«Roma, 27 de febrero de 1821
Ya no existe; murió con la más
perfecta tranquilidad… parecía entrar en el sueño. El día 23, hacia las cuatro,
la cercanía de su muerte se manifestó. “Severn… yo… levántame… me estoy
muriendo… moriré fácilmente… no te asustes… sé firme… y da gracias a Dios
porque esto ha llegado…” Lo levanté en mis brazos. La flema parecía hervir en
su garganta, y fue en aumento hasta las once, en que él fue deslizándose
gradualmente hacia la muerte, tan silencioso que todavía creí que estaba
durmiendo. Me es imposible decir nada más ahora. Estoy deshecho por cuatro
noches en vela, sin dormir desde entonces, y mi pobre Keats muerto. Hace tres
días que abrieron su cuerpo; los pulmones faltaban por completo. Los médicos no
alcanzaban a imaginarse cómo pudo vivir estos dos meses. El lunes acompañé su
querido cuerpo a la tumba, junto con muchos ingleses. Todos se preocupan mucho
por mí; debo haber tenido un fuerte acceso de fiebre. Ahora estoy mejor, pero aun
totalmente impedido.
La
policía ha estado aquí. Los muebles, las paredes, el piso, todo debe ser
destruido y cambiado, pero el doctor Clark atiende a todo.
Con
mis propias manos puse las cartas en su ataúd.
Esta
sale con el primer correo. De lo contrario algunos de mis amables amigos
hubiesen escrito antes.»
Keats
no murió solo en Roma porque, además de la lealtad y compañía de Severn y el
auxilio espiritual de su poesía, también contó con la ayuda y los cuidados del
doctor James Clark, que lo trató con mimo y devoción, pues además de conocer su
historia era un devoto de la poesía, y él fue quien cumplió con una de las
últimas voluntades del poeta e hizo que su sepultura fuera cubierta de
margaritas, como una muestra más de su amor por la naturaleza y el esteticismo
que siempre tiene un valor moral. Ese yo lírico, presente en la Oda a un
ruiseñor, y que se eleva entre los árboles y compara la eternidad de la
naturaleza y la trascendencia de los ideales con la fugacidad del mundo físico,
le acompañó hasta el final. Esa fugacidad de la que Keats intenta alejarse,
contraponiéndole su ansia de eternidad, es un deseo que sin duda a día de hoy
podemos expresar que consiguió a través de sus poesías y sus cartas (de gran
valor literario), cumpliendo de esta forma parte de ese anhelo, y alejando de
sí la maldición que le persiguió a lo largo de su corta existencia. En este
sentido, las circunstancias personales que rodearon a su vida, y en concreto
los tres últimos meses de sufrimiento que abarcan este libro, hacen de su
relato un hecho heroico en sí mismo. Dicen los entendidos que nunca es en vano
el dolor del artista ante el proceso creador, pero en Keats, además, nos
enfrentamos al dolor físico que poco a poco apaga la vida del artista que, sin
fuerzas, lo deja todo en manos del destino. Aciago devenir, triste y miserable,
pues hasta las condiciones económicas que albergaron sus últimos días entre los
vivos fueron lamentables, pero que gracias a ese otro gran héroe llamado Joseph
Severn el corazón derrotado de Keats no conoció, pues su sola sospecha hubiese
sido suficiente para acelerar su amargo final.
Quizá,
después de todo, el alma del poeta haya encontrado en algún momento el
reconocimiento que tan esquivo se le mostró en vida, pues tal y como recoge
Julio Cortázar al final de su libro Imagen de John Keats: «Él había murmurado
un día: “Pienso que después de mi muerte estaré entre los poetas ingleses”.
Cincuenta años más tarde será Matthew Arnold quien confirme el alba: “Está.
Está con Shakespeare”», tal y como fue su deseo.
El
cuerpo de John Keats descansa en el cementerio protestante de Roma, detrás de
la pirámide de Cayo Cestio. Un lugar que Lord Houghton define así en su libro
Vida y cartas de John Keats: «...uno de los más hermosos lugares donde pueda
reposarse la mirada y el corazón de los hombres. Es un declive lleno de césped,
entre las ruinas de las murallas de Honorio correspondientes a la ciudad
reducida, y dominada por la tumba piramidal que Petrarca atribuyó a Remo, pero
que la verdad arqueológica ha adscrito al nombre más humilde de Cayo Cestio,
tribuno del pueblo, solo recordado por su sepulcro».
Pero
no queda ahí la nómina de ilustres que le dedicaron un póstumo reconocimiento,
ya que Shelley también lo hizo en el poemario Adonais: «Ve a Roma… a la vez el
Paraíso, / la tumba, la ciudad y el desierto; / donde sus ruinas como
destruidas montañas se alzan,…» e incluso describió la sensación que le
transmitió el camposanto: «el cementerio es un espacio abierto entre las
ruinas, y en invierno lo cubren violetas y margaritas que se mezclan con las
frescas hierbas. Es un lugar tan hermoso que lo hacen a uno enamorarse de la
muerte, al pensar que podría estar enterrado en sitio tan hermoso». Un deseo
que el poeta vio cumplido apenas un año más tarde cuando falleció víctima de un
naufragio, y que, según cuenta la leyenda, llevaba un libro de poemas de Keats
en el bolsillo. Ahora descansa al lado de Keats y de Severn, que tampoco pudo evitar
describir las sensaciones que le producía ese lugar, y así lo hace en una carta
que escribió a Mr. Haslam diez semanas después del óbito de Keats: «anduve por
allí hace pocos días, y vi que las margaritas la han cubierto ya enteramente.
Es uno de los lugares retirados más hermosos de Roma. No se encontraría un
sitio semejante en Inglaterra. Lo visito con una deliciosa melancolía que
alivia mi tristeza. Cuando me acuerdo del largo tiempo en que ni un solo día
estuvo Keats libre de agitación y tormento tanto del alma como del cuerpo, y
que ahora yace en reposo con las flores que tanto deseaba sobre él, sin otro
sonido en el aire que el de las esquilas de unas pocas ovejas y cabras, me
siento realmente agradecido de que esté aquí, y me acuerdo de cuán ardientemente
rogaba porque sus sufrimientos llegaran a su fin y pudiera alejarse de un mundo
donde ya ni un solo ápice de alivio quedaba para él».
Sin embargo, su deseo de pasar desapercibido incluso después de su muerte solo fue cumplido a medias por sus amigos, ya que tanto Joseph Severn como Charles Brown, en contra de su voluntad, pero con la firmeza que les daba la lealtad hacia un amigo, hicieron esculpir una lira griega con cuatro de sus ocho cuerdas, como símbolo del genio poético que la muerte truncó antes de haber llegado a su madurez. Debajo de ella, puede leerse la inscripción: «Esta tumba / contiene todo cuanto era mortal / de un / JOVEN POETA INGLÉS, / quien, / en su lecho de muerte, / en la amargura de su corazón, / a merced de sus enemigos, / quiso / que se grabaran en su lápida estas palabras: / Aquí yace Uno / cuyo Nombre estaba escrito en el Agua / 24 de febrero de 1821». A unos metros a la izquierda, en la tapia del cementerio, hay un medallón con su efigie y unos versos en los que se lee en acróstico su apellido. Tras estos singulares signos de su paso entre los vivos, tenemos la dicha de que aún nos quedan sus poemas, donde su voz se alza majestuosa entre los muertos, en un espacio de mirada interior donde no existe el tiempo ni el silencio.
Ángel Silvelo Gabriel.
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