Vuelo sobre un gran campo de amapolas amarillas. Nunca imaginé que existiera una estampa tan bella como esta. Soy tan dichoso que el imperceptible roce de mi cuerpo con el aire apenas interfiere en las lágrimas que salen de mis ojos y caen sobre la tierra seca por el sol de primavera. Lloro de felicidad, la misma que me sorprendió escondido tras las cortinas de un gran salón, mientras la hondura de las notas procedentes de un violín me anunciaban que en ellas también estaba presente la belleza. «Belleza pura, belleza honda y sublime…», pienso, como la que me embriaga cuando vuelo suspendido en el aire. Estoy solo y lejos de los sonidos que inundan mis recuerdos. Un silencio infinito se apodera de mis sentidos. Intento escuchar algo con todas mis fuerzas, pero no se oye nada en donde me encuentro. Aquí, más bien se disfruta de una paz que ya no recuerdo. Vuelo deprisa, liviano, ligero… y nada tiene que quedar ajeno a mi viaje alado. Disfruto tanto, que mi otro yo me pregunta qué hago en los cielos. «¿Acaso eres Zeus?», me inquiere como si fuera el dueño de mis ensoñaciones. Me tranquilizo pensando que nada escucho en este viaje imaginado, salvo las notas del violín que de nuevo me atrapan en cada uno de mis aleteos. Ellas son las culpables de que no consiga llegar hasta lo más alto en mi viaje por el firmamento. Y no solo eso, porque su armonía me sujeta con todas sus fuerzas y me quiere devolver a mi lecho. Yo me resisto a sus encantos, porque me siento tan libre como una cometa a la que el viento mece a su antojo. Me sumerjo entre las flores mientras la suave caricia del rocío recorre mi pequeña cabeza. Soy tan feliz en mi liviano vuelo que apenas noto el peso de mi cuerpo. ¿Existe un mundo que no sea este? Eolo, dios del viento, llévame lejos, al otro lado de la colina donde solo crecen las flores. Más allá de la corriente del último río de la montaña más alta… Alójame en tu seno. Quiero ser un pájaro sin serlo. Quiero tener alas careciendo de dotes para surcar los cielos. ¿Qué soy entonces? Acaso un mero espejismo al que solo dejan ser un poeta sin serlo.
Pacto con mis sueños, y aletargo a mis caprichosos deseos. Regreso a la tierra convertido en un animal de carne y hueso. Desciendo de mi liviano vuelo sin apenas poder decir más que: paz, armisticio, derrota… y caigo de nuevo en la soledad de mi lecho. Miro sin mirar y escucho sin escuchar. «Me tengo que acostumbrar a esta soledad oscura», pienso. Y casi sin quererlo me hago la eterna pregunta que me acecha en los últimos tiempos: ¿qué ha sido mi vida? Me consuelo pensando que la mayor parte de mis días se han ido buscando ese otro yo que me llevara lejos. Todo empezó con mis primeras lecturas a los catorce años. Lo que ocurrió antes ya no quiero saberlo, porque solo necesito recordar la cercanía de mis hermanos y el hálito de Charles Cowden, que me animó a escribir y me llevó hasta Leigh Hunt, amigo, benefactor y espejo en el que mirarme. Voy tan deprisa que empiezo a asustarme. Ese soy yo, visto desde dentro. Aquel cuya experiencia vital ha sido la búsqueda de la poesía. Sin embargo, los otros que recorren la ciudad lejos de mi sesgo creen que en mi existencia solo me he dejado llevar por un viento frío y lejano que, a su paso, me ha postrado en un solitario deseo; un deseo hedonista y placentero. Los racionalistas consideran que por el hecho de ser poeta soy diferente a los demás, y que mi cuerpo y mi alma no precisan sino de algunas musas para sobrevivir. Incluso los más osados me ven como un azote hacia las viejas costumbres, pero ni unos ni otros entienden que no se trata de eso. Sencillamente ser poeta está mucho más allá de mi firme intención de abandonar una próspera carrera como médico o farmacéutico. Escribir poesía es… es… una especie de navegación entre la niebla en la que intentas hallar la trágica exaltación de la libertad a través de lo sublime. Es lo más parecido a llorar hacia dentro. Nadie te ve, pero todos intuyen que algo te pasa. La mirada, la forma en que coges una mano, las palabras que corren por salir de tu boca; y los sentimientos que desbocados van de uno a otro lado de tu cabeza descifrando enigmas que en apariencia no tienen solución. La poesía no es un tratado de botánica, ni la pócima de una medicina mágica que lo cura todo. Al poeta le sobrecogen las fiebres más profundas hasta que cae abatido sin una espada clavada.
Aquí, aquí me tenéis para lo que creáis que es menester. No os ha sido suficiente con tumbar mi poesía, no… precisabais de más tormentos y quisisteis llegar hasta la última estrofa. Todavía no entendéis que «el poeta debe vivir en una zona de niebla y misterio». Cuánto daría, sí, cuánto daría: «¡Ah por una vida de sensaciones más que de pensamientos!». «Las normas literarias son un cadáver», como vuestra moral que apesta, y como también lo hace vuestra dialéctica. ¿Qué os creéis, que por despreciar a Endymion me condenáis para siempre? Qué equivocados estáis. De la pobreza salí y a ella no volveré, porque yo no hablo de vuestra acomodada pureza ni de vuestra paz doméstica. Mi libertad es otra y se llama belleza. Yo quiero apelar a la épica y conquistar la belleza. Aquella que crece sola en mitad de los campos, rodeada de verdad sin correr el riesgo de caer en vuestra ceguera. Acomodémonos a contemplarla, pues no existe otra visión más pura y bella. Lo nunca visto delante de vuestros ojos, aunque vosotros solo veis un bien perdido para vuestra causa. Se os llena la boca invocando el progreso y vuestra revolución industrial, pero yo he sido capaz de manteneros a raya, y mi imaginación todavía posee la idea de una inmaculada naturaleza, la que se despierta al amanecer y la que reposa en los lechos de las aguas, y esa es vuestra condena; cuando vosotros solo veis chimeneas que expulsan humo, yo, sin embargo, logro imaginar flores y praderas. Y no solo eso, porque también he sido capaz de crear un mundo para mentes sin cadenas, donde todo se aleja de vuestra perenne reflexión racional, nido de todos los males que nos aquejan. Ya no queda sitio para exaltar la «eterización» de la naturaleza, donde el concepto de poesía descansa en la unión de emoción y reflexión, hábito y delirio, y en esa forma de unir las cosas concretas con las imaginadas. Sí, yo creo en ella, porque «la belleza es verdad y la verdad belleza…». Me despierto de un sobresalto. Miro a mi alrededor, pero solo soy consciente de la humedad de mi almohada y de la escasa luz que entra en mi habitación. ¿Será todavía de noche?, y mirando hacia el oscuro infinito que me rodea, pienso: ¿mis pensamientos son solo fruto de los sueños, o del delirio que me acoge en el seno de mis tormentos?
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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