Atrapar el tiempo y volver a
vivirlo desde el futuro. Reescribir las directrices de una vida que nunca es
como la pensamos, igual que ese balcón al que ya nadie se asoma y en el que
buscamos denodadamente algo que nos lleve de nuevo a él en un viaje hacia el
eco del pasado. Un eco que, sin embargo, se ha perdido en la estepa del
silencio. Allá donde nunca más regresará. El infinito, a veces, adopta la forma
de vacío; un vacío sin colores ni ruidos ni sentimientos, pues todos ellos
yacen en una fosa distinta, paralela y de la que no existen ni mapas ni
coordenadas: «Esa persona apareció/ y con la tierra que tomó para cubrir la
zanja/ abrió otra zanja,/ si cabe más profunda» . Mensajes en una botella que estoy
acabando se asemeja a ese último trago de la noche que no sacia nuestra
sed, pero nos hace creer todavía que, de alguna forma, seguimos vivos. La
virtud de las palabras aquí se convierte en fe de un testamento vital estrujado
por la soledad de aquel que no escucha su voz en la profundidad del bosque. Andrés
Ortiz Tafur, tildado como el nuevo Thoreau de las letras españolas por Sergio
del Molino, dibuja en este, su primer poemario, una suerte de caminos
que buscan una respuesta desde las grietas del pasado, para de ese modo,
encontrar un nuevo horizonte a todas las preguntas. Preguntas que adoptan la
forma, en ocasiones, de poemas narrativos siempre punzantes, como la forma de
la bala que preside la salida de la botella de la portada: puntiaguda, pero sin
pistola. El escritor jienense sigue buscando, como ya hiciera en sus tres
libros de relatos anteriores, un punto de cordura en un universo inspirado en
la vasta locura de aquel que no se conforma con lo que tiene o experimenta, de
ahí que dedique su vida a la eterna búsqueda. Explorador de esos territorios
que ahora encuentran su razón de ser en la Sierra de Segura, deambula entre
arroyos y árboles, montañas y monte al encuentro de un yo que da vueltas alrededor del viento que le acoge en cada salida;
unas salidas que cada día se enfrentan a ese infinito que ni la vista alcanza. De
tal modo lo hace que, la majestuosidad de esa naturaleza, le atrapa en sus
letras y le obliga a seguir buscando caminos y, surcar con sus poemas, en este
caso, los límites de la razón pura de una locura que sólo es capaz de mover la
ruleta de la pasión que tiene parada y fonda en las entrañas del corazón. Este
conjunto de poemas son una travesía a corazón abierto por una vida sin
posibilidad de transfusión. Ortiz Tafur se ha dado cuenta de que
la derrota también es cosa de valientes que saben esperar su oportunidad, como
las moscas de su Colecciono moscas:
«¿Te das cuenta? Esos insectos guardan en sus pequeñas panzas el futuro que tú
rompiste...»
Mensajes en una botella que estoy
acabando es una composición lírica sobre la necesidad del saber qué
ocurrió acerca de nuestra vida, sobre el amor y su pérdida, la agonía del día a
día y la percepción de que las cosas que ya ocurrieron no pueden cambiar y,
ante las que uno mismo, sólo puede adoptar la postura de aceptarlas. Los sueños
de la niñez descansan apolillados sobre el pasado y la nube del futuro se nos
presenta incierta: «La muerte solo necesita una verdad/ para que parezca
mentira» En este poliedro de las grietas echas poesía también aparecen Carver,
Saramago o Keith Richards, porque la necesidad del eco también precisa
de música y ritmo; músicas y ritmos cortantes y fríos: «Las canciones que dicen
lo que yo no sé decir/ las escriben cantantes que no saben quién soy»
Trovadores anónimos de la pérdida y el fracaso que también necesitan del soneto
que los haga rasgarse la camisa para palparse el corazón. En este viaje hacia
el eco del pasado hay cierto tipo de deseos que se presentan y desaparecen casi
al mismo tiempo, tal y como le ocurre a la chica de El viaje cuando quiere regresar a ese mundo repleto de cambrones
florecidos, porque la brisa del paso del tiempo lo borra todo, o casi todo. La
esperanza, entonces, es un mero recuerdo teñido de ilusiones ficticias, igual
que si estuviéramos viendo la película de otro. El yo, en ese momento, descansa y observa, pues es incapaz de cambiar
nada; y es incapaz de cambiar nada porque ahora sólo le queda observar y
admitir: «Esa jodida cumbre/ que te permite divisar/ el camino que has hecho/ y
el porvenir./ La fatiga en el estómago,/ en la garganta,/ en la boca./ Los ojos
en lágrimas. Si no están/ ¿Para qué?/ Si ya no…/ ¿Para qué?»
Andrés Ortiz Tafur nos
plantea en Mensajes en una botella que estoy acabando la necesidad de
seguir adelante, igual que debería haber hecho su personaje de Botellas vacías con su Lambretta camino
de Granada, para de ese modo, no tener que confrontar el pasado…, y no sufrir. Jugarnos
toda la vida a una carta: la del futuro, la de la libertad y el descubrimiento
de un nuevo día sin fin, porque si no, corremos el riego de regresar al punto
de partida: «Mi infancia es un sábado por la mañana,/ en un Renault 8,/ camino
de Úbeda;/ y el resto de mi vida,/ un balcón, de la calle Trinidad,/ al que ya no
se asoma nadie», en un interminable viaje hacia el eco del pasado.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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