Si algo nos queda claro después
de asistir a diferentes salas (independientes y oficiales) y propuestas, es que
el teatro ya no es solo el acto de declinación de un texto sobre un escenario.
El teatro en España, en estos momentos, se ha ido apoderando, junto con el
devenir de los tiempos (donde la tecnología es la gran posibilitadora de este
avance), de esa otra opción que es conceptuar el teatro como un espectáculo
total, en el que las luces, los efectos especiales, el atrezzo, y la música son
tan portentosas como el propio texto. Estos elementos, que podríamos considerar
como el aparte del gran esqueleto teatral, se convierten, sin embargo, en una
parte importante de este universo, por su gran capacidad como creadores de grandes
atmósferas; atmósferas donde los sueños de hacen posibles y donde los dramas
son tan reales como la vida misma. Atravesar esa fina línea que, a veces, separa
realidad y ficción es posible sobre las tablas de un teatro, entre otras muchas
cosas, gracias a esos mágicos artilugios de los que se ha apoderado el teatro.
En este sentido, muchos de los directores de teatro del panorama nacional se
han dado cuenta de ello, y a pesar de considerar arriesgadas sus propuestas, hacen
suyo este avance dentro de la escena española, dotando a sus montajes de
grandes aciertos.
Dentro del amplio número de
producciones que se han puesto en escena en nuestro país, vamos a resaltar solo
algunas de ellas, y con ello, incidir en que continúe esa mala salud de hierro
del teatro en España, pues poco a poco, va desplazando a las propuestas
cinematográficas con montajes mucho más interesantes que los fílmicos, lo que
convierte a nuestro país, y en concreto Madrid, en uno de esos destinos principales
a la hora de disfrutar de este bello y noble arte del teatro.
He aquí, un breve resumen de lo
visto y vivido en el año 2015.
Cuando deje de llover, de Andrew Bovell: la melancolía como catarsis
ante el paso del tiempo
La posibilidad de construir un
futuro mejor en el que poder habitar y convivir, con la que Andrew
Bovell nos concede un poco de consuelo, es la única posibilidad que le
queda a esa melancolía capaz de romper las barreras del tiempo para intentar
tejer, con los restos del naufragio que le quedan, algo del amor de antaño. No
obstante, tan loable sentimiento es poco menos que imposible, si nos atenemos a
esta epopeya —de representación sublime— de la derrota del ser humano. Sin la
intensidad de los dramaturgos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX,
pero con la precisión de los mejores cuentistas de todos los tiempos, Bovell,
cual artesano relojero nos va desgranando pieza a pieza, palabra a palabra,
frase a frase, el poder de las grandes historias capaces de convencer y
conmover. Algo que se palpa en el ambiente durante la representación y que
tiene su punto álgido al final de la misma, donde un público entregado y
todavía atónito por lo que acaba de ver, oír y sentir —en pie— se rinde y lo
manifiesta con una prolongada ovación de varios minutos. Cuando deje de llover es
la posibilidad y la necesidad de reencontrarse con el arte total, pues es el
reflejo de la vida con mayúsculas, de las proezas y miserias de un ser humano
condenado a equivocarse generación tras generación, pues la esencia del hombre
está programada para caerse y después volverse a levantar. En ese continuo
devenir de bajadas y subidas, subidas y bajadas, construimos un mundo cada vez
más marchito de un hálito de esperanza. La entereza y maestría con la que lo
hace y lo consigue Bovell, es sencillamente magistral. Este texto, sin duda,
quedará ahí para siempre, entre los grandes textos dramáticos escritos en
cualquier instante del espacio- tiempo teatral. Aparte, quedará la bondad y
generosidad del autor para con los espectadores, con esos giros simbólicos en
el lenguaje, y las metafóricas repeticiones que se cuelan en la memoria del
espectador como el mejor de los cinceles lo hace sobre las piedras cuando graba
nombres y fechas, epitafios y sentencias.
La bella de Amherst (Emily Dickinson), bajo la dirección de Juan Pastor:
la pasión por la palabra de un alma encendida
El viento que sopla las hojas de
un árbol sin que nadie se lo exija, es como ese diapasón de nuestro día a día
que transforma lo sencillo en virtuoso o sublime. Ambos, sonidos y objetos que
devienen en ideas, adornan el escenario del Teatro Guindalera,
convirtiéndole de ese modo en una especie de altar: místico, único,
entrañable..., donde una fantástica y portentosa María Pastor da vida a la
gran poeta norteamericana Emily Dickinson y a sus fantasmas.
Los objetos que la protagonista va poniendo en pie a medida que avanza la obra,
no son sino otro acertado guiño a la idea de reconstrucción tan presente en la
representación de esta versión de La bella de Amherst, porque esa
forma de levantar objetos, simbolizan la necesaria cadencia narrativa a la hora
de reinventar una vida desde las cenizas de sus recuerdos, lo que unido a la
omnipresente verbalización de sus poemas, nos hacen sumergirnos en un universo
propio, tan inquietante como bello. Esa fue una de las metas de Dickinson
que, al igual que John Keats, se apoyó en la naturaleza y su belleza para
intentar dar respuesta a la visión que cada uno tuvo de la esencia de la vida,
y por ende, del ser humano. Un diálogo que llevó a la poeta a esa última
necesidad de ver y vivir el mundo desde el más profundo de los aislamientos —el
de su casa—, como la muestra más palpable de la renuncia al mundo exterior que
busca reinterpretarse a través del yo poético más íntimo, tras el que subyace
el convencimiento, por parte de la poeta, de las limitaciones a las que los
demás la sometían. La huida de esa gran cárcel universal, Emily Dickinson, la
resuelve mediante la creación de su propia celda en la que poder liberarse de
esa ciega incomprensión que la rodeaba. Ella lo hizo a través de sus poemas, y
con ellos, puso de manifiesto el anonimato al que fue sometida por la sociedad
en la que le tocó vivir, a lo que hay que añadir la no menos necesaria
redención de su silencio gracias a la labor un familiar o amigo, en este caso,
de su hermana pequeña Lavinia. De esa forma, los poemas de
Emily
Dickinson formaron parte de las huellas del silencio mientras ella
vivió, pero a día de hoy, son uno de los máximos exponentes de la lírica
norteamericana. Una renuncia, la de su obra, a la que sí se enfrentó, Walt
Whitman, con notable éxito. En este sentido, cabría preguntarse:
¿cuáles son los parámetros mediante los que nos deberíamos plantear los
conceptos de libertad, para que de una vez por todas pudiéramos arrancarnos de
nuestra memoria el estigma de la travesía solitaria de Jane Eyre por los
angostos páramos ingleses o el simbolismo de la loca del ático?
La mirada de Eros, bajo la dirección de Irina Kouberskaya, en el Teatro
Tribueñe de Madrid: el éxtasis de la fantasía
El destino, marcado por el azar o
la casualidad, se abalanza sobre nuestras vidas de una forma tan caprichosa
como irracional, tan onírica como lírica. Expresiones, todas ellas, que definen
la verdadera impostura de nuestra existencia. Un simple movimiento de una carta
y hubiésemos sido otros; un simple gesto del destino y nuestro nombre y nuestra
filiación serían distintos, como distinto podría ser el color de nuestra piel.
En este sentido, el lenguaje gestual que emplea al inicio de la obra Iván
Oriola es muy significativo, como significativa es también la
introducción que la propia Irina Kouberskaya hace a la
adaptación del cuento de Vladimir Nabokov, Cuento de hadas, pues con ella, nos
manda uno de esos mensajes universales que solo poseen las grandes obras de
arte: lo efímero y caprichoso de nuestra existencia. En un mundo mecanizado, en
el que la tecnología nos delinea y nos sistematiza la vida, la directora rusa,
cual reina consorte de la otra vida, nos advierte de lo equivocados que son
esos postulados: oscuros y ponzoñosos como solo lo pueden ser la barbarie y la
destrucción, cabría añadir. Todo es un sueño, nos dice Irina, un sueño que nos
lleva hasta el éxtasis de la fantasía; una fantasía que se adorna de la música
de películas antiguas e imágenes que se cuelan en el escenario en una especie
de NODO testimonial del ser humano. Envoltorio mágico el que persigue a las obras
de la Sala Tribueñe, y que le
proporcionan ese plus de arte total, pues ese arte dentro del arte, es el mejor
testigo de las múltiples posibilidades del teatro en la actualidad. Montajes
arriesgados que, sin embargo, siempre convencen, pues apabullan a nuestro
subconsciente de imágenes que nos obligan a volver a ellas una y otra vez de
una forma irreflexiva. No obstante, ese es solo el papel con el que está
envuelto el armazón de esta obra, genial por momentos, irónica y sarcástica en
otros, y que pone de manifiesto la gran capacidad creadora e imaginativa de una
Irina
Kouberskaya poseída por la mágica fuerza de los sueños. En este
sentido, el universo onírico y poético que la directora rusa es capaz de
plasmar a la hora de imaginar una obra, en este caso, alcanza cotas altas, muy
altas, pues esta vez en su afán de divertirse y soltar los cabos de sus
anteriores montajes dramáticos nos envuelve como solo lo hacen las hadas en un
delirante y mágico espectáculo de magia, entendida esta como un teatro del mundo
donde la vida, el amor y la fantasía se convierten en la fuerza que mueven a un
universo único, por lo esencial que resulta, y necesario, por la autenticidad
con la que se nos revela. Es verdad, Erwin
es de esos personajes que se quedan dentro de uno para ayudarle a entender la
vida de otra manera.
Bertolt Brecht, Madre coraje: un grito silenciado por la oscuridad
de la noche
¿Qué hay más funesto que entregar
a tus seres queridos a la barbarie de la guerra? La codicia por el dinero, la
necesidad de la traición, el instinto de supervivencia…, todos juntos, cual
grito silenciado por la oscuridad de la noche, pues este es un grito que a nadie
espanta, como en períodos de paz lo son los alegatos de la guerra. Un grito del
silencio en el que los lobos acuden al calor y la luz de la hoguera donde se
concita el reparto del botín. Tesoros sin brillantes, victorias sin desfiles ni
gloria, pero botín al fin al cabo, pues la recompensa se cuenta, moneda tras
moneda, muerto tras muerto, como muy bien nos recuerdan en este viaje a las
tinieblas: «la corrupción es nuestra última oportunidad», posibilidad infame la
que escudriña el hombre en las encrucijadas de la noche. Sin embargo, Madre coraje no se queda ahí, porque Brecht
nos acecha con su carga de toma de conciencia y de coraje cuando nos recuerda
que: «ninguna causa está perdida si queda un insensato dispuesto a luchar por
ella». Insensatos hay muchos, quizá, más que causas, y el dramaturgo alemán lo
sabe muy bien cuando nos muestra su particular despiece del ser humano. A un
lado, los sentimientos más puros (como el amor a los hijos, la lucha por la
libertad y la justicia), y al otro, el lado oscuro de esa misma especie (la
traición, la codicia, la sinrazón). Y esa es la lucha que, en un ring cargado
de simbolismo, nos presenta Bertolt Brecht, para intentar
ahuyentarnos de los malos espíritus de las consecuencias de la sinrazón.
Guerras hay muchas y, sin duda, la peor de todas ellas es la que asola a
nuestro propio cuerpo y se instala en nuestra propia conciencia acompañada de
los peores demonios, pues estos, antes o después, doblegarán a nuestros más
puros instintos en su lucha por poseer aquello que día a día se nos muestra, y
que, nosotros siempre caprichosos, queremos tocar con nuestras propias manos.
Querer lo que se ve no es malo en sí, lo que es pernicioso es poseerlo sin
medida y sin respetar las reglas del juego. Como nos recuerdo Brecht:
«no dejaré que hablen mal de la guerra./ Dicen que destruye a los débiles,/
pero esos revientan también en la paz./ Lo único que pasa es que la guerra
alimenta mejor a sus hijos».
Ángel Silvelo Gabriel.
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