La historia del pensamiento se
caracteriza, entre otros muchos planteamientos, por la dicotomía entre razón y
fe. Desde que el mundo es mundo al ser humano siempre le ha asaltado la
necesidad de saber si existe algo más allá de la vida. Por ejemplo, la religión
católica da respuesta a este enigma a través de la muerte de Jesucristo y su
posterior resurrección en una magnífica metáfora acerca de la esperanza, esa
última llama con la que todos intentamos alimentar nuestras vidas. Sin embargo,
la razón nos dirá que nada nos asiste tras nuestra muerte, pues tan sólo nos
acogerá la oscuridad y el silencio. Anton Arriola en El
caso Newton —la segunda y última entrega de su serie de novela negra
protagonizada por el ex cura Asier Azurmendi—, nos plantea éste y
otros enigmas —siempre cercanos a la filosofía— a través del físico Isaac
Newton y el humanista Erasmo de Rotterdam, para entre
ambos, acercarnos a ese dilema —siempre tan presente— entre razonabilidad y
locura, quizá, porque como nos dice el propio autor en la novela: «los modelos
de verdad han cambiado y la forma de transmitirlos también», de tal forma lo
han hecho que Arriola nos recuerda en un pasaje de la novela que:
¿por qué ensalzar la necedad sobre la razón? ¿nihilismo radical?» Este abismo
que se abre sobre el ser humano a la
hora de llevar a cabo sus metas o aspiraciones sin tener en cuenta más
que su propio objetivo obviando el de los demás —incluso a sus vidas—, también
nos lo plantea Albert Camus en su pieza de teatro, Los justos,
cuando los protagonistas de la obra planean un atentado contra un alto
dignatario ruso y se tienen que enfrentar con el inesperado problema moral de
que su acción ponga en riesgo la vida de unos niños. Aquí, como tantas otras
veces en la obra de Camus, la contraposición entre idealismo y
razón nos lleva a plantearnos que el nihilismo por sí solo se pierde en las
encrucijadas de la fe —ya sean éstas religiosas o políticas—. En este sentido, Anton
Arriola dota a su trama y a sus personajes de ese tono reivindicativo a
través del que pone en tela de juicio los valores más arraigados de la sociedad
occidental. Véanse: la religión y la posibilidad de que exista un más allá, la
existencia de la verdad o el amor, y de que en un mundo de tinieblas como en el
que nos desenvolvemos hallemos alguna certeza, quizá por ello, Arriola
nos habla en varias ocasiones de ese veneno de la culpa que no nos deja
perdonar: «Vivíamos en una sociedad regida por la comparación de lo que uno
tiene con lo que tienen los demás, y en ese esquema era inevitable la aparición
de un ejército de frustrados y resentidos.» Y es ahí donde aparece el bueno de Ander
Azurmendi para intentar proyectarnos algo de luz entre tanto caos. Y lo
hace de una forma ordenada, posibilitando con esa actitud que la trama avance
por sí sola, con suavidad, calma y sosiego —a pesar de las múltiples escenas o
secuencias de acción y violencia con las que cuenta—, pues siempre hay un momento
para las buenas descripciones geográficas y atmosféricas de Bilbao y su entorno
que nos llevan a una perfecta identificación de los estados de ánimo del
protagonista y del escenario elegido para el desarrollo de la novela; y cómo
no, para las reflexiones filosóficas.
El caso Newton es
una amalgama de relaciones que se contraponen y complementan hasta configurar
un cuadro pleno de claroscuros —tal y como es la vida— donde la verdad se
enfrenta a la mentira, la ciencia al ser humano, o Azurmendi a su amada Ane.
En este caso, él representa la duda y la posibilidad de interrogarnos sobre
todo lo que ocurre a nuestro alrededor, así como aquello que vivimos. En esta
segunda entrega, sin duda, nos sentimos más cercanos al ex cura, pues Arriola
le dota de una humanidad a prueba de bombas y, no sólo eso, porque es un
derroche de contradicciones —que le hacen representar a un hombre de carne y
hueso desprovisto de sotana— a las que el protagonista va dando respuesta según
avanza la trama de la novela, tal y como haría cualquier persona, lo que le
hace más humano y cercano y, de paso, logramos derribar la barrera del cura
uniformado hasta llegar a adentranos debajo de su piel. Tanto que, el amor y el
sexo, y sus consecuencias, están muy presentes a lo largo de todo El caso
Newton. Ambas, como manifestaciones de esa otra parte en la que todavía
se halla emplazada la esperanza, en una nueva pincelada de eso que el autor
llama: «la evolución de la configuración del ser humano», una mezcla entre la
realidad y el absurdo —aquí de nuevo nos anclamos en Camus—, la
necesidad de ser libre y también feliz, como metas de un proceso en el que
primero hemos pasado por la angustia hasta llegar a ese equilibrado punto de
encuentro.
Anton Arriola nos
proyecta en El caso Newton un ensamblaje de tramas y subtramas
muy bien planteadas y resueltas y, que a su vez, le sirven para llamarnos la
atención sobre esta nueva sociedad que estamos creando. La sociedad de la
posverdad la llaman algunos; una sociedad donde ya nada es lo que parece. El
autor durangatarra no duda para ello en bucear en la religión y sus
contradicciones, o en adjudicar al mundo académico unas características muy
alejadas de su naturaleza del saber. Realidad y ficción, razón y fe en una
continua pugna en una sociedad que cada vez más se halla anclada en una especie
de reality show sin reglas ni cortapisas. No obstante, tal vez no sea
todo tan negro y aún exista alguna razón para la esperanza —la de la
resurrección, por ejemplo—, o como dicen los personajes de Camus
en Los justos: «Yo creía que era fácil matar, que bastaba la idea, y el
valor… ¡Pero llegaré hasta el fin! ¡Más lejos que el odio!». «¿Más lejos que el
odio? No hay nada». «Está el amor».
Ángel
Silvelo Gabriel.
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