Atrapar la luz con la mirada y
modelarla en algo distinto a través de las sensaciones que esa luz produce en
nuestra mente. Dejarse llevar más allá de la simple experiencia para unir las
mil formas que el mundo adopta dentro de cada uno de nosotros. Jugar a ser como
émulos de Dios que tienen la capacidad de darle una nueva reinterpretación a la
realidad para acabar haciéndola suya. Así podríamos definir los múltiples reflejos
de la realidad que nos proponen Boudin y Monet. Maestro y
discípulo entregados a filtrar la intensidad de la luz y su contraste bajo los
parámetros de la experimentación y el cambio, porque si la transformación de la
realidad a través del arte tiene múltiples manifestaciones; una de ellas, sin
duda, fue la capacidad de aquellos pintores que a través de su fusión con la naturaleza
demostraron que era posible reinventarla y mostrarla de una forma diferente. La
intensidad de la luz y su contrate, de nuevo, juega aquí un papel fundamental.
La observación del mundo ya no parte del clásico academicismo, sino que deviene
en una experimentación que transforma lo visto en una amalgama de sensaciones
que rompen con la frialdad estética del realismo para mostrarnos la subjetividad
del arte por el arte, donde lo menos importante es la exacta recreación de
aquello que contemplamos. Y, con ello, damos paso a una nueva forma de pintura
basada en la expresión que se cobija bajo los reflejos de los rayos del sol.
Ahora que el hombre ha enviado una sonda hacia sol que se acercará a él como
nada ni nadie antes lo había hecho, Boudin como precursor de un impresionismo todavía demasiado atado a las formas clásicas y, Monet,
como el discípulo que fue capaz de romper con las barreras de todo aquello que
estaba instaurado, ya se acercaron a ese sol incandescente y perenne que
gobierna y delimita nuestras vidas. En este sentido, la exposición del Museo Thyssen de Madrid acierta al
mostrarnos a los dos pintores uno frente al otro, porque podemos apreciar con
total naturalidad sus particulares propuestas, y el camino que va desde la
potencia de la luz presente en la obra de Monet, que ejecuta sus cuadros
directamente en la naturaleza, y la oscuridad de un Boudin que refleja su
trabajo en el estudio sobre los apuntes tomados en la naturaleza. Algo que nos queda
muy claro, por ejemplo, en el caso de El
paisaje normando de Boudin y en La vista de los alrededores de Rouelles de Monet; o de una forma más
incisiva cuando ambos comparten la misma escena y casi idéntica perspectiva
como ocurre en El Sena de Ruán de Monet
y El Havre. Barco en alta mar de Boudin.
Perspectivas, estudios al aire
libre, acuarelas, pasteles y bosquejos a lápiz se van abriendo camino en una
exposición en la que, se nos queda impregnada en la retina, la fuerza compositiva
y la materialidad de las pinceladas de un Monet cada vez más sensitivo y
deformador de una realidad que le lleva a crear un mundo nuevo: el del impresionismo. Y en la que apreciamos la maestría compositiva y la
reinterpretación de la realidad más pegada a los movimientos pictóricos de un Boudin
que destaca, sin duda, en sus composiciones de escenas de playa y marinas y en los pasteles de los cielos y el reflejo del sol sobre éstos, y que se
acercan mucho más, por ejemplo, a sus escenas de la playa de Trouville
siguiendo lo que Baudelaire bautizó en 1846 como “el heroísmo de la vida moderna”,
una concepción rupturista del arte que el propio Boudin abandonó en 1870.
Luces, cielos, soles, playas y su
colorido y reinterpretación de la realidad que nos llevan a captar el instante
y su fuerza y de ese modo desplazarnos a un lugar distinto del que nos
encontramos, en un viaje pictórico a través de la intensidad de la luz y su contraste.
Ángel
Silvelo Gabriel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario