Hoy me he despertado con el sabor seco de la sangre pegado a mi boca. «La sangre es como una pesadilla que me persigue de una forma tenaz hasta en mis sueños», pienso. Cuando he sido consciente de lo que ese sabor significa, me he tocado la cara buscando el rastro de la fiebre sobre mi cuerpo, pero no he sentido nada extraño en el tacto de mi piel. Es la primera vez que me ocurre, porque nunca antes el contenido de mis venas había acabado depositado en la comisura de mis labios. Es un sabor extraño e intenso, mitad salado y mitad metálico que, intuyo, es la certificación más real de mi cercana sentencia de muerte. Este sabor, lo sé, es el inicio de una nueva etapa que en poco tiempo me llevará a alimentarme solo de mi propia sangre… Ese sabor que los médicos siempre identifican con el hierro se apoderará de mi paladar y me convertirá en un vampiro de mí mismo sin necesidad de morder cuellos ajenos. Me mojo un poco los labios con agua, e intento borrar este amargo encuentro. Mi boca ya no sabe a nada, pero mis recuerdos sí, porque buscan entre sus grietas los restos de mi naufragio. A pesar de todo, cual navegante perdido en la inmensidad de una tormenta, busco una última salida y acudo presto a la llamada de la poesía. A partir de ahí, me muestro sagaz, e imploro auxilio a la imaginación y le expreso mi necesidad de alianza a la sensación. Pero no me paro en ellas dos, y en esta indagación de mis entrañas no corpóreas, intento establecer un diálogo directo con la emoción y me muestro lo más benévolo que puedo con el pensamiento. «Ni antes ni ahora me fío de la reflexión racional», pienso, porque si así lo hiciera, sería destruido por los principios de la ciencia que rigen el destino de mi enfermedad. De ese modo, lejos de abdicar, presento batalla al misterio y a la incertidumbre que aprisionan a mi espíritu, y los engaño de la única manera posible, convirtiendo mi lucha en la exploración de esa última oportunidad que tanto anhelo.
En la deriva a la que me veo sometido, aún tengo tiempo para detenerme a valorar la posibilidad de encontrar otros asideros, y esta vez no me hace falta buscar muy lejos, porque de momento nadie a mi alrededor me deja entrever que haya entregado mi vida a la muerte, a pesar del deterioro que poco a poco va minando mi salud. En este sentido, Severn es un pozo lleno de esperanzas, y el doctor Clark, de momento, no da muestras de debilidad delante de mí. Ellos son los últimos baluartes plenamente físicos a los que todavía puedo identificar, más allá de todos aquellos que están lejos de aquí, aunque muy dentro de mi corazón. Es más, mi intuición me advierte que, estos días, recupere la capacidad de exploración exterior e interior que todavía está dentro de mí para, de esa forma, volver a establecer la conexión que existe entre el caos que rodea a mi realidad y ese mundo que para mí está compuesto de emoción y éxtasis.
¡Oh musas de la inspiración!, venid en mi auxilio y explorad todo mi cuerpo y atrapad las lindes de mi alma. Llevadme allí donde solo reinan la luz y el silencio que nada más es interrumpido por un dulce verso. ¡Oh musas de la inspiración!, enervad todo aquello que aflige a mi pensamiento, y depositadme en el rapto poético más sublime y bello. ¡Oh musas de la inspiración!, allí quiero buscar refugio, y allí quiero que me espere la muerte.
«Quiero abandonar la soledad y el dolor del tiempo presente, y
alcanzar la región del mito, donde el tiempo no existe. Si lo logro, el placer
será tan intenso que incluso la muerte me parecerá hermosa, porque esta hará
llegado a reconciliarse con los valores de amor y belleza.» Entonces, volveré a permanecer tumbado en lo más alto de la copa
del árbol, junto al ruiseñor, que diligente me susurrará al oído versos
inaccesibles al paso del tiempo… versos destinados a una eternidad que no
pertenece a los hombres, y con ello, me llevará hasta la más verdadera y
sublime manifestación del arte, junto a la región del mito, donde el tiempo no
existe.
«III
Perderme lejos de
aquí, disiparme, olvidar
lo que jamás
entre las ramas has conocido:
la fiebre, el
hastío, la angustia que se siente
aquí donde los
hombres se escuchan sus gemidos,
donde el temblor
sacude las tristes canas que quedan,
donde la juventud
escuálida y marchita, muere
donde solo pensar
significa tristeza
y desesperación
de ojos plomizos,
y la Belleza
pierde el esplendor de sus ojos
que el nuevo amor
no ama más allá de mañana.
IV
¡Lejos, muy
lejos! Pues quiero volar hacia ti,
no en el carro de
Baco y sus leopardos,
sino montado en
las alas invisibles de la Poesía,
aunque la mente
torpe quede atrás, perpleja.
¡Allí, junto a
ti! Es tierna la noche,
y quizá esté en
su trono la Reina Luna
rodeada de todas
sus hadas estelares;
pero aquí tan
solo existe la luz
que, desde el
cielo, las brisas impulsan
a través de sombras frondosas y tortuosos caminos cubiertos de musgo.»
Abandono los espacios arbóreos hasta depositar a mi espíritu en el lecho que tan bien conozco. En ese tránsito que me lleva del aire a la tierra, observo cómo cae la noche en la ciudad de Roma. «Testigo de mis últimas miradas perdidas que, con ansiedad, buscan algo de consuelo en la oscuridad silente; esa que rodea a las tinieblas de la noche que se pierden entre las grietas del tiempo», pienso. En ese espacio donde la oscuridad se comporta como una materia inerte, me acoge la soledad del enfermo, y siento cómo las llamas de mi corazón apenas arden, y cómo poco a poco se extinguen en cenizas que más pronto que tarde tampoco darán calor, justo hasta que les llegue el momento de aliarse con el frío de la noche que, esta vez, las acogerá en un aposento exento de colores y olores.
Divago acompañado por la triste paz de un silencio que me permite andar perdido y desorientado por los límites de mis pensamientos; esos a los que mi fiebre les lleva. Ardo por dentro y siento frío por fuera. A pesar de todo estoy tranquilo, como si se hubiese apoderado de mí un letargo infinito. Me quedo así, esperando, con mi cabeza empapada reposando en la delgadez inocente de mi almohada, en una especie de vigilia que no atormenta a mis sueños, hasta que de pronto, siento cómo el calor asciende a través de mi garganta en una especie de borbotón que, para mi sorpresa, todavía no es de sangre, pero enseguida me acoge un nuevo acceso de tos que, esta vez sí, viene cargado de ese sabor salino y metálico que tanto temo. Antes de que pueda pedir ayuda, Severn acude diligente a mi lado y, mientras él me incorpora para que no me ahogue en mi propio vómito, yo busco una salida a mis sueños, porque no quiero que se queden atrapados por el recuerdo de mi propia sangre para siempre.
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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