Entre The Smiths y Lou Reed
cabe todo un universo. Un universo tan extenso como el que el grupo vasco McEnroe
desplegó ayer en el Teatro Nuevo Apolo de
Madrid. Ese ensimismamiento lírico de Ricardo Lezón que, tan bien adornado
está por la multiplicidad sonora de unos músicos capaces de crear grandes melodías
que sin embargo parece que nacen con miedo a ver la luz, pero que cuando cogen
la intensidad necesaria de los medios tiempos vuelan, y muy alto, por los
espacios que las acogen, fue la seña de identidad de un recital pleno de
emociones. El eco, la resonancia, la reverberación…, de las canciones del repertorio
de McEnroe
planearon ayer sobre el escenario de una forma casi mágica, y lo hicieron con
esa aparente parsimonia de un Ricardo Lezón al que sus fans le siguen
con un respeto casi religioso, y al que están dispuestos a perdonar hasta que
se le olviden los acordes de una canción. Hay algo ceremonial en esa puesta en
escena sencilla y desnuda, pues a lo que en realidad asistimos es a esa entrega
de almas que precisan sanar sus heridas, y el señor Lezón, sin duda, lo
consigue, pues lo hace subido a su guitarra y ensimismado en sus propias
composiciones retro-intimistas que va desgranando cual oraciones. De ahí, que
no sea de extrañar que en vez de enlazar una canción con otra para conseguir
ese clímax de excitación del que tanto precisa un concierto, McEnroe
lo obvie, y se limite a proyectar su música igual que si fuera un ofrecimiento
cuasi religioso en el que Ricardo Lezón necesita entrar en
trance antes de comenzar a tocar cada nueva canción. Ese éxtasis lírico o
profético, es el que esperan sus fans que, a cada toque envolvente de guitarra,
a cada nueva frase de cada canción, van sumergiéndose en esa especie de plácido
sueño al que el grupo vasco les invita.
Dispuestos a revisar una gran parte de
su discografía —las dos horas y quince minutos que duró el concierto dio para
ello— comenzaron su actuación con uno de sus primeros temas McEnroe, como el nombre del grupo y, partir
de ahí, fueron desgranando uno a uno muchos de su grandes hits: Los valientes, La cara noroeste, El Alce, La
Palma, Las mareas…, que fueron interpretando en dos partes, claramente
diferenciadas por la inclusión dentro de la banda de las colaboraciones, que
comenzaron con Abel Fernández en Tú
nunca morirás, Soledad Velez, o Ramiro Rodríguez en Rugen las flores. Si la primera parte de
la actuación fue más oscura y enroscada en la pulcritud acústica de unos McEnroe
poco dados al delirio y sí a la contención no verbal en su forma de ver y
reinterpretar la música, la segunda parte fue más dinámica, envolvente,
atmosférica y especial, con la ejecución de unas versiones de algunas de sus
canciones sencillamente magistrales, únicas y apoteósicas —por ejemplo, Vendaval— que hicieron vibrar
externamente, esta vez sí, a todos los asistentes que abarrotaron el Teatro Nuevo Apolo de Madrid.
El pretendido homenaje con el que McEnroe
quería dar las gracias a sus seguidores fue todo un éxito, bordeado por
esa necesidad de seguir siendo ellos mismos, alejados de las estridencias de un
mundillo musical siempre víctima de sus veloces alergias. Lo de ayer fue otra
cosa, justo lo contrario, pues asistimos sin grandes estridencias a un recital
que, también, sin duda, encontró su espacio idóneo donde refugiarse para
dibujar sobre el aire esas siluetas del amor y de la vida que nos resultan tan
imposibles de reinterpretar fuera de la letra de una canción, y ayer, hubo una
gran porción de ellas que nos hablaban de nosotros mismos, de nuestras miserias
y de nuestros sueños como sólo lo saben hacer los otros, aquellos a los que
demás elegimos como nuestros guías, pues ellos son los que nos posibilitan
llegar a ese horizonte en el que la vida es sueño, porque como muy bien nos
dijo Ricardo
Lezón ayer, en el que quizá fue sus único arranque de rabia: —cómo se
puede amar si no es con pasión». Esa pasión contenida que, él, tan bien
representa, no es sino una primera señal de ese abrupto universo de demonios y
pasiones ocultas que el cantante vasco maneja como nadie a la hora de darles
voz; una voz firme, poderosa y única que se adhiere a las grandes melodías de
un grupo que ayer creó un universo propio, justo el que va desde The
Smits a Lou Reed, por poner un ejemplo.
Ángel Silvelo Gabriel.
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