CERRADO POR VACACIONES:
¿Qué hago a las nueve de la mañana embutida en unas pantuflas con cara de conejo? Admito que siempre soñé con una habitación propia, como Virginia Woolf, pero mi sueño se ha convertido en un macabro espejismo, donde la realidad se impone sin ambages a lo que yo siempre visualicé como una especie de territorio íntimo bajo el que cobijarme. A veces creo que todo es producto de mi imaginación, como si mi alma de niña nunca se cansara de renunciar a poseer aquello que ella sabe mejor que nadie que me hace feliz. El problema es que ya no soy una niña a la que todo el mundo hace caso e intenta proteger y conceder sus caprichos, sino una mujer que no admite que sus sueños de la infancia hayan sido desdibujados por el paso del tiempo y la lucha por hacerse un hueco en el infortunado mundo de los hombres. Antes de ponerme a trabajar, necesito crear, aunque sólo sea mentalmente, ese lugar que sólo a mí me pertenece, ese espacio interior desde el que engendrar un universo único, el mío… Abro los ojos, e intento evitar el espejo de mi habitación para no verme, pero a pesar de todo, no puedo esquivar el poderoso reflejo que mi cerebro me devuelve ¿En qué se ha quedado todo? Me miro y no me reconozco, voy vestida con un chándal asqueroso y un calcetín de cada color. Estoy sin peinar y por supuesto sin maquillar, es decir, con un aspecto deplorable. Desde hace unos días, este es el viaje mental que me lleva hasta mi ordenador, que se comporta como la antesala de todas mis desdichas y el soporte de mi desencanto. La oda a mi otra vida, entonces se pierde en el vericueto de cables y conexiones que me mantienen enchufada a mi vida real, esa que comienza una vez que mi marido y mis dos hijos se han ido de casa, y que prosigue, cuando mi jornada de teletrabajo se convierte en una irónica contradicción de la conquista de un poco tiempo para mí misma. En este espacio de frías soledades y de grandes conquistas laborales, todo en apariencia parece pertenecerme, pero mi yo más real y pragmático, me dice que en este corto espacio de tiempo de apenas cuatro meses, ya no queda ni rastro de todas aquellas ilusiones que tuve el día que decidí trabajar en casa. Menos mal, que en mi auxilio acude mi otro yo, ese que todavía me recuerda la mujer que siempre quise ser, y que me pide que me resista a dejar de ser yo misma, y que me siga comportando como la heroína de todas mis aventuras existenciales. Pero al final siempre me pregunto: ¿dónde está mi habitación propia? Vuelvo a la carga, y por más que me digo a mí misma que soy una mujer independiente, licenciada, que ejerce una profesión liberal, y… pero ahí se acaba todo, en un mero juego de intenciones mentales de metas olvidadas en el tiempo y de logros arrinconados en cajas que descansan en el fondo de un armario. Ahora, únicamente puedo decir muy a mi pesar, que desde hace cuatro meses, sólo tengo una certeza: estoy aprisionada por dos pesadas agendas, la de mi jefe y la de mi familia. Enciendo el ordenador, y mientras arranca el sistema operativo, me acerco a la cocina a prepararme un café que caliento en el microondas, y en el tiempo muerto que me deja antes de que pite avisándome que ya está listo, me acerco a la habitación de mi hijo mayor para comprobar el estado en el que la ha dejado. Nada más abrir la ventana para ventilar su particular leonera, el timbre del microondas me avisa que ya tengo listo el primer café de la mañana. Ignoro el desastre que me rodea y me marcho con diligencia a saborear el líquido elemento que me espera en la cocina, un ritual que para mí se convierte en uno de los pocos placeres de los que podré disfrutar a lo largo de la mañana. Pienso en encender la radio para escuchar las noticias, pero cambio de opinión con el primer sorbo de cafeína que me meto para el cuerpo, lo que me hace sentir bien y a gusto conmigo misma. Cierro los ojos, y durante unos segundos, navego por el océano de mis sueños…
Fragmento del relato "Cerrado por Vacaciones" de Ángel Silvelo Gabriel
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