La fuerza del viento me lleva hacia ti, pero lo hace en cadencias cortas. A mi paso voy acariciando flores con un gesto apenas perceptible, porque no quiero romper el silente equilibrio de la naturaleza. Sigo buscándote, aunque en mi camino me entretengo meciendo las hojas de los árboles, y por un instante me convierto en el dios Céfiro, viento del oeste que trae las suaves brisas de primavera y de principios del verano. En este viaje siento que la naturaleza me pertenece y que a través de ella te encontraré a ti, como una mariposa se posa sobre la flor adecuada o como un pájaro deposita sus finas patas sobre la rama que sabe que le va a ayudar a cantar a la llegada del alba. Me siento ligero, y soy capaz de apreciar que mi alma no pesa, porque se asemeja demasiado a una liviana alevilla que vuela a merced de la brisa de las últimas tardes de primavera. Eso es lo que soy cuando te busco, una mariposa que transita entre jardines de flores silvestres que anhelan solo un breve contacto. Fanny, ¿dónde estás? Necesito llegar a ti y romper la cuerda que me tiene prisionero. ¿Cuándo volveremos a pasear por la campiña teñida de violetas? Solo cogerte de la mano, solo eso quiero, y jugar a buscarte entre las sombras que el sol proyecta sobre las sábanas tendidas que a mí siempre me parecen falsos agujeros. Soy aire… soy viento… y aún me siento capaz de apoderarme de tus deseos; ínfimo, pero aún me queda un instante, quizá el último, porque cuando mis pies dejan el suelo, siento como si ya estuviera muerto.
Fanny, cuando pierdo la esperanza ansío confesarme contigo,
pero, casi al instante, el nerviosismo del poeta que no es capaz de escribir
los versos que le atormentan dentro de su cabeza se apodera de mí, y me hace
caer en uno de mis procesos febriles más destructivos, y maldigo al tedio que
me hace pensar que nada ni nadie me vale ya, porque creo que no existe un alma
humana que sea capaz de aliviar mi desesperación y mi falta de esperanza. Y de
nuevo regreso a ti, Fanny, y pienso que solo tú me puedes curar... ¡qué ironía,
¿verdad?! Pero ahora ya nada me importa, porque el poder hipnótico de tu
recuerdo me hace sanar por un instante, y tu imagen me convierte en aire, y el
aire se transforma en viento, y gracias a esa fuerza sobrenatural me siento de
nuevo con fuerzas para atravesar paredes y saltar muros, recorrer sendas y
transitar caminos, vadear ríos y cruzar todos los mares de la tierra... Cuando
vuelo siento que puedo tocarte, pero mi deseo solo dura lo que un fugaz esbozo
de mi pluma, y mi dicha cae vencida cuando ese halo al que imploro como un fiel
devoto se desvanece. Entonces estiro la mano para llegar a tocarte, pero mis
dedos no encuentran nada y mi tacto se queda sin memoria, vagando en el olvido
de los que ya no tienen recuerdos. Lucho contra el designio de mis sueños con
las mismas fuerzas que contra la realidad de mi muerte. ¡Oh, Tom!, mi querido
Tom, cuánto te comprendo ahora y qué cerca permaneces de mí. No me dejes solo,
que ya me queda poco para estar a tu lado… Lucidez, apodérate de mí hasta el
final de mis días, y no dejes que mi memoria sea pasto del olvido antes de que
mi atormentado cuerpo sea la enésima víctima de mi enfermedad. Quiero estar
lúcido cuando me vaya y poder gritar tu nombre: ¡Fanny!
Mis deseos se conjuran contra la premura del tiempo. Quiero ir
despacio, pero las manecillas del reloj no me lo permiten. Preso de ese
delirio, ansío recordarte una vez más, solo una, bajo la tenue luz de la
estancia donde intenté enseñarte el arte de la poesía. «Los poemas solo se
entienden con los sentidos», te decía, mientras tú buscabas en mí esa fuerza
que te ayudara a traspasar la barrera de los sentidos. Sentidos cubiertos de
angustia cuando el médico me dijo que ya no podría besarte. Ahí comprendí que
el amor, con el paso de los días, se convertiría en deseo y este a su vez en
desesperación. La misma desesperación con la que tú llegaste hasta mí para
caminar sola entre estrofas y versos, rimas y sonetos. Ese fue tu consuelo, que
no el mío, pues trágicamente se convirtió en mi angustia. Angustia de verte y
no poder besarte. Angustia que ni tan siquiera en sueños mi imaginación vence.
En Roma, a pesar de todo, mi sufrimiento se hace más soportable
porque es menos lúcido que aquel impetuoso sentimiento que se apoderaba de mí
en Inglaterra, cuando ya no me dejaban verte, y aparte de ser prisionero de mi
enfermedad lo era de tu ausencia. Empecé a soñar una y otra vez con volver a
sellar tus labios con un beso: «yo besaré tu nombre y el mío donde estuvieron
tus labios. ¡Labios!, ¿por qué debiera el pobre prisionero que soy hablar de
esas cosas?». Aún recuerdo esas palabras que te escribí después
de uno de nuestros últimos encuentros. Verbo dulce que me reconforta, porque
para mí, ya no existe mayor placer que el saberme amado por ti, Fanny: «¡La
salud es el cielo que espero y tú eres la hurí...!»24. Tú eres mi mayor tesoro, el anhelo de mi última conquista, la
cima a la que aún me queda por llegar. El último verso… de mi último poema…
¿Cuándo comenzó todo? ¿Cuál fue el instante en el que el brillo de tus ojos me hizo sacarte del anonimato en mi vida?. Sí, seguro que hubo un momento en el que para mí fuiste como un poema compuesto de forma perfecta. Ahora que lo pienso, siempre recordaré aquel primer baile… Lo único que echo de menos de aquellas fiestas es la música, y a ti, Fanny que, como un barco sin timón, virabas alrededor de múltiples patrones en cada pieza de baile…
...Pero esto no es lo que en
verdad te quería contar, Fanny. Lo que necesitaba decirte era que todavía
recuerdo cómo tu hermano vino a buscarme para transmitirme la petición que tú
le habías hecho de querer hablar conmigo. Aquella noche, las primeras palabras
que salieron de tu boca fueron: «algo bello es un goce perpetuo». Ese primer
verso de Endymion era lo único que te
gustaba del poema. «Deseaba que me encantase», me dijiste. Y luego añadiste:
«no se me da bien la poesía». A lo que yo solo te contesté: «aún conservo la
fe». «Fe y resultado no son lo mismo, una cosa no crea necesariamente la otra»,
me aclaraste intentando darme un poco de consuelo. Sin embargo, yo solo retuve
tu primera y más sincera confesión, y me di cuenta de que aún no llegabas a
comprender que «los poemas solo se entienden con los sentidos y que la
experiencia está más allá de la meta». Y
yo, casi sin quererlo, te lo esbocé con la metáfora del lago, intentando
atraerte hacia mí como un cabo firme lo hace a su embarcación: «cuando uno se
zambulle en un lago, no es para nadar hasta la orilla de inmediato, sino para
mojarse, para deleitarse con la sensación del agua. No hace falta entender el
lago, la experiencia está más allá del pensamiento. La poesía calma,
envalentona el alma y acepta el misterio».
Esas escasas palabras glosaron mi enseñanza, pero fueron suficientes para hacerte entender que te estaba invitando a que vinieras conmigo a refugiarte en un cobertizo desprovisto de puertas y ventanas, donde únicamente existían las alas de la poesía. «¿Hay algo más épico que el amor?», pensé casi al instante. Pero en ese momento ni tú ni yo sabíamos que nuestros caminos se cruzarían para siempre. Ni tan siquiera tu admiración hacia el ingenio y los modernos, a los que yo simplemente odiaba, fue suficiente para separarnos, porque, ahora que lo pienso, más allá de nuestros sentimientos las armas que se levantaban en nuestra contra eran como una frontera que de una forma tácita derribábamos ante la cercanía de nuestro amor. El amor, como la poesía, lo reservábamos para la intimidad, pues ese era nuestro último refugio. Las apariencias parecían importarnos demasiado, al menos al principio, y eso a mí me dejaba frío. Pero enseguida, tú me dijiste: «adoro el misterio».
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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