una desdicha que explora sin remedio los límites a confrontar los éxitos del pasado con la incertidumbre del presente que se cierne sobre el piloto de combate que sabe que depende del número de aviones enemigos que logre derribar para seguir en el podio de una élite tan ficticia que representan los once segundos en los que un avión enemigo puede acabar con todo su esplendoroso palmares. Y, a su lado, la necesidad de seguir sintiéndose hombre, ser humano y creer que todavía merece la pena enamorarse para sentirse más vivo lejos del infinito de los cielos azules que le esperan encima de las nubes en cada misión que cumple sobre terreno enemigo. En Los cazadores de James Salter hay ruidos envueltos en silencios que nos resultan tan atronadores como la más mortífera de las bombas. Sin especulaciones, y con la frialdad y la crudeza que caracterizan a sus novelas, es capaz de mostrarnos en aquello que deja en el aire toda una suerte de innumerables matices sobre lo que significa ser un piloto en la guerra y aquello que en verdad importa para el hombre que tiene los pies en la tierra. Sin embargo, con el paso de los días esa soledad del miedo que le acompaña se erige como una enorme ola que lo arrasa todo y le aleja de su entorno, y por supuesto, de sus compañeros. Con unas ricas descripciones geográficas del paisaje que ve desde las alturas, y unos encuentros bélicos que nos remiten a las mejores películas de acción bélica, Salter es capaz de rescatar bajo ese escenario (de humo y destrucción) un rayo de luz que ilumina a la buena literatura y la confronta a la desdicha de la guerra y la muerte. Una herida que poco a poco se vuelve más profunda.


10.- MÓNICA OJEDA, NEFANDO: UN LENGUAJE POLIFÓNICO DONDE EL GRITO FUE HECHO PALABRA

Tirarnos a una piscina. Buscar el fondo. Y explorar el silencio bajo sus aguas. Allí, donde nos atrevemos a “mirar de frente a las mandíbulas abiertas”. Fieras que desean devorarnos porque saben que no somos víctimas fáciles de engullir. Allí, donde los ojos cerrados y la respiración estancada en la abominable oscuridad del terror que solo existe en una habitación-cocodrilo son nuestras señales de identidad. Allí, donde el grito se hace palabra. “Y lo que no se ve o no debe ser dicho encuentran su verdadero sentido”. Allí, donde el grito y su posibilidad de transformarse en palabra son la única opción. Palabra hecha agua. Redentora y Asfixiante. Agua transformadora del dolor y la forma de mirarlo. Agua transparente que en nuestras conciencias deviene en habitaciones-cocodrilo que lo engullen todo. El presente y el pasado. El dolor y el placer. La agonía y la redención. En esa necesidad de nuestro deseo a la hora de colonizar la experiencia del otro es en la que Mónica Ojeda ha construido Nefando. Nefando, un videojuego creado como un sinfín de gritos vertidos sobre el silencio. De la noche. De lo que no se ve. De lo que no debe ser dicho. De lo no visto. De lo no dicho. Como un juego exterior-interior existente en cada uno de los seis personajes de esta novela que traspasa las líneas invisibles de nuestras mentes y sus conciencias. Del deseo y el terror que se afianza como una liberación del alma que, atormentada, está sujeta a las reglas de un cuerpo que en ocasiones ni conocemos ni deseamos. Cuerpo-prisión. Cuerpo-deseo. Cuerpo-terror. Cuerpo que transita por la mugre de un mundo que no visualizamos. Como tampoco lo hacemos con el dolor que solo nosotros sabemos que nos hace daño. Ese, sin duda, es uno de los aciertos de esta novela y de su autora. Novela-difícil. Novela-dolorosa. Novela-única. Como único es mirar al dolor desde la valentía del que sabe que no saldrá ileso del intento. Dolor íntimo y perverso. Dolor sobre uno mismo y sobre el otro. El otro que ya no es un reflejo, sino la puerta que nos lleva hacia el abismo. A la derrota. A la destrucción. A la muerte.

Ángel Silvelo Gabriel.

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