Parapetarnos en el otro lado, y mirarnos
a la cara. Romper el espejo para ver cómo han quedado nuestras cenizas, y a
pesar de todo, ser conscientes de lo efímero de nuestra existencia. Semidioses
del ahora enmascarados con la luz de una triste luciérnaga en mitad de la noche
oscura. ¡Qué difícil es adivinar el designio de nuestras vidas si no nos atrevemos a romper la cálida inmediatez
de una caricia! En ese espacio donde la creación y la fe pugnan por adueñarse
del abismo es donde Enrique Clarós sitúa su poemario, Creo en la noche, en el
que devoramos uno a uno sus versos teñidos con lo que la propio autor define
como reflexión esencialista, que no
es otra cosa que la capacidad y la angustia vital que necesita del calor de las
estrellas y de la opacidad de la noche para indagar, no en las preguntas, sino
en las respuestas. Quien suscribe, en su día dijo que no entendía la literatura
como mero entretenimiento, de ahí, que celebre con gran alegría esta forma de
crear y creer en la noche, pues ve, lee y siente la poesía como una forma de
pensamiento que va más allá de la mera anécdota, para con ello, trasgredir el
límite de lo real y transitar por la frontera de la existencia sin tiempo, pues
Enrique
Clarós, de una forma muy acertada, nos alude a esa posibilidad de
transformación en materia del hombre. Ser humano hecho pensamiento, luz, aroma,
recuerdo, caricia. Todo ellos repetidos hasta la extenuación, y hasta el punto,
de clamar ante la fugacidad de la noche: ¡que somos libres e infinitos como un
verso! La espontaneidad y la trascendencia de un verso; la belleza y la hondura
de un poema; la universalidad y el significado último de un poemario. Sí, la
poesía como una forma de pensamiento y de eso otro que tan bien expresa su
autor en la presentación de este poemario: “Y
de esta forma explora las fronteras de lo inerte, del vacío, del no-tiempo, de
la no-existencia, y traza un espacio mágico en el que los objetos adquieren
vida propia y trascendente”. Esa posibilidad de parapetarnos en el otro
lado, ese lugar luminoso y oscuro desde el que poder mirar el mundo, y desde el
que ser capaces de detenernos en nuestra propia vida. Ese trágico juego de
contrarios que es enfrentar al tiempo con el no-tiempo, lo vivo con lo inerte,
o la existencia con el vacío, nos hace creer en esa especie de inmortalidad a
la que solo se puede llegar a través de la palabra.
Después de todo, Creo en la noche tiene dos
claras acepciones a las que asirse según más nos convenga. Creo en la noche como experiencia de fe mientras estamos sumergidos
en el terreno de los sueños; ese donde las ilusiones se hacen realidad aunque
nunca se materialicen, pero también, como espacio de vigilia y reflexión, de
búsqueda detectivesca de las huellas de la verdad silenciosa; esa que se va
apoderando de nuestras vidas sin nosotros saberlo. Y también de memoria, de
todos y de todo, como una enciclopedia donde todo cabe, desde el amor hasta la
muerte. Sin embargo, Creo en la noche
también es una mesa de trabajo donde apoyar nuestras conjeturas, en esta
ocasión, plasmadas en forma de versos en lo que poder reencontrarnos con todos aquellos
que celebramos haber conocido a lo largo del tiempo: Paul Bowles, J.L. Borge, Gabo,
R.M. Rilke, F. Pessoa…, pero también como lugar de encuentro con los
más allegados: con ella, con él, contigo, conmigo, y así sucesivamente.
Creo en la noche
es un estruendoso compendio estético y existencial de lo que verdaderamente
importa; una herramienta perfecta en la que apoyarnos para combatir tanto a
nuestros miedos como a nuestros deseos más ocultos. Y qué mejor forma de
hacerlo que bajo el designio del silencio de la noche, quizá la mejor metáfora
que define los contornos de nuestra existencia.
Ángel Silvelo Gabriel
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