La vida surge del caos. De la conjunción de sentimientos como la inseguridad, el miedo y la desazón que provoca la rutina. Y, también, de esa búsqueda de la que se nutre la necesidad de vivir más allá de nuestra propia, y muchas veces, aburrida existencia. De esa nueva necesidad que no podemos controlar, nacen el amor, el azar y sus consecuencias. Woody Allen lo sabe y no desdeña esfuerzos en perseguir aquello que conoce y practica: la atracción hacia lo indeseable o políticamente incorrecto. Víctima de una sociedad puritana, hipócrita y narcisista, el director norteamericano sigue sus postulados de siempre al pie de la letra y, en la que dicen que será su última película, vuelve a mostrarnos esa sensación de que somos víctimas del destino. Destino cruel y vengativo que nos demuestra que sólo somos marionetas en pos de los hilos que manejan otros. De ahí, que Golpe de suerte sea una película sin principios morales, y sí de caprichosas turbulencias que somos incapaces de predecir por lo inesperado de las mismas y lo ocultas que se encuentran dentro de nuestro ser. De ese retrato robot surge una comedia, entre romántica y negra, presidida por la luz de un Vittorio Storaro en estado de gracia, que nos regala una luz protagonizada por la magia de una amplia gama de matices cromáticos que van desde los ocres y verdes exteriores, a los interiores, un tanto apagados y que le sirven para contraponer el brillo de la mirada y la sonrisa de su protagonista, una Lou de Laáge, a la que Allen persigue sin denuedo mediante sus clásicos primeros planos con los que nos la acerca y magnifican hasta convertirla en una defensora de la inmadurez y la bondad, sin por ello salir perjudicada en su retrato y actuación. Aquí, el director vuelve a recrearse con esos movimientos de cámara —tipo 360 grados— con los que nos ofrece el anverso y el reverso de algunas escenas, como si quisiera advertirnos de la diferencia entre lo que es real y lo que no, pues de nuevo en la acción que ha creado el director, es la realidad la que se nutre de la ficción de una forma prolongada e inteligente. Un rasgo, la inteligencia, que Allen destila con un finísimo aura de ironía y sarcasmo que nos hace reír en varios momentos a lo largo del film.
Golpe de suerte es un feliz reencuentro con las mejores dosis artísticas de un director que, a sus 87 años, no renuncia a seguir divirtiéndose como un niño que sitúa su mirada sobre la perversa y caprichosa sociedad en la que vive, donde la clase alta, una vez más, sale retratada bajo la lupa de sus propias estupideces, y donde el dinero no es sinónimo de felicidad y mucho menos de libertad. El contrapunto bohemio y literario que representa Niels Schneider en su personaje de Alain nos habla de ello, de la tumultuosa potencia que los sentimientos tienen en sí mismos, sobre todo, cuando éstos surgen con la naturalidad del verdadero amor, y donde de nuevo, el destino o el truculento azar, se hace dueño de ellos. Y si a todo esto le añadimos unas gotitas de jazz en su banda sonora, ya tendremos completado y aderezado el caprichoso universo onírico de un Woody Allen que se niega a ser aquello que los demás le demandan. De esta forma, su rebeldía es la de un niño grande que todavía cree en el amor, el azar y sus consecuencias.
Ángel Silvelo Gabriel.
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