Una persona, un rostro, la quietud y el silencio de un estudio de fotografía o la inmediatez de la calle, le bastaron a Hoppé para convertirse en el testigo mudo y visual de toda una época; esa en la que Europa sale del letargo final del siglo XIX para poco a poco adentrarse en el inicio de una nueva sociedad, donde los estamentos sociales se resquebrajaron para producir un mundo nuevo, distinto y convulso, aunque entre guerra y guerra se produjese el fenómeno de los alegres años veinte. En esa pasarela viva que transcurre delante de sus ojos, es la que Hoppé se apresuró a retratar como una imagen fija que va más allá de la mera mirada, pues con esmero y meticulosidad, fue capaz de cruzar la frontera que separa a los ojos de sus retratos, de la mirada íntima de sus personajes, dotándoles de una aureola, misterio y grandeza que sólo él supo extraer de cada una de sus instantáneas, para convertirlas no en meras fotografías, sino en magníficos documentos gráficos de toda una época, donde el paso del tiempo nos confirmó que todavía todo estaba por hacer.
En contraposición con su estudio, Londres fue el teatro de los sueños que Hoppé recorrió con su cámara escondida bajo una bolsa de papel para retratar a esos personajes anónimos recogidos en la exposición el epígrafe de Tipos londinenses en donde esta vez, el artista recurre a la inmediatez y a la naturalidad en sus instantáneas como meros suspiros de las vidas que pasan delante de su objetivo. Aquí la fuerza de la imagen se diluye en aras de la investigación social acerca de un sinfín de rostros y oficios: taxistas, carteros, empleados de circo, chicas leyendo en un autobús, son flashes que por sí mismos reproducen ese caleidoscopio mágico y cosmopolita que milagrosamente se reproduce pacíficamente en la gran ciudad de Londres, punto de encuentro de todas las razas y clases sociales. Y es en esa línea del horizonte reconvertida en una ínfima línea vertical que todo lo aglutina, es donde se dan cita sus inquietudes y sus personajes.
Pero no sólo de rostros anónimos se compone la estupenda exposición fotográfica de Hoppé, sino que en ella también asistimos a la semblanza de lo más granado de aquellos años, en una serie de fotografías que van desde la realeza pasando por escritores, artistas en general, científicos y poetas, hasta los bailarines más insignes de la época, donde Hoppé se detiene en el estudio del cuerpo y su fuerza expresiva para mostrarnos en toda su amplitud la evanescencia del movimiento bajo la nostálgica pátina de fondos blancos que se difuminan con los cuerpos y sus vestimentas.
Aunque quizá el mayor contrapunto entre todas estas magníficas instantáneas, lo observemos en la serie titulada Las bellas, donde Hoppé se detiene en la expresividad y naturalidad del rostro y el cuerpo femenino, que va desde el halo angelical de la futura Reina madre, pasando por la fuerza expresiva del retrato de su hija Tilly Losch hasta esa dejadez casi romántica de los cuerpos desnudos que retrata, donde la sensualidad es más prototípica que erótica, dejando entrever la dulce inocencia de una época que todavía no ha despertado del todo, y que él trata de romper al darle el mismo protagonismo a la mujer en sí misma, ya sea ésta blanca o negra, rica o pobre; despojándola de todo prejuicio racial o de clase, y buscando únicamente la belleza de una mirada, una expresión o un movimiento. Lo que nos lleva a decir sin temor a equivocarnos, que las fotografías de Hoppé son la foto fija más íntima de una época.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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