El dolor que va más allá de los recuerdos y se incrusta como una lanza en el epicentro de nuestro corazón. Ahí es donde acaban las certezas y comienzan los miedos como una melodía de lo inhóspito y lo inesperado. ¿Cabe mayor proeza que la de rebelarse contra el mundo de los deseos? ¿Atacarlos con la firmeza del que anhela destruir la oscuridad en la que se refugian parte de sus miedos, para más tarde, rechazarlos con la certeza de la realidad? Monstruos infinitos que recorren nuestros pensamientos en forma de afluentes que antes o después llegarán a ese río de la vida que nunca se parece al que soñamos. Tener la valentía de romper ese hilo que nos mantiene balanceándonos sobre el abismo es la única alternativa al desastre. Ese desastre que la protagonista de Bienvenidos a América, Ellen, materializa a través del silencio. Un silencio hacia el mundo exterior que la rodea y no hacia el interior que la martiriza y absorbe todo el poder de su mayúscula apuesta: «Con el habla desapareció la luz». Oscuridad y silencio en forma de rebeldía contra sí misma y su familia. Familia de luz, en palabras de la madre. De ahí que, ante la personificación de la seguridad que engendra toda mentira, Ellen anteponga el único poder real a su alcance: el silencio.
Las no palabras que se niegan a salir de su boca, son sin embargo, ricas en su pensamiento, conformando ese armazón de niña adolescente que es presa de sus miedos, y que a Ellen se le abaten sobre su conciencia en forma de recuerdos. Dulces. Trágicos. Únicos y añorados, porque en el fondo todos caemos en el pozo del pasado en busca de respuestas sobre nuestro presente: «Andar manipulando el tiempo es peligroso». El presente en Bienvenidos a América se diluye igual que lo hacen los sueños al despertarnos, dejándonos a merced de la sinestesia de un mundo que no reconocemos y rechazamos por no ser aquel que deseamos. El fulgor de la derrota, entonces, se hace insoportable, y más para una niña que todavía se pelea con su padre a través de los recuerdos. Un padre al que pidió a Dios que se muriera y por fin lo hizo. De ese desgarro en forma de arrepentimiento tardío nace un universo diferente y muy alejado de lo que conocemos como normal. En ese nuevo mundo es donde Ellen inicia un nuevo viaje: el del silencio que busca en las entrañas, igual que alfileres que cada vez que nos los clavamos nos recuerdan que del dolor también se aprende. El dolor que va más allá de los recuerdos. La cacofonía de ese silencio es una apuesta que su autora, Linda Boström Knausgard, utiliza para crear una historia demoledora sobre la soledad y la zozobra que buscan una respuesta ante la imposición que supone ver cómo se cumplen nuestros más funestos deseos. Ahí es donde la niña se da cuenta de que la vida no es solo juego, sino también realidad. Realidad teñida de claroscuros y destellos de luz tal y como la interpreta su madre. Y que de esa enseñanza nace un nuevo aprendizaje: el de la fuerza ante lo desconocido y la rabia ante la infelicidad. Ellen quiere ser feliz como su hermano o su madre, pero no es capaz de encontrar el martillo que rompa la membrana que la aísla del mundo, y de la incapacidad para llegar a amar fuera de sus no palabras o de sus sueños.
Linda Boström nos sumerge en lo más profundo del mundo de los deseos con tintes oníricos arrebatadores, donde la lucha de su protagonista, Ellen, es la lucha por encontrar una verdad que le resulte válida y no la comúnmente aceptada. Esa rebeldía intrínseca a su personaje es también la búsqueda de una fe dentro del aislamiento y la tortura de un silencio que es una caja de resonancias interiores y ocultas para los demás. Resonancias que desembocan en mil y una imágenes preñadas de oscuridad: «La noche es como un amigo. El silencio no tenía nada de extraño por la noche. Y la soledad era auténtica». En esa autenticidad es donde nace esta melodía de lo inhóspito y lo inesperado.
Ángel Silvelo Gabriel.
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