Querido amigo,
¡Por fin el nº 5 de Pygmalion ha visto la luz! Los escasos recursos presupuestarios del ITEM de la UCM nos han impedido publicarlo a su debido tiempo. Pero bien está lo que bien acaba, que decía Shakespeare.
Tengo un ejemplar para ti que incluye la crítica tan generosa que hiciste a Una luna para los desdichados. Mil gracias otra vez y disculpa el retraso.
Un abrazo,
Ana Antón-Pacheco
UNA LUNA PARA LOS DESDICHADOS:
CORAZONES PERDIDOS EN LAS TRISTES BALADAS DEL DESTIERRO PROVOCADO POR EL
DESAMOR.
Nada es lo que parece en esta
última obra de teatro del gran dramaturgo Eugene O’Neill, donde uno de los
mensajes que traspira por la misma es aquel que nos advierte que no hay mayor
desgracia en el mundo que no poder vencer el miedo a romper la barrera del amor
configurado bajo las claves de los sueños. Los personajes de O’Neill necesitan
el amor de carne y hueso sin necesidad de renunciar al poder de las hadas, pero
ellos no saben o no pueden encontrarlo. No hay un ser más desgraciado en el
mundo que aquel que sólo tiene dinero, nos suelen decir, y en esta obra de
teatro se corrobora este axioma, pues en ella, los pobres no lo tienen, es
verdad, pero poseen algo mucho más valioso, la fuerza del amor. Un amor que es
como el gran enigma de la vida sobre el que O’Neill vuelca sus últimas fuerzas
antes de que el Parkinson le impidiera seguir escribiendo, y que bajo un gran
título, esconde la travesía de una luna que es la fiel testigo de una
transformación que va desde los espurios intereses iniciales a la pura y
trágica poesía final, donde el verbo empapado en alcohol de Eusebio Poncela
(James Tyrone) es magistralmente acompañado por la mirada y la ternura de Mercè
Pons (Josie Hogan). Las palabras de Poncela, pero sobre todo las manos y esa
forma de mirar y acariciar que tiene Mercè en el tramo final de la obra,
provocan por sí mismos ese giro inesperado hacia lo más profundo de la
condición humana, donde los sentimientos y los sueños aparecen desnudos, como
cuando acabamos de nacer.
Sin auxilio posible en esta ruta
del desamor, los protagonistas buscan refugio en la redención de sus penas
mostrándonos sus porqués, que siempre están cargados de miedos y reproches a la
hora de hacer frente a la vida, su vida. Y lo hacen de una forma cercana a esa
otra vida, la soñada, la deseada, que como un freno interior, alguien o uno
mismo no les deja vivir. Una luna para los desdichados, de Eugene O’Neill, nos
muestra en la inmensidad de la América profunda, a unos corazones perdidos que
andan errantes bajo la compañía de las melodías tristes de las baladas del
destierro provocado por el desamor que no les deja descansar ni ser felices. La
sempiterna búsqueda de la felicidad agrava la existencia de unos seres humanos
que no saben amar y ser amados, y en esa lucha fratricida, acaban perdiendo la
ilusión de llegar a ver cumplidos sus anhelos. La síntesis de todo ello, se
plasma en una tensión dramática que quizá no alcanza la de otras obras del
dramaturgo norteamericano, pero la que ahora nos ocupa, como el resto de su
producción teatral, es el resultado de la búsqueda del enigma que sirve de
excusa al ser humano para que el motor del mundo siga en movimiento, ya sea bajo
la atenta y muda mirada de la luna o en el anonimato de la oscuridad de una
barra de un bar donde poder huir de las penas bajo los efluvios de un alcohol,
que en forma de whisky, es otro de los rasgos característicos de su obra y de
su origen irlandés, siempre en guerra con Inglaterra.
La escenografía de Elisa Sanz cubre
de una forma eficaz el gran escenario de la sala 2 del Matadero Naves del Español,
donde la sinuosidad del terreno trata de reproducir una tierra empedrada y
baldía como los corazones de los personajes, y donde ese sonido de la tierra al
pisar, nos sitúa perfectamente en un enclave en el que la miseria de los aparceros
contrasta con su orgullo y sus aires de grandeza, mucho más visibles que los de
sus ricos vecinos, y donde la casa o más bien cabaña como espacio central del
mismo juega el papel de los biombos chinos, donde la sombras dejan entrever más
que los propios planos principales, y en donde las escaleras de esa humilde
construcción, son el testigo de la majestuosidad de cualquier gran escalinata
de Broadway. Nunca un espacio tan reducido escupió tanta grandeza tras la
atenta mirada de una luna que cambia de forma y color como la vida de los
personajes, donde resalta sobre manera Mercè Pons con una fuerza expresiva que
sobrecoge (¡cuánto amor y cuánta ternura!), convirtiéndola en una gran madre universal
capaz de acoger en su seno todos los amores posibles (ya sean estos
fraternales, platónicos o deseados), y su generosidad es de tal magnitud, que
en un momento dado de la obra es capaz de romper con la propia mentira que se ha
creado alrededor de sí misma y hacia el amor. Del mismo modo, Eusebio Poncela
dota a su personaje de esos matices que lo caracterizan perfectamente, entre sus
viajes a través de la melancolía, su huida en forma de borrachera perpetua, y
esa falta de memoria que al final le traicionará. Un elenco de actores al que
da perfecta réplica José Pedro Carrión como Phil Hogan, padre de Josie y
aparcero de James Tyrone, con quien mantiene una inequívoca relación amor odio
sustentada en el amor que ambos tienen por Josie. Él no lo sabe, pero esa
necesidad de protegerla es el auténtico motor de su vida, que transcurre bajo los
designios de la grandeza de la no menos grande Irlanda, cuna de borrachos y
poetas, porque O’Neill y los personajes que crea, son eso, poetas que se
transforman en corazones perdidos en las triste baladas del destierro provocado
por el desamor.
Este río de sensaciones, plagado de
subidas y bajadas a modo de tobogán existencial, nos incita a saber y a conocer
más de él, y sin darnos cuenta, nos preguntamos dónde se encuentra la esencia
del genuino montaje de esta obra teatral. Una luna para los desdichados fue la
última obra larga que escribió Eugene O’Neill, y para John Strasberg, director
de la versión que hasta el 27 de mayo podemos ver en las Naves del Español, es
su favorita, porque: “aparte de hermosa
está plena de romanticismo y poesía”, y no sólo eso, porque la define como:
“poética, romántica, triste y plena de
humor amargo y salvaje”. Características toda ellas que Strasberg ha sabido
transmitir a sus actores, porque si algo tienen todos ellos en común, es esa
vertiente natural y genuina que parte del propio director, y esa envolvente
sinceridad cargada de fuerza poética que incide en el magnífico resultado final
de la obra. Asimismo, Strasberg nos advierte de la importancia que ha tenido en
esta nueva versión la traducción de Ana Antón-Pacheco, pues ha sabido plasmar
con maestría los giros y matices profundamente irlandeses de cada personaje
(¡qué poderosas son las voces de estos marginados bajo su tutela!), además de
captar la originalidad del texto desde el título, que en versiones anteriores
se conocía en español como “La luna para
el bastardo”; un término que fue rechazado por el director y la traductora,
pues consideraron que no reflejaba la verdadera intención del autor. Un acierto
en toda regla, que pone de manifiesto el amor hacia el teatro que tienen todos
aquellos que de una u otra forma participan de este mundo de locos maravillosos
que prefieren soñar y trabajar a partes iguales.
Ángel Silvelo Gabriel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario