Roma, 10 de
diciembre de 1820
Rojos esputos de sangre salen
por mi boca como motas de suave terciopelo que no saben detener su fatídico
proceso. Hálitos de una vida que poco a poco se acaba. Nada era, nada soy y
nada seré más allá de mis marginados versos. La melancolía se dispersa sobre
mis pensamientos, y lo hace de una forma tan tenue, que apenas me produce
recuerdos. Mi yo poético, aquel que siempre arrancó de mis lecturas, ya tampoco
imagina, y solo se entretiene con la mirada. Lucho contra fantasmas que no
existen, salvo en mi cabeza, y perpetúo una batalla infinita que no es tal,
porque en ella no hay vencedores ni vencidos, sino sombras que, como estigmas,
me anuncian que nunca más volverán a sus moradas. La sangre que inunda mis
pulmones es como un río y sus afluentes. «Regueros de lava viscosa que lenta
desemboca en la nada», pienso. Nada era, nada soy y nada seré más allá de mis
marginados versos…
En mi húmedo lecho siento un leve hormigueo por todo mi cuerpo,
como si una especie de espejos rotos navegaran bajo mi piel. Son muy parecidos
a esos falsos espejismos que arañan, cortan y sajan las heridas. «Me desangro
por dentro, y me desangro por fuera. Esfuerzo inútil el de mis venas, pues la
sangre ya no habita en ellas», pienso. Y de pronto, todo se convierte en una
especie de recuerdo, igual que cuando la sangre azul se vuelve roja. Mi cuerpo,
ahora, apenas es un reflejo que vaga sin rumbo entre mis pensamientos. Mi
voluntad ya no es capaz de hacerle entender que es un esbozo de un dibujo que,
al pasarle la mano por encima, deja de existir, como una silueta que camina
fuera de los límites de su contorno.
Me gustaría pensar que descanso sobre un lecho lleno de flores
que me acarician con su suave tacto y me embriagan con su dulce fragancia, pero
ya solo veo entrañas muy negras que crean diálogos sin imágenes ni ecos. Todo
es como esos espejos rotos que no se rompen, y como esos ecos que solo
contienen el silencio. Mi existencia se asemeja demasiado a ese silencio de los
ecos perdidos que no saben qué hacer y se convierten en un espacio que mata. Soy
un explorador de sentimientos que camina atrapado en la ciénaga de la
desesperación. Soy un objeto inanimado que se pregunta por qué. «No hay
respuesta a mi pregunta», pienso. Solo soy una nave que va a la deriva hasta
que llegue a su definitivo averno. «¿Miedo?, ¿quién no tiene miedo?», me digo.
¿Acaso no me estoy muriendo? Me consuelo escuchando el sonido de un clavicordio
dentro de mi corazón, pero me sirve de poco, porque a la vez, veo a mis miedos
cómo permanecen a su lado, haciéndose los despistados entre las notas de una
música lúgubre que sale de unas cuerdas que solo lloran. Llorar ya no sirve de
nada. Templanza es el único cabo firme al que asirse. El destino ha querido que
sea así, y mis limitadas fuerzas ya no son capaces de luchar en contra de los
designios de la naturaleza. ¡Oh, naturaleza, que pronto dejarás de habitar
dentro de mí!
Mis lamentos no encuentran el alivio del láudano, y sigo
sintiendo un leve hormigueo por todo mi cuerpo, como si una especie de espejos
rotos navegaran bajo mi piel. Son lo más parecido a los recuerdos que ya no
saben a nada. «Insípida muerte, eres como los recuerdos que no son y que solo
requieren de templanza», me digo. Sin embargo, para mí, te pareces más a los
sentimientos teñidos de rojo; sentimientos que no buscan ya entre mis entrañas.
«¿Quién, ahora,
con glotonas miradas devora mi festín?
¿Qué mirada
humilla ahora mi luna de plata?
¡Ah! Conserva esa
mano alejada de mí;
y deja, deja que
el amor arda-
pero no me
retires, te lo ruego, tan pronto
la inclinación de
tu amor hacia mí.
¡Oh! Guarda, por
piedad,
El latido más
intenso para mí.»
Hoy es el segundo día que me
extraen sangre de las venas. Ese es el mejor de los antídotos que el doctor
Clark ha encontrado para detener mis constantes sangrados. Él parece no darse
cuenta, pero la dieta de sangre en mis venas también debilita al resto de mi
cuerpo hasta la desesperación, lo que me lleva a pensar que moriré de hambre,
ya que mi estómago se muestra incapaz de soportar algo de comida dentro de él.
También lo siento por la mujer del doctor, que es la encargada de prepararme
los alimentos que tomo. Lo hace con el mayor de los esmeros, pero mi cuerpo le
dice una y otra vez que solo quiere alimentarse de su propia sangre. La
consecuencia de todo ello es casi inmediata, porque la desesperación de nuevo
se apodera de mí, y me muestro incapaz de disimular por más
tiempo. Hoy le he vuelto a preguntar al doctor: «¿cuándo llegará a su fin esta
vida póstuma que estoy viviendo?». Mientras, Severn, mi fiel amigo y
compañero, no es ajeno a estos delirios pasajeros a los que sucumbo, pues él
permanece a mi lado día y noche. Le miro, pero apenas nos decimos nada. Yo, sin
embargo, me niego a recordarle con esa expresión de preocupación en su cara,
por más que ayer le dijera que «este sería mi último día», lo que lejos de
parecer exagerado, hubiese sido cierto de no encontrarse él aquí, a mi lado.
Quizá este mal recuerdo sea el culpable que no me permite expresarle lo feliz
que he sido a su lado, en esta aventura teñida de causas imposibles, pero en mi
interior, todo en mí es agradecimiento: Severn, añoro los días en los que
tocabas las melodías de Haydn que sabías que eran de mi agrado, o aquellos
otros en los que íbamos a pasear por las calles de Roma imbuidos en un falso
optimismo que nos hacía olvidar por unas horas el verdadero significado de
nuestra estancia aquí, en la mayor cuna del arte que haya existido jamás. La
luz… y su contraste… pero no soy capaz de continuar, porque mi imaginación yace
muerta a mi lado y ya no sabe descifrar el lenguaje secreto de la belleza que,
para aquel que lo entiende, le transforma en el más feliz de los seres que haya
sobre la tierra. ¡Quién pudiera abandonar la esclavitud del cuerpo y marchar en
libertad por una senda adornada solo por lo más bello! Miro al techo de mi habitación con toda la fijeza que
puedo, pero mis fuerzas son tan exiguas que no logran traspasar los límites
sólidos que la sustentan. Prisionero de mi debilidad, regreso a mi lúgubre
aposento; un lugar donde solo me espera la certeza de mi cuerpo.
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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