Mi perro me lleva a la carrera. Está especialmente contumaz y tira de mí hasta que llegamos a la estación de Delicias. Me obliga a entrar en el vestíbulo. Se para y observa. Si la policía lo viera, no dudaría en incluirlo en su nómina. No sé por qué me ha traído hasta aquí, pero mi olfato de leguleyo me dice que algo va a ocurrir y empiezo a establecer la estrategia de nuestra defensa. De pronto, comienza a andar detrás de un señor con chaqueta azul, al que identifico sin dificultad. Le sigue, pero no le ladra. Espera a que abandone el vestíbulo, sabedor de nuestro exiguo éxito si el altercado se produce en un espacio público. Su arbitraje fue nefasto y él no se lo perdona. No me cuesta identificarme con su nuevo forofismo, y por eso, cuando se abalanza sobre él pidiéndole explicaciones, sólo pienso en la cara del juez cuando sepa la verdadera razón de la querella. En el fondo me siento aliviado, porque sólo le enseñé a leer la página de deportes de el Heraldo de Aragón.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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