La
ciudad eterna tiene innumerables refugios donde pararse a contemplar su
omnipresente belleza, porque, al igual que una gran actriz, es capaz de mojarnos
los recuerdos tanto con los chorros de agua de sus múltiples fuentes, como con
la luz del atardecer que en forma de una lluvia dorada se posa sobre sus tejados
anaranjados; una bruma que, si nos paramos a observarla con detenimiento,
desprende una gran multitud de destellos capaces de transformar nuestra
percepción del arte y del tiempo. Y así, podríamos continuar hasta el infinito,
porque infinitos son también los grandes y pequeños rincones de una ciudad
tocada por la varita mágica de la infinita hermosura. Pero en Roma, también
existe otra opción para contemplar la belleza, más allá del halago puramente
estético, y esa es la de disfrutar del silencio y su melancolía, como solo dos
amantes pueden hacer sin perderse en los vericuetos del tiempo. En este caso,
Roma también se alza como la excusa perfecta para unir arte y literatura,
verdad y belleza... No hace falta más que alejarse un poco del bullicio que
reina en el Coliseo y sus alrededores para llegar a Campo Cestio; un lugar
presidido por una pirámide evocadora de otras culturas, y que es el mejor
símbolo de la magnitud del paso del tiempo. «Todo es efímero menos yo misma»,
parece decirnos, pero también, a poco que nos fijemos, recaeremos en cuál es el
verdadero fin último de su ubicación. Campo Cestio, a día de hoy, es un lugar
de peregrinación literaria en la ciudad eterna. Todos aquellos amantes de la
lectura que, tratan de unir arte y literatura, llegan hasta el cementerio protestante
de la ciudad de Roma para cumplir con la liturgia de visitar la tumba del poeta
romántico John Keats, y de esa manera, cerrar el círculo de su historia. Cada
vez más, los visitantes acuden sin reparo a ese lugar sagrado que se esconde
bajo la sombra de pinos y cipreses, naranjos y palmeras; y que, junto al
interés puramente literario, cobija un mágico silencio que el tráfico que le
rodea no es capaz de perturbar. Una sensación tan placentera que nos lleva a
expresar que: a escasos metros de sus murallas se encuentra el mundo, pero
dentro de ellas, se halla la eternidad. De ahí, que uno solo será testigo de la
magnitud que día a día va tomando la figura del poeta, si visita el cementerio
y su tumba, presidida por una lira a la que le faltan cuatro cuerdas, como
símbolo de su fugaz paso por la vida. Ese es el lugar perfecto al que nos
invita a acudir la lectura de Los últimos pasos de John Keats de Ángel
Silvelo (Editorial Playa de Ákaba, 2014), pues no cabe un mayor
homenaje a la figura del poeta inglés, que bendecirle con el poder del recuerdo
y la reivindicación de su obra, la parte más inmortal de su alma.
Desde
esa atalaya, donde la poesía, solo en apariencia, es un arma no dañina, el
autor de la novela se plantea crear un universo propio a través de las imágenes
que le han sido transmitidas por otros. De ahí, que esta novela haya nacido
desde la imagen que más tarde se convierte en palabra; palabra lírica, apegada
al ritmo de las cadencias cortas, la contemplación y el silencio, pues ¿qué hay
más doloroso para un poeta que el silencio? Un silencio que en Los
últimos pasos de John Keats tiene un sentido más amplio, pues más allá
del último hálito de vida, el silencio en esta ocasión, también representa, por
un lado, la voluntad de dejar de sufrir y la libertad definitiva del alma pero,
por otro, es un singular signo del paso del poeta entre los vivos, pues tras
él, nos quedan sus poemas, donde su voz se alza majestuosa entre los muertos,
en un «espacio de mirada interior» donde no existe el tiempo ni el silencio.
Ángel Silvelo Gabriel
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