Ítaca, territorio de conquistas imposibles perdidas en el devenir de los tiempos. Ítaca, objetivo y fin de una guerra que nunca reclamó Penélope para sí. Ella, que se alzó sobre las cenizas del deseo consumido en el tiempo y fue auxiliada por la palabra esperanza. Fidelidad de diosa. Tenacidad de mujer, madre y esposa. Conjeturas de una vida que reivindican una respuesta a su interminable espera. A su particular Caballo de Troya que, en una noche de insomnio, se abre paso entre las tinieblas que cubren el deseo y el quebranto que se derraman sobre su vida. Odiseo, Penélope. Joyce, Nora. Leopoldo… y al final del camino, ella: Molly Bloom, reveladora, omnipresente, sarcástica, tentadora, provocadora, insultante y siempre inquietante. A ese espíritu de heroína intemporal le da vida Magüi Mira, una Molly Bloom que se salta las páginas del Ulises de Joyce de las que procede, para poner en pie sobre el escenario todo en un compendio de riqueza expresiva y narrativa que desborda cualquier previsión anterior. Ella lo es todo, y lo ilumina y oscurece todo, también. Igual que una vela que se enfrenta a un viento huracanado, bandea, ajusta y orienta el devenir de una noche de insomnio. Una noche de revelaciones, confesiones y reproches que ponen en valor sus deseos carnales y artísticos, su vida conyugal y a sus amantes, y el deseo de ser ella misma por encima de todo. Texto rompedor, para la época que fue escrito (1922), y sobre todo provocador, por su capacidad de exponer una intimidad tan universal como es el deseo de una mujer que se siente libre y que no acepta las imposiciones sociales que le han tocado vivir. El tiempo pasa y todavía seguimos ahí —como nos dice la propia Magüi—, en esa posición inicial que se encuentra paralizada y que es paralizante, aunque la versión de Marta Torres y Magüi Mira sobre el texto de Joyce, que se ha representado en el Teatro Quique San Francisco de Madrid, sea más sexual y reveladora de los sueños íntimos que se dirimen en una cama que de otro tipo de rebelión de género, aunque también.
Molly Bloom se ajusta cuentas junto a una cama, que se alza sobre el escenario como símbolo de todo lo horizontal y lo vertical que tiene cada una de nuestras vidas y, que la propia Molly acaricia, se tumba sobre ella, la rodea o la empina como si fuera su amante. La cama y ese símbolo de la carnalidad que se enciende y apaga entre sus barrotes que, a modo de cárcel, también representan el yugo de la realidad y de una fidelidad en desuso. Infidelidades que marcan el ritmo de un monólogo hecho a la medida de Magüi Mira, de su saber estar sobre el escenario, su dicción, sus giros, sus gestos, sus pequeñas pausas y sus bailes frente al espectador que, en ningún momento, deja de prestar atención hacia aquello que ocurre en una noche apenas iluminada. En una noche de insomnio atribulada por el sarcasmo y el humor de una vida que en ningún momento deja de ser vivida. La serenidad y el aplomo de su interpretación nos permiten avanzar con paso firme por esa parte que muchas veces olvidamos que existe en nuestro día a día: la verdad. Cualidad enfundada hoy en día por la hipocresía; una losa que nos conduce hacia el más profundo de los desconocimientos, porque como dice Molly: «Yo siempre quise estudiar para saber cómo somos nosotras las mujeres. A mí me hubiera gustado tanto estudiar...». Un estudio que la llevase a empezar de nuevo. A esa conquista del mundo basada en el saber, y sin duda, aunque no lo diga, en la experiencia. Una experiencia que a ella le lleva a sus noches de insomnio, y a las revelaciones que ésta le provocan.
Ángel Silvelo Gabriel.
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