Nadie como Fitzgerald ha descrito esa fina frontera que separa el éxito del fracaso. Él emplea el término “grieta” como un estado mental que se apodera de uno sin darse cuenta. Esa sensación que te atrapa como una jaula infinita, y que uno desconoce que existe hasta que un día te despiertas sobresaltado al comprobar que ya no eres quien creías ser, ni sientes lo que deberías sentir, y ni siquiera te ves capacitado para seguir viviendo, porque necesitas estar fuera del mundo aunque éste no te deje marchar. Este crack-up íntimo y personal se desplaza por el tiempo y por tu vida sin compasión para decirte que ya nunca serás quien soñaste que ibas a ser, y de paso recordarte todo aquello que nunca debiste hacer. Caes y caes, pero en la caída no te rompes definitivamente como tú quisieras, porque sólo te agrietas y ahí permaneces suspendido entre la nada y el todo, en un lugar donde ni la poesía que un día descubriste te puede salvar, y te limitas a esperar que llegue el final; un final demasiado prematuro, pero que al fin y al cabo es tuyo y de nadie más, y que se postula como la última expresión esencial de ti mismo. Luego… luego sólo queda la nada.
Sólo por volver a recuperar los relatos que llevan por título La quiebra y Unir una cosa con otra, ya merece la pena leer y poseer la excelente edición que Zut ediciones ha hecho de la mano de Yolanda Morató, de estos denominados como ensayos autobiográficos del gran F. Scott Fitzgerald. A veces las palabras sobran, pero en este caso, son el máximo exponente de lo que uno quiere decir, y para ello nada mejor que emplear las palabras con las el propio autor cierra el segundo de los relatos anteriormente mencionados: “(veo por el reloj que ha pasado el tiempo y apenas ha llegado a mi tesis. Tengo algunas dudas sobre si esto es de interés general, pero si alguien quiere más, queda muchísimo, y el director de la revista se lo dirá. Si ha tenido suficiente, dígalo… pero no demasiado alto, porque tengo la sensación de que alguien, no estoy seguro de quién, está profundamente dormido… alguien que podría haberme ayudado a mantener mi negocio en marcha. No fue Lenin, ni tampoco Dios)”.
El sueño dorado, como forma de entender la vida, siempre marcha paralelo a nuestra existencia, hasta que de pronto un buen día nos despertamos y nos damos cuenta que todas las luces están apagadas. Ese es el idílico y fatídico trayecto que recorre Fitzgerald en esta magnífica recopilación pensada y creada a conciencia, y que él protagonizó como nadie. Baste citar el relato Mi ciudad perdida (una extraordinaria composición literaria) para darnos cuenta de lo bien interiorizado que él tenía una época y una forma de vida; en él, Nueva York y la mirada que el propio Fitzgerald lanza sobre la ciudad, son una magnífica recreación de los sentimientos y los sueños de la generación que salió a la vida después de la Primera Gran Guerra; y lo hizo con ganas de juerga y diversión, y una necesidad de vivir de otra forma a como lo hicieron sus padres. Ese brillo está perfectamente plasmado en los primeros relatos de esta recopilación, donde el autor nos narra su preocupación acerca de cómo debe ganarse la vida entre novela y novela, que con el paso del tiempo, lejos de convertirse en un desagüe por donde se ha desperdiciado su talento, se está erigiendo en un más que clarividente ejemplo de la grandes dotes de escritor y observador que Fitzgerald tenía, lo que le convierten sin miedo a equivocarnos, en uno de los genios de la literatura del siglo XX, del que desafortunadamente no tenemos la producción literaria que nos hubiese gustado atesorar, lo que también acrecienta su categoría como mito. Mito o no, a veces las carreras literarias son breves, pero intensas, como en el caso de este genial escritor norteamericano.
París, Roma, Nueva York, el Jazz, Hemingway, Gertrude Stein… todos están dentro de la producción de este soñador del Medio Oeste que un día quiso ser jugador de fútbol (americano) y que por culpa de una afección pulmonar (que años más tarde se descubrió que era tuberculosis) tuvo que dejar la presidencia del Triangle Club de su querida Princeton. Si su obra tiene la poderosa magnificencia de poder atravesar el transcurso del tiempo para permanecer en él, es porque consiguió dibujar en una cuartilla en blanco el viento que recorre el alma en los anocheceres de verano, justo en ese preciso instante donde todo está a punto de ocurrir; y es en ese juego de los deseos sin cumplir, donde su pulso no falla, pues es capaz de hacernos revivir esos días donde cada uno de nosotros fuimos felices, aunque sólo lo fuéramos una única vez, pero al fin y al cabo era la nuestra.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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