El hombre. El tiempo… El hombre atrapado en el tiempo. Agujero negro que se traga el horizonte. A la esperanza. A lo posible dentro de lo imposible… El tiempo. Abismo todopoderoso. Guardián de la moral y los afectos. Arma indestructible frente al hombre, como la peor de las guerras. O las pandemias. Espacio exento de mitos y cargado de muerte. Como dice Camus en La peste: «Pero ¿qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto». Esa futilidad de la muerte nos aboca a ella. A menospreciar el valor de la vida y a dejar pasar por alto aquello que le ocurre al otro. Fina capa la de la opacidad de la mente que solo piensa en sí misma. Estanque de miseria. Y estandarte de autoritarismos traidores. No hay más libertad moral y colectiva que la del hombre honesto que se sacrifica por los demás aún a costa de su felicidad y la de los suyos. Y ahí surge La peste, como un grito desesperado en mitad de la noche. Como «esa crónica que no puede ser el relato de la victoria definitiva. Y que no puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable».
¿Cuál es la esencia del ser humano? Tanto la soledad que le acompañan en su nacimiento como en su muerte son, quizá, sus dos manifestaciones más grandiosas o plausibles. Fuera de ellas, el hombre es esencia de ser humano solo cuando se enfrenta a la soledad. Impuesta o anhelada, da igual, porque en ella se le revelará esa realidad que nunca percibimos que existe: la vida a secas. Impreso como una letra al papel, el ser humano navega por las turbias aguas de la producción y el dinero a lo largo de su vida sin ser apenas consciente de ello, cual chalupa que va de un lado a otro empujada por la corriente. Ese constante movimiento le impide afianzarse en el detenimiento que exige la reflexión. El espacio donde se sumerge la soledad. La soledad del hombre frente a su destino. Y es, sin duda, en esas situaciones límites, donde, como nos dice Camus al final de La peste: «...algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.», porque es en esa dignidad impuesta por la tragedia a través de la que el hombre busca su liberación de aquello que le oprime. Una libertad moral sobre el mal que sea capaz de aprovisionarle del material suficiente para seguir viviendo. Como nos dice el Doctor Rieux, la decisión imperturbable de enfrentarse a la peste representa la sordidez de una esperanza basada en la sabiduría que esta cualidad ha dejado depositada en el alma del ser humano a lo largo de los siglos. Esa particular esencia del hombre sin la cual no seguiríamos vivos.
La peste, encrucijada del mal y la esperanza que deambula por espacios físicos, aquellos que tan bien describe y define Camus en esta novela y en toda su obra. Ese cielo convertido en cúpula que ampara a la vida y a la muerte. Ese viento que borra las huellas del deseo y el pasado. Ese mar que atenúa el dolor de la masacre. Y, en este caso, espacio donde sobresale Orán, ciudad dormida por la peste y la incertidumbre, por el miedo a la muerte y la deslealtad al prójimo. Escenario de lo peor y lo mejor del ser humano. Un ser humano condenado a la soledad y el aislamiento que es atacado una y otra vez por la falta de esa disciplina a la hora de romper nuestras costumbres. El hombre animal de costumbres, como dice el refrán, y al que Camus proporciona un hálito de esperanza. Y también de olvido, una vez superada la peste. El hombre y su perpetua condena. Condena pegada a su frágil memoria y al desarraigo frente a la perpetua repetición de esa peste dormida. Una peste que, en cualquier momento, puede volver a revivir y mandarnos la muerte en forma de pandemia. Una realidad que nunca percibimos que existe. Una realidad que aboca al hombre frente a su destino.
Ángel Silvelo Gabriel.
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