Dejadme solo ante la vida y no
esperéis que sacrifique mi alma delante de vuestras interrogantes miradas. Ya
no salen lágrimas de mis ojos con las que bañar con desdén mi alma, porque el
transcurrir de los días lo ha querido así. La vida es para vivirla
intensamente, bien es cierto, aunque a mí se me olvidó vivirla sin lastres,
despojándola de los temores que nos acechan cuando cae la noche. Noche perversa
y malcriada que con nada se conforma y que todo lo quiere como una amante
insaciable. ¿Dónde vivo cuando transito fuera de mí, sino en un afluente de la
noche, en el que la pasión yace a la espera de que llegue su hora? Aquí quiero
descansar para siempre, en los límites donde la poesía no necesita de más
metáforas que la propia experiencia. Romántico a la fuerza, por más que mi
figura sea una sombra que solo proyecta el semblante de la decadencia
consciente. Para que quiero más, si solo la eterna juventud, acompañada del
amor, y de las más bajas pasiones, han sido el anhelo de toda mi vida. La
eternidad del instante en el que se dibuja la finitud de la felicidad que se marcha
lejos, muy lejos, con cada una de nuestras pulsiones. Arriba o abajo, a derecha
o a izquierda, solo somos el dibujo de la más triste de las nadas; nadas inconscientes
que se disipan al amanecer para siempre. Quisiera vivir una vida apuñalada por
los más intensos instantes, el resto nada importa, y menos cuando ya apenas nos
queda tiempo, ni siquiera para recordar la belleza de las retiradas a casa bajo
el rocío de la mañana. Vida inversa la de la pasión y el trabajo que, sin embargo,
se tocan cada nuevo día. Allí donde acaba la nostalgia de los deseos comienza
la realidad de las cargas y las obligaciones. ¿Cuándo terminaré por
acostumbrarme a las lamentaciones de las pasiones?, quizá cuando sea capaz de
encontrar ese lugar del bosque donde solo se cobijan los cachorros de la noche.
Este podría ser uno de los
monólogos que, en la película, en forma de versos (los del propio Gil de
Biedma), nos iluminan esa especie de oscuridad y tinieblas en las que se
desarrolló la vida del poeta catalán con profundas raíces castellanas. Es en
esa soledad de la noche, donde Jaime Gil de Biedma explora la vida,
y donde también, es consciente que LA VIDA IBA EN SERIO, a pesar de que él nos
diga que lo empezó a comprender tarde, demasiado tarde, cabría añadir, porque El
cónsul de Sodoma es un biopic que, al tratar de ser ambicioso tanto el
metraje (ciento veinte minutos) como en el alcance de la vida del poeta, peca
en ocasiones de demasiado naif, sobre todo, en la parte final del film, donde
parece que la proximidad a la época actual sea menos interesante o retratable
por la cercanía de la vida de los personajes y los acontecimientos. Aunque por
encima de ese matiz, hay que resaltar la valentía de Monleón a la hora de
retratar esa doble vida del poeta impregnada de luces y sombras, aciertos y
contradicciones, a los que añade esos tics, altamente recomendables, de sus
poemas que, como transiciones de ánimo y de vida, son memorables, y donde quizá
una vez vistos los documentales sobre Gil de Biedma y habiendo escuchado
su potente voz, se nos haga un tanto extraño oír la voz más suave de Jordi
Mollá que, sin embargo, a medida que avanza la película, eso sí, se
apodera del personaje ya sin fisuras, y no nos podemos imaginar a otro Gil
de Biedma que no sea él, con esa mirada de ojos azules perdida en el
infinito de la nada, a lo que sin duda ayuda la banda sonora y el acierto en la
elección de los diálogos y los retazos de la vida del poeta que, en la mayoría
de las ocasiones, están muy bien traídos, a pesar de su sutilidad, pues
aquellos que conozcan un poco los acontecimientos biográficos de Jaime, sabrán
apreciar e interpretar la importancia de esas elecciones.
Jaime Gil de Biedma, como
él mismo dijo, quizá fue el último de los románticos, pues desde siempre
afrontó su vida con el riesgo de aquel que es prisionero de las más grandes de
las temeridades, esa que busca a cada instante apoderarse de la esencia de la
vida, como si cada minuto de la misma fuese el último de su existencia, sin
importarle lo que le deparase el nuevo día. En esa temeridad consciente fue
donde se sumergió para vivir el amor, entender y componer la poesía, y en definitiva,
su vida.
Ángel Silvelo Gabriel.
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