El día que me siento bien, una fuerza interior tira de mí, y se resiste a no salir de las cuatro paredes que nos acogen. Esos días se me antoja andar hasta donde mi salud me deje. Ya en la calle, Severn y yo nos entretenemos en esquivar los adoquines mal colocados y los restos de sangre y excrementos que el ganado va dejando a su paso por Piazza di Spagna. Nos miramos, pero en vez de preocuparme, me echo a reír con las escasas fuerzas que me quedan, mientras, a nuestro alrededor, escuchamos el murmullo indolente de los romanos que, como siempre, son una fuente viva repleta de buenas sensaciones, y por eso, no hacen caso a dos ingleses que van cogidos del brazo por las calles de la ciudad de Roma. Día a día va haciendo más frío, pero yo apenas siento el descenso de las temperaturas. Le echo la culpa a la fiebre que por las tardes me acoge en su seno para tambalearme como si fuera la melodía de una nana húmeda repleta de estribillos que me hacen temblar. Entonces sangre y fiebre viajan a través de mi cuerpo, aunque ahora lo hagan en mi pensamiento que no en mi imaginación, porque caigo en la cuenta de que nuestro paseo acabará en los salones del Caffé Greco y que, una vez más, aunque no se lo diga a Severn, con un gesto le pediré que no nos sentemos en el salón de las sillas de terciopelo rojo, porque ante mí se comportan como una irónica premonición, y mi estado de ánimo ya no está para esquivar obstáculos premonitorios como estos, aunque solo se trate de símbolos y no de certezas que, para los demás, no tienen ningún significado, pero que para mí, ahora, son el más fiel testigo que el destino me pone en mi camino. Ese rojo imperio es tan intenso que parece advertirme de cuál es mi destino, lejos de veredas y acantilados, bosques y ensenadas, árboles y pájaros. Por eso, una vez que atravesamos la puerta de entrada, le digo a Severn que avancemos por los salones del Caffé hasta que lleguemos a alguno que sea neutro para mí; uno donde no nos haga compañía nadie más que los semblantes de otros que ya no están y a los que yo no conozco y que, por tanto, no me atormentan. También le sugiero que nos acomodemos lo más lejos posible de espejos y miradas. ¿Cuánto habré cambiado?
«Cuando siento el temor de dejar de
existir
antes de que mi pluma espigue mi
fecundo cerebro,
antes de que pilas de libros en sus
caracteres
guarden, como ricos graneros, el grano
ya maduro;
cuando observo en el rostro estrellado
de la noche
vastos símbolos nublados de un sublime
romance,
y siento que quizá no viva para
rastrear
sus sombras, con la mágica mano del
destino;
y cuando siento, hermosa criatura de
un momento,
que jamás disfrutaré del idílico poder
del amor instintivo…»
La escasa luz del salón donde nos encontramos me ayuda a recuperarme un poco de todo aquello que acabo de pensar. Las sombras que proyectan los candelabros son mis aliadas a la hora de pasar desapercibido en este nuevo mundo en el que he ingresado. «Mundo de sombras y tinieblas, mundo tenue y apacible», pienso. Y me encuentro tan a gusto, que no me importaría que mi nave acabara varando en un lugar como este, donde la sensación del paso del tiempo no existe, y donde ni tan siquiera es necesario esperar a la muerte, porque aquí no hay que alimentar el valor para vencerla. Prisionero de mi hedonismo me lanzo al otro lado de lago, como si fuera un explorador que va en busca de la felicidad eterna, pero justo cuando estoy dispuesto a partir veo a Severn, y pienso que no le puedo dejar aquí, solo. «Amigo, me digo, nunca te abandonaré, ni tan siquiera cuando mi lucha contra lo imposible me deje sin fuerzas. Hablemos, entonces, antes de que las palabras se conviertan en meros recuerdos». «Hablemos, Severn», me repito sin pronunciar una sola palabra. «Me da igual, de lo que sea, con tal de que le sirva de distracción a mis caóticos deseos». Sin embargo, la primera frase que sale de mi boca es: «¿qué es la vida?», mientras mi mirada perdida se aleja de su rostro con la esperanza de que sus palabras solo sean eso, palabras que no me creen imágenes que más tarde me persigan como una pesadilla en mis sueños.
«Comparo la vida humana a una gran casa de muchas moradas, de las cuales solo puedo describir dos, ya que las puertas de las restantes todavía están cerradas ante mí. La primera adonde entramos la llamaremos cámara infantil o sin pensamiento, en la cual permaneceremos mientras no pensamos. Estamos allí largo tiempo y, aunque las puertas de la cámara segunda están abiertas, mostrando su apariencia brillante, no nos interesa apresurarnos a entrar en ella. Mas a la larga nos sentimos imperceptiblemente impelidos, al despertar en nosotros el principio del pensamiento, y apenas entramos en esa cámara segunda, que llamaré cámara del pensamiento virginal, nos embriagamos con las luces y la atmósfera, sin ver otra cosa que agradables maravillas, y pensamos en quedarnos allí para siempre en medio de los deleites.»
No he tenido el suficiente valor de decírselo a Severn mientras disertábamos acerca de la vida y sus moradas, pero hoy he soñado que abandonaba esa morada repleta de luz. Iba deprisa hacia la otra puerta que solamente estaba entreabierta. La he empujado, pero al abrirse, he cerrado los ojos. Cuando los he abierto, solo he visto una cámara oscura llena de silencio. He sentido tanto miedo que, en vez de avanzar, me he quedado quieto, esperando…
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.
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