En la intimidad del poeta que nadie conoce, todavía me queda un pequeño espacio para la vida. El terror que a veces zarandea mi maltrecho espíritu ahora me hace buscar un poco más allá e intentar esquivar a la muerte. Si lo hago, no es por mí, ni tan siquiera por ti, Fanny, sino por ese último vestigio que queda en mi corazón y que pertenece a mis hermanos. Los designios de nuestras vidas siempre han sido aciagos, y mi próxima falta no hace sino corroborar ese negro destino. La naturaleza ha sido esquiva con nuestra salud y, sin embargo, ¡yo le debo tanto!… Como le decía a Brown en la última carta: «estoy gratamente decepcionado con las buenas noticias de George, porque se me ha metido en la cabeza que todos moriremos jóvenes…». ¡Ojalá me equivoque!, y tanto él como la pequeña Fanny tengan la larga vida que mis padres, Tom, y ahora yo mismo no hemos podido disfrutar. Como hermano mayor, mi instinto de protección fraternal se abate sobre ellos cual sombra de un árbol de hoja perenne, aunque un cúmulo de circunstancias haya provocado que no esté a su lado, lo que no me impide tener esa obligación moral sobre sus vidas. George en América, junto a su esposa Georgina, y mi pequeña Fanny en Inglaterra, bajo la tutela de los Abbey, son todo lo que tengo. El hecho de que nuestros padres murieran tan pronto ha propiciado que hayamos creado un vínculo al que yo no me siento capaz de renunciar porque, como una parte de mí, ellos se extienden en mi vida del mismo modo que mi poesía lo hace en mi yo poético o mi pasión necesita de mi amada. George y Fanny son como ese amor que no entiende de pasiones, sino de una lealtad que está muy por encima de la de cualquier amigo. Los dos son una parte indivisible de mi ser sin la necesidad de que sean mis hijos, o al menos yo los siento así, en lo más profundo de mi corazón. A ellos concedo el beneplácito de la duda y a ellos entrego todo mi esfuerzo; ese que nacerá de mi último suspiro. Nada más les puedo ofrecer, porque «todos mis bienes muebles e inmuebles consisten en la probabilidad de venta de (mis) libros editados o inéditos, y deseo que Brown y Taylor sean los primeros acreedores satisfechos; el resto está in nubibus…». «Nulas pertenencias materiales las mías», pienso. Pobre nací y pobre moriré, pero suyo es el recuerdo y el cariño de un hermano que siempre les ha llevado en el corazón. Ya sé que «el mundo está lleno de miseria, zozobra, dolor, enfermedad y opresión», pero ellos, para mí, ahora son la única luz que me guía en mis particulares tinieblas y que me incita a buscar una salida que cada día que pasa sé que se encuentra detrás de mi muerte, porque solo entonces hallaré la verdadera libertad que romperá la unión de mi cuerpo con el dolor y la enfermedad. Sin embargo, en los momentos que mis fuerzas flaquean, debo haceros una última confesión.
Ahora, solo soy
un poeta que, moribundo, yace varado en la orilla mientras le azotan las olas
de la muerte… Un poeta que, en su deriva, ha sido despojado de su fuente de
inspiración… Un hombre que, abatido, no persigue la libertad que se extiende
más allá del amor… Un prisionero cuyo cuerpo permanece encadenado al yugo de
los condenados, y cuya alma vaga cual penitente por el territorio de los
apátridas. Siento perderos, como antes perdí a Tom y de alguna forma también he
perdido a Fanny Brawne para siempre, mi verdadero amor, pero ese es el precio
de mi libertad: vuestra ausencia. Ya no me queda otra solución para abandonar
mi sempiterno sufrimiento y, cual creyente que se dispone a peregrinar hacia su
santuario, yo dirijo mis pasos hacia la libertad que me aguarda tras el último
de mis suspiros. No estoy loco, no, sino esperanzado por alcanzar la paz de los
muertos, y así abandonar esa sensación de soledad que por momentos me atrapa y
me ahoga, y que no es más horrible que ese otro sentimiento que se instala
dentro de mí cuando mi mente sale en busca de algún recuerdo. Mi vida, entonces,
se transforma en una selva de frondosa vegetación, donde la luz no encuentra un
lugar donde instalarse, y en esa tiniebla infinita me veo indefenso cual ciego
que ha sido expulsado de su hábitat, y de ahí es de donde quiero salir, porque
el desconsuelo que me invade en mi vigilia ya no me deja proyectarme hacia el
futuro como lo haría un hombre sano. Mi enfermedad me tiene postrado contra la
pared que solo atravesaré con la muerte. Ese sentimiento, además de abatirme,
también es el culpable de que me aparte de vosotros, y de tal modo lo consigue,
que ya no puedo hacer lo mismo que siempre, cuando me asaltaba el desánimo y en
mitad de una de mis depresiones le confesaba a George «cuando noto que me
empiezo a deprimir, me levanto, me lavo, me pongo una camisa limpia, me cepillo
el pelo y la ropa, me ato bien los zapatos, de hecho me arreglo como si fuera a
salir, y una vez limpio y cómodo, me siento a escribir. Encuentro así un alivio
grandísimo». Sin embargo, ahora no me queda una excusa convincente que transmitirle
a mi cuerpo para que mi alma se muestre limpia y pura ante los demás. En esta
triste morada de Roma, no hay excusas que sean capaces de llevarme hasta su
puerta y prepararme para salir, porque ni eso puedo hacer ya. Subir las
empinadas escaleras de este edificio, para mí, es un esfuerzo penado con la más
terrible de las condenas… La ausencia de aire en mis pulmones no me permite tan
heroica hazaña, y busco auxilio en mi maltrecha imaginación, para implorarle
que me ayude como lo hacía en los viejos tiempos y, junto a ella, poder
abandonar este lugar plagado de tinieblas. Y aunque tal y como hice al llegar a
Roma, trate de erigirme en el héroe de mi propia derrota, esta vez la valentía
del superhombre que intento representar se queda sin victoria, mientras mi
obstinado pensamiento se torna de lo más abyecto contra mis anhelos. «El poeta
se borra a sí mismo», pienso, porque ni siquiera «la conciencia del contraste,
la sensibilidad a la luz y a la sombra, toda esa información necesaria para un
poema»
están ya dentro de mí. «Ya solo soy la
sombra de mis versos, que se desliza por mis poemas como una nube que atraviesa
las colinas sin dejar apenas rastro, salvo la efímera penumbra que la delata a
su paso», pienso. ¿De qué me sirvió obsesionarme por encontrar una mejor
combinación estrófica para mis sonetos si ya no queda nada de ellos dentro de
mí?: «¡Oh diosa! Escucha estos versos silentes, arrancados / por la dulce
coacción y la memoria amada / y perdona que cante tus secretos…».
¿Qué queda detrás del poeta en sus sonetos?, ¡cuán alargada es la sombra de su sufrimiento !«Juegan inquietas llamitas por entre los tizones,
y repta su leve
crepitar sobre nuestro silencio
cual susurro de
dioses domésticos que afirmen
su más dulce
imperio sobre las almas fraternas.
Y mientras, a por
rimas, rodeo yo los polos;
tus ojos
absortos, como en poético sueño,
en el rico y
hondo acervo que al caer la noche
siempre nos
conforta cuando estamos afligidos.
Es tu cumpleaños,
Tom, y me colma de alegría
que transcurra
así: con suavidad, calladamente.
Muchas velas
colmadas de amables susurros
hemos de pasar
juntos, y probar con calma
los goces que son de este mundo…»
Fanny, George, no hagáis caso de vuestro hermano enfermo que,
como un poeta herido, solo declama cantos de despedida… No tengas miedo, mi
pequeña Fanny, porque siempre estaré a tu lado. Es muy fácil, solo tendrás que
estirar tu brazo, y ese leve movimiento con el que el viento mecerá tu mano
será mi alma que pronta acudirá a tu encuentro para acariciarte en lo más hondo.
Esa será nuestra señal que, lejos de abandonarnos, abrazará nuestros recuerdos… Y a ti George, solo pedirte que te alíes con la suerte de tu buen destino, y allí donde estés, protejas a nuestra hermana, y en el ahínco que fortalecerá tu espíritu con el recuerdo de nuestra amistad y cariño, defiendas todo cuanto puedas mi obra. Que Dios os bendiga.
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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