La relación entre literatura y el cine es muy extensa, y también, sus aciertos y desatinos a la hora de adaptar una novela a la gran pantalla. A nadie se le escapa tampoco, que una película no ha de ser fiel a la novela que adapta hasta convertirla en una fotocopia filmada de la misma, sino que se debe comportar como cualquier otra película, donde se nos relate una buena historia que seduzca, conmueva y deje al espectador con esa incertidumbre necesaria de las experiencias vitales enriquecedoras, a la salida del cine. Sin embargo, nada de todo eso ocurre en la versión que Tran Anh Hung ha filmado de Tokio Blues. En primer lugar, porque se salta de una forma premeditada el intenso e inmeso flashback en el que Murakami nos da una clase magistral de cómo iniciar una novela y cómo dejarnos sin aliento en su primeras páginas, donde se cuenta todo, pero con la necesidad de saber cómo y por qué, y en este caso, el director vietmanita afincado en Francia rompe ese enigma para, según él, dotar al film de una idea frescura y de presente (algo que no logra). En segundo lugar porque la nostalgia poética de los personajes de Murakami, no se encuentra en los personajes de la película por ninguna parte, porque ese ensimismamiento casi enfremizo de la primera juventud, se sustenta en el silencio y en los primeros planos casi enfermizos de los protagonistas (desgraciadamente ausentes de expresividad en muchos momentos), pero no, en la sucesión de imágenes donde a veces el montaje parece desenvolverse de un modo demasiado caprichoso para una película de ámbito internacional. Eso sí, en el haber de Tran Anh Hung cabe poner la belleza plástica de las imágenes rodadas en el sanatorio donde está internada Naoko.
Todo lo dicho hasta el momento, nos podría llevar a sorpresa, si no hubiésemos prestado atención a la primera señal que nos avisa que no nos encontramos ante una versión excesivamente comercial de Tokio Blues, pues su estreno únicamente se ha llevado a cabo en salas de V.O. (donde residen las denominadas películas de autor), como es este caso. La segunda, es ese ritmo lento, que a veces llega hasta el bostezo (sobre todo al principio de la película), donde la sucesión de imágenes sin apenas palabras, dejan al espectador todo el trabjo de imaginar qué piensan o sienten los personajes (sobre todo si no has leído la novela), que unido al montaje inicial, donde salen de retratados una forma casi anecdótica los diturbios del 69 (herederos del 68 francés) no ayudan al espectador a recrear de una forma verosimil el entorno donde se desarrolla la historia de Tokio Blues, tormentosa tanto en el exterior como en el interior de su personajes, lo que deja frío al espectador durante la primera hora del metraje (la película tiene una duración de 2h. y 13m.), hasta que poco a poco, todo fluye de una forma más natural y el puzzle comienza a componerse, a lo que no ayudan, la inexpresividad del protagonista, Watanabe (interpretado por Keniuchi Matsuyama).
Aunque el director dice que los sentimientos del amor, la pérdida y el dolor son iguales en todas la partes del mundo (como una muestra más del YO globalizador que nos invade), donde afirma que sí cabe alguna diferencia, es en el modo de expresarlo. Un matiz que queda bastante claro en esta fallida versión filmada de la magistral Tokio Blues, pues se desenvuelve muy a las claras como una película asiática, en los ritmos, el colorido, los planteamientos y la forma de actuar de los actores, entre los que destaca Rinko Kikuchi en el papel de la atormentada Naoko.
Por todo ello, esta versión de Tokio Blues, se convierte en una sucesión de distorsiones visuales sobre la nostalgia, la pérdida y el dolor.
Crítica de Ángel Silvelo Gabriel
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