Antonio Rivero Taravillo
Lejos del Big Ben y de las principales atracciones turísticas de Londres, el barrio de Hampstead tiene al norte de la ciudad praderas y calles sosegantes que merecen recorrerse. Una de ellas alberga la casa con jardín donde John Keats vivió sus últimos años en Inglaterra y donde compuso –entre otros poemas prodigiosos y que arrancan lágrimas solo al recordarlos no por la sensiblería que no tienen sino por la belleza que derrochan– la “Oda a un ruiseñor”. Un ave que también oiría la muchacha amor del poeta: Fanny Brawne, su vecina.
Igualmente apartado del centro de Roma, del Coliseo y otros monumentos, al sur de la urbe hay un jardín a pie de una muralla, un jardín en el que se siembran restos mortales, muchos de ellos extranjeros. Se trata del Cemeterio Acatolico, que guarda los restos de Percy Bysshe Shelley, Gregory Corso o un nieto de William Wordsworth; también, los del pintor John Severn y, enterrados unos años antes, aquellos que en vida cuidó aquel, los tejidos menguantes de Keats, vencido por la tisis. Antes del marasmo, este dedicó un soneto lleno de gracia al gato de la señora Reynolds, y otros felinos se pasean entre las tumbas y escoltan, quizá recordando reencarnaciones egipcias, la pirámide espigada de Cayo Cestio. Thomas Hardy compuso un conmovedor poema a este lugar y en recuerdo de sus ilustres moradores, de alma presente. Sobre la vegetación, sobre las margaritas adivinadas sobre él, cuando ya fuera un cadáver, escribió el propio Keats.
La vida de John Keats, tan breve, ha dado no pocas biografías. La primera, en cuya agua clara han bebido las siguientes, es Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton. El Poeta Laureado Andrew Motion le dedicó otra. Y en nuestra lengua Julio Cortázar armó una Imagen de John Keats en la que no faltaban numerosas traducciones de los poemas del máximo exponente, sobre Lord Byron incluso, de la segunda generación del Romanticismo inglés. Ahora, Ángel Silvelo Gabriel ha publicado una novela que viene a ser una suerte de ‘biopic’ de Keats, contada desde la primera persona; es decir, del mismísimo poeta. Y lo ha hecho manejando bien sus fuentes, empleando y adaptando párrafos de su protagonista. La forma del diario ha sido, por otra parte, una adecuada elección.
Hay que decir que Silvelo sale airoso de una prueba difícil. Yo solo le reprocharía la dependencia declarada y un punto excesiva de la película de Jane Campion Bright Star, que narra los pormenores de las postrimerías keatsianas. La prosa es elegante y cuidada al máximo y la empatía del autor con el poeta es perfecta. Por sus líneas creemos leer no al abulense de 1964 sino directamente el alma del londinense que dejó el mundo –y a este, una poesía delicadísima– en 1821.
Luis Cernuda escribió de Keats, además de otras páginas, el poema “A propósito de flores” de Desolación de la Quimera. Bien podrían sus versos ser en un futuro un paratexto en la contracubierta de esta novela publicada por la editorial de Lorenzo Silva: “Era un joven poeta, apenas conocido. / En su salida primera al mundo / Buscaba alivio a su dolencia / Cuando muere en Roma, entre sus manos una carta, / La última carta, que ni abrir ni siquiera quiso, / de su amor jamás gozado.” De esa angustia, de ese final trágico trata este hermoso libro de Ángel Silvelo.
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