Ángel Silvelo Gabriel ·
Madrid
Cuando acabe el invierno
se habrán terminado el jolgorio y las risas. El eco del tiempo, pienso, es como
un pergamino repleto de letras, en el que las vistas, los pleitos y los
recursos que forman parte de la titularidad de mi vida, son el mayor accionista
de una empresa que siempre miró por el interés del cliente o el grado de
satisfacción de mis jefes. A pesar de todo, creí atravesar el umbral de la
gloria el día que me hicieron socio preferente del bufete. Sin embargo, a
partir de ese momento comenzó el ocaso de mi vida, porque me perdí en una
especie de laberinto sin salida. Me olvidé de todo, incluso de mí mismo, hasta
que el sabio paso del tiempo me hizo ser consciente de mi fracaso. Al hacer
testamento, sólo incluí ocho palabras en él: intenté ser un buen abogado, eso
es todo.
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