Nada se nos antoja más difícil que volver a empezar de cero. Borrar toda nuestra mente de valores y prejuicios, de recuerdos y certezas, de alegrías y tristezas… y avanzar rompiendo con el pasado. Ese es el punto de unión entre el profesor Lazhar y sus jóvenes alumnos, crearse una nueva vida despojada de los temores con los que el pasado los acecha. El gran triunfo de esta película es cómo se aborda tan difícil tarea, porque bajo la tenue luz del intimismo, asistimos al incierto desarrollo en las vidas de unos personajes que luchan contra el ostracismo de los sentimientos. Esa batalla que se plantean en su día a día, sale magníficamente retrata en esta película plagada de sonoros silencios y de épicos discursos, tanto dentro como fuera de las aulas. No hay nada más loable que esa sensación de dignidad ante de la derrota, con la que la sociedad nos castiga casi a diario. Para ello, nada mejor que romper el mil pedazos la pulcritud del silencio y de los asépticos buenos modales, porque detrás de esa barrera está la vida de verdad, donde se dan la mano el amor y el miedo, la necesidad de amar y la de no ser rechazado.
El profesor Lazhar utiliza una única arma en su magisterio, la educación a secas. Para él, el aula es una lugar de encuentro, de sentimientos, de debate, en definitiva, de vida; pero no de una vida cualquiera, sino de una existencia cargada de valores universales y de sentimientos comunes al ser humano, que confluyen como el único instrumento válido a la hora de vencer a esa sensación de derrota que persigue a las aulas de los países occidentales, donde sólo se enseña y no se educa. Esa higiénica pulcritud de datos y teoremas, bajo el prisma de una aparente y balsámica neutralidad, deja fuera a todo aquello que de verdad importa, porque a nadie le interesan ya los sentimientos como el cauce natural que nos sirva, por ejemplo, para enfrentarnos con la muerte de un ser querido, o a la necesidad de mostrar nuestros sentimientos en público, o a aceptar al distinto como tal, o simplemente a decir sí a un abrazo o a una caricia.
Ese parece ser el gran mensaje de esta película, en la que asistimos atónitos a las proclamas de la directora del colegio recordándoles a los profesores del centro, la necesaria y eficaz ausencia de contacto corporal con sus alumnos, donde todos aparecen afectados por la mayor de las plagas posibles, la incomunicación. Sólo enseñar, no educar, como le recuerdan unos padres de lo más integristas al profesor Lazhar. Esa higiénica y balsámica neutralidad, es la culpable de la ausencia de sentimientos contra la que los alumnos y el profesor se rebelan en los diminutos e infinitos confines de su aula, convirtiéndola apenas sin darse cuenta, en un espontáneo lugar de encuentro.
El suicidio de una profesora en el aula en el que da clase, el trauma que dicha muerte supone para las mentes de unos niños de doce años, y la llegada de un nuevo profesor, es el núcleo argumental sobre el transita la película del director Phillippe Falardeau, con la oscura, triste y fría Montreal de fondo. En principio, este planteamiento no parece distinto al del resto de filmes que abordan la actual problemática en las aulas, pero este indicio inicial, no nos puede llevar a engaño. Si salvamos las escasas licencias que el guión se toma a la hora de plantearnos la trama (como pasar por alto el pedirle al nuevo profesor la presentación del título oficial de maestro para dar clase), no encontramos sino aciertos en esta forma intimista guiada bajo el sentido común y la cordura de los sentimientos. El profesor Lazhar (Mohamed Fellag) nos dibuja un perfecto personaje que huyendo de sí mismo se encuentra con unos jóvenes alumnos con los que compartir pérdida y búsqueda a la vez; y lo hace con una contención de sentimientos y gestos admirable. Pero no está sólo el bueno de Lazhar a la hora de llevar el peso de este relato de discursos interiores, porque si bien es cierto que el grupo de alumnos está muy bien compensado e interpretado por todos, debemos sobresaltar a la joven Alice L’Ecuyer (Sophie Nélisse), porque sus gestos y su mirada son capaces de encogernos el corazón, para de una vez por todas, perder el miedo al silencio que día a día y minuto a minuto se apodera de nuestras vidas.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel
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